De las profundidades a la superficie: catalizadores de conflicto en Oriente Medio y el Magreb

Residentes locales observan a las fuerzas de seguridad en Oued Ellil, al este de la ciudad de Túnez, el 24 de octubre de 2014. Foto: Xinhua/Pan Chaoyue
Residentes locales observan a las fuerzas de seguridad en Oued Ellil, al este de la ciudad de Túnez, el 24 de octubre de 2014. Foto: Xinhua/Pan Chaoyue

Tema

No reconocer las revueltas de los países árabes de 2011 como un punto de inflexión que anuncia la necesidad de un cambio de régimen en la región –y la consecuente revisión de la política occidental con respecto a ella, que está pendiente desde hace tiempo– sería un error con importantes consecuencias negativas. Las fuertes réplicas a los acontecimientos de 2011 siguen presentando la posibilidad de debilitar no solo a Estados individuales, sino al sistema de Estados árabes en su conjunto.

Resumen

Los drásticos cambios acaecidos en Oriente Medio y el Magreb tras 2011 imponen la necesidad de que entes externos definan un nuevo enfoque político para abordar los retos a largo plazo de la región. Para afrontar los cada vez más conflictivos e interrelacionados escenarios políticos de la zona –los cuales se ven agravados por intervenciones externas– los responsables políticos internacionales deben atender a los catalizadores del conflicto tanto antiguos como nuevos o, de lo contrario, correrán el riesgo de combatir los síntomas en lugar de las causas y, de esta forma, ocasionar potencialmente más daños.

Análisis

En la periferia de Oriente Medio y el Magreb –concretamente en Argelia y Sudán– las revueltas populares de abril de 2019 derrocaron a dos de los líderes de mayor antigüedad de la región, abriendo así un nuevo capítulo en las demandas de buen gobierno. Estas revueltas presentan similitudes con las de los países árabes de 2011 en tanto que constituyen un rechazo del statu quo.1 En Argelia, las perspectivas de un posible quinto mandato del presidente Abdelaziz Bouteflika provocaron un sentimiento de humillación a escala nacional que empujó a los ciudadanos a tomar las calles. Para ellos, el presidente –con 82 años de edad y enfermo– no podía en ningún caso encabezar reforma alguna y muchos argelinos consideraron que el potencial de su país estaba siendo desperdiciado por grupos de interés afines al mandatario.2 En Sudán, la cancelación de un subsidio gubernamental que triplicó el precio del pan desató las protestas contra el presidente Omar al-Bashir, de 76 años de edad y que llevaba casi 30 al frente del país. Naturalmente, las protestas tenían que ver con muchas otras cuestiones además del precio del pan, y el descontento popular se condensó en términos más generales en los fracasos en la gestión de la policía estatal.3 A día de hoy, los resultados de las transiciones políticas en ambos países siguen sin estar claros.

La continuación del activismo popular en toda la región da fe de la perenne aspiración de sus ciudadanos a poner fin a la corrupción e instaurar el buen gobierno. Sin embargo, ocho años después de que ciudadanos de todo el mundo árabe tomasen las calles para expresar la percepción generalizada de injusticia social, el autoritarismo ha comenzado a restablecerse con sed de venganza gracias a la financiación de la diplomacia de chequera saudí y emiratí. Los regímenes que sobrevivieron al cuestionamiento de su poder, en lugar de reinventarse y reformarse para contener posibles protestas populares futuras, están en su mayoría reforzando las frágiles estructuras de gobierno que durante mucho tiempo han alimentado los agravios que precipitaron las revueltas en los países árabes con medidas como la canalización de sus escasos recursos al fortalecimiento de sus capacidades represivas. Entretanto, los acontecimientos en la región siguen generando intranquilidad en relación con la seguridad para los actores externos.

Estos, si bien se preocupan con razón por cuanto acontece en la zona y temen su impacto en forma de refugiados/migrantes y yihadismo, no están por lo general prestando ayuda. Mientras que durante el comienzo de las revueltas de los países árabes de 2011 los actores occidentales expresaron su apoyo a las demandas de los ciudadanos en las plazas, hoy las prioridades a corto plazo están traduciéndose en políticas “securitizadas” que dominan sus relaciones con los Estados de Oriente Medio y el Magreb. Por otra parte, aunque los catalizadores de conflicto a más largo plazo se reconocen retóricamente en el marco de las políticas, siguen relegados a un papel secundario en los programas de los responsables políticos.

Hoy, después de todo lo sufrido y perdido por las gentes de la región, parece poco probable que las protestas masivas de Argelia y Sudán vayan a desencadenar un efecto dominó similar al que se inició en Túnez hace casi una década. En cualquier caso, estas deberían servir de recordatorio de que los agravios no resueltos engendrarán rebeliones populares antes o después. No reconocer las revueltas de los países árabes de 2011 como un punto de inflexión que anuncia la necesidad de un cambio de régimen en la región –y la consecuente revisión de la política occidental con respecto a ella, que está pendiente desde hace tiempo– sería un error con importantes consecuencias negativas.

