De la Voltaire a ‘la gloriosa’

Tras la capitulación alemana, en 1945, una de las principales obsesiones del general De Gaulle como presidente del gobierno provisional de Francia fue reconstruir la burocracia del Estado, diezmada por la guerra y el colaboracionismo. La estrategia se diseñó con diligencia castrense y antes de terminar aquel año nacía la École Nationale d’Administration, que pronto sería conocida por las siglas ENA. El objetivo era garantizar una formación de excelencia a todos aquellos que aspiraran a trabajar para los complejos engranajes del Estado. Y así fue. De sus aulas surgió una auténtica casta, los enarcas.

Con el tiempo, la ENA se convertiría en una máquina de fabricar presidentes (tres de los cuatro últimos, Giscard, Chirac y Hollande), primeros ministros (siete de la última docena, entre los que, por cierto, no figura Valls) y un sinfín de ministros, consejeros clave del Elíseo, secretarios de Estado,... De Gaulle consiguió su objetivo. Creó el ejército civil más importante de un Estado europeo, donde una pequeña élite concentra una influencia que se extiende por la política, las empresas, la burocracia estatal y los medios de comunicación. Es la flor y nata de una tupida red construida con cables de acero. Una telaraña de poder, que se extiende por los principales despachos de una sola ciudad: París.

Ha bastado el espectacular retorno a la primera línea de la política francesa de Ségolène Royal – la Grande Dame rivaliza esta semana en protagonismo en la prensa parisina con le Catalan, Valls– para que se recuperaran viejas historias periodísticas sobre el peso de los enarcas. El nuevo Gobierno ha proyectado el foco sobre una de las añadas más brillantes de la Escuela, la de 1980, la promoción Voltaire. Junto a Hollande y Royal, formaron parte de esta promoción Michel Sapin, ministro de Finanzas y el mejor amigo del presidente, y dos de los nombres hoy más influyentes del Elíseo, Jean-Pierre Jouyet (secretario general desde el miércoles y sustituto de Pierre-René Lemas que también era de la misma promoción) y Sylvie Hubac (directora del Gabinete). El dream team de los enarcas con mando en plaza se completa con el ministro de Exteriores, Laurent Fabius (promoción Rabelais, 1973), y el asturiano Aquilino Morelle Suárez (promoción Condorcet, 1992). Este último, descendiente de un minero de Mieres exiliado y cuya lámpara aún conserva, es consejero político del jefe del Estado y dispone de competencias absolutas en comunicación. Junto a ellos, la ENA dispone de un sinfín de altos cargos que dirigen los principales resortes de la maquinaria administrativa. A la lista de volterianos habría que añadir a Pierre Moscovici, ministro saliente de Economía y Finanzas y sólido candidato a una comisaría de peso en el nuevo equipo de la Comisión Europea.

No hay duda, pues, que hablar de la ENA en París es hablar del poder. Buena prueba de ello es la antigua sede de 6.000 metros cuadrados en la 13 Rue de l’Université, cerca del museo de Orsay y del número 78, donde fijó su última residencia Jorge Semprún, que actualmente ocupa el Instituto de Estudios Políticos. Basta darse una vuelta por sus instalaciones para constatar la potencia de la ENA. Igual que una ojeada a los periódicos es suficiente para contrastar el resultado. Lo cierto es que si Voltaire cavilaba que “debe ser muy grande el placer que proporciona el gobernar puesto que son tantos los que aspiran a hacerlo”, nadie podrá negar que la promoción que lleva el nombre del filósofo ya ha tenido posibilidad de experimentarlo.

En España, donde las cosas se hacen demasiadas veces por la puerta de atrás –es de sobras conocido aquello que los clásicos de la burocracia del siglo XVIII describían como conseguir el efecto sin que se note el cuidado–, ni existen los enarcas, ni la ENA, ni nada que se le parezca. Pero sí existen, obviamente, las ansias de controlar hasta la última tuerca de la Administración. Es decir, de controlar el poder. Nuestros aspirantes a enarcas locales serían hoy los abogados del Estado y la gloriosa, nombre con que se conoce a los 35 miembros de la promoción de 1996, la versión ibérica de la promoción Voltaire. Su valedora política es la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría (promoción del 99), aunque Cospedal también es abogada del Estado (promoción del 91). De los 35 miembros que componen la gloriosa más de media docena ocupan hoy muy altos cargos de la Administración Rajoy. Están cuidadosamente repartidos. Sus nombres aparecen en los organigramas de la Moncloa y en los principales ministerios pero también en la presidencia de RTVE y en la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones. Pero no sólo se mueven entre los bastidores de la Administración. Un observador atento no tendrá problemas para localizar algún glorioso en empresas de telefonía o entidades financieras. No es extraño, o sí, depende de como se mire, encontrar miembros de dicha promoción deambulando por territorios de especial sensibilidad en el caso de Cataluña. Desde el Barça hasta la lengua. Un ejemplo: Marta Silva de Lapuerta, desde finales del 2012 directora del Servicio Jurídico del Estado, entre el 2000 y el 2004 fue directiva del Real Madrid y hoy está personada en representación de la Agencia Tributaria como acusación particular en el caso Neymar. Otro glorioso: Severo Bueno de Sitjar, se enzarzó con uno de los temas más espinosos que actualmente perfora la epidermis del Govern, la inmersión lingüística, hasta lograr una sentencia favorable del Supremo para que su hija pudiera estudiar en castellano.

El debate sobre el exagerado poder de estas élites dirigentes es cíclico en Francia. Incluso ha provocado víctimas. Alain Madelin, ministro de Economía en los gobiernos de Balladur y de Juppé, pagó con el cargo unas polémicas declaraciones sobre la École: “Irlanda tiene el IRA, España a ETA, Italia a la mafia pero Francia tiene a la ENA”. Madelin pretendía con un mal ejemplo denunciar que los enarcas actuaban como una auténtica aristocracia del Estado, que bloqueaban la evolución del sistema al querer conservar todo su poder. Juppé, enarca de la promoción del 72, echó tierra rápidamente al debate. La cabeza del ministro rodó presta y el sistema se blindó. En España este debate no existe. Se trata de un fenómeno mucho más reciente y mucho menos público.

Sin embargo, es innegable la huella de los abogados del Estado en los movimientos del Ejecutivo de Rajoy. Lo hemos visto, una vez más, esta semana con el solemne aterrizaje de la reivindicación soberanista en el hemiciclo del Congreso. La excesiva mirada jurídica en detrimento de la política está imposibilitando cualquier acuerdo en el debate catalán. Los abogados del Estado y los altos funcionarios se pierden en su laberinto legalista, incapaces de imaginar una salida.

Desde Barcelona, el president Artur Mas puede también buscar inspiración en el nombre que apadrinaba su promoción. Con sus compañeros de clase en una de las primeras hornadas de la escuela Aula, Mas era miembro de la promoción Tell (1974). El nombre nada tiene que ver con el héroe de la independencia suiza. Su objetivo era más prosaico. Evocaba el tilo, un árbol grande, frondoso y de aromática flor del que se extrae la tila. Conocido en algunas latitudes como el árbol de los sueños, se utiliza habitualmente como remedio para serenar el exceso de tensión. Un buen antídoto para el escenario que se perfila en los próximos meses.

José Antich

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