Los antiguos y nuevos catalizadores de conflicto en Oriente Medio y el Magreb

A lo largo de la historia, la región ha sido objeto de levantamientos reiterados que bien contribuyeron a su avance, bien a su retroceso, y cada uno de estos “seísmos” ha dado lugar a su propio conjunto de conflictos. Son al menos cinco los “conglomerados de conflictos” independientes que se derivan del trauma de la Primera Guerra Mundial, la desmembración del Imperio Otomano y la imposición del colonialismo, y las sociedades árabes están aún tratando de superar los agravios sobre las que se cimentaron:4

  • Conglomerado I: conflictos internos derivados de la creación de las estructuras de gobierno inconexas de la región (I-A) y amenazas a sus fronteras (I-B). Ejemplos de I-A: diferentes golpes de Estado militares (Egipto, Irak, Siria, Yemen y Túnez); y de I-B: insurgencias kurdas contra sus respectivos Estados centrales y las aspiraciones transnacionales de los movimientos yihadistas.
  • Conglomerado II: guerras árabe-israelíes y revueltas palestinas derivadas de la creación del Estado de Israel en 1948. Ejemplos: en 1967, 1973, 1982, 1988 y años sucesivos.
  • Conglomerado III: conflictos derivados de la proyección exterior de Irán en el período posterior a la Revolución Islámica de 1979 y los esfuerzos por contenerlos. Ejemplos: la guerra entre Irán e Irak de 1980-1988; y las guerras entre Israel y Hizbulá en 1993, 1996 y 2006.
  • Conglomerado IV: enfrentamientos asociados con la radicalización suní como consecuencia de la derrota de los Estados árabes en la guerra de 1967 y el asalto a la Gran Mezquita de la Meca en 1979. Ejemplos: enfrentamientos entre yihadistas y soviéticos en Afganistán; esfuerzos por eliminar a los Hermanos Musulmanes; y el 11-S y otros atentados yihadistas.
  • Conglomerado V: guerras civiles derivadas de la caída de Estados tras las revueltas de los países árabes de 2011. Ejemplos: Libia, Yemen y Siria. Aunque otros Estados aún continúan en pie, son altamente represivos e internamente frágiles. Ejemplos: Egipto, Argelia, Túnez, Líbano, Jordania y posiblemente también Arabia Saudí.

Las revueltas de los países árabes han desorganizado la región y han ahondado en su polarización. Los vacíos de poder derivados del hundimiento de Estados en ausencia de unidad regional, mecanismos de resolución de conflictos funcionales o un árbitro mundial han empoderado a entes no estatales ambiciosos y suscitado intervenciones por parte de actores regionales temerosos de las implicaciones negativas que pudieran perjudicar a sus intereses. En último término, determinados agentes externos agravan dicha situación mediante interferencias, con frecuencia destructivas, que invariablemente están motivadas por intereses propios, incluso cuando son bienintencionadas.

Las fuertes réplicas a los acontecimientos de 2011 siguen presentando la posibilidad de debilitar no sólo a Estados individuales, sino al sistema de Estados árabes en su conjunto. Estos contribuyeron en gran medida a relevar a los Estados árabes previamente influyentes (Egipto, Irak y Siria) de su anterior papel, obligando con ello a los Estados del Golfo a llenar el vacío y lanzar nuevas intervenciones por toda la región. 5 En cambio, dada su escasa preparación para afrontar los desafíos de la región, lejos de conseguir siquiera esbozar las líneas de un nuevo orden, estos actores no hacen sino contribuir al caos.

Los niveles de conflictos interrelacionados sin precedentes en Oriente Medio y el Magreb plantean complejos desafíos para los responsables políticos internacionales. A medida que los “conglomerados” de conflictos preexistentes se entrecruzan, los nuevos agravios y objetivos van ocultando los catalizadores de conflicto originales. Esto hace que los conflictos individuales resulten más difíciles de analizar y abordar y acrecienta el riesgo de que la asistencia externa tenga consecuencias negativas imprevistas. Siria se encuentra en una posición única para observar cómo se entrecruzan estos cinco conglomerados de conflictos.6

Abordar las nuevas complejidades de la región requerirá de un nuevo enfoque. Los entes externos deberían identificar, reconocer e integrar en su análisis los catalizadores de conflicto tanto nuevos como antiguos y entender el mecanismo en virtud del cual un impacto positivo en un ámbito podría tener efectos negativos sobre otro. En dicho proceso, estos deberían recelar del fortalecimiento intencionado de entes no estatales locales con agendas en el nivel subestatal o transnacional o Estados regionales con agendas subestatales en países vecinos cuyos objetivos son perpetuar la debilidad de estos y atacar a los adversarios.

Las revueltas en los países árabes y el período posterior

Para muchos, las revueltas pusieron de manifiesto la necesidad de un cambio de rumbo en las políticas dirigidas hacia Oriente Medio y el Magreb, donde el “paradigma de estabilidad” occidental había respaldado durante mucho tiempo regímenes autoritarios inherentemente frágiles7 y donde unas políticas excesivamente “securitizadas” ignoraban y agravaban los catalizadores de conflicto más profundos. Por un instante, pareció que estaba produciéndose dicho cambio.

En febrero de 2011, durante la Conferencia de Seguridad anual de Múnich, la secretaria de Estado estadounidense Hillary Clinton señaló que la seguridad y “la necesidad de desarrollo democrático” nunca habían convergido de una forma tan clara en Oriente Medio. Clinton afirmó que el statu quo era “simplemente insostenible” y que “los líderes de la región podían ser capaces de contener la marea momentáneamente, pero no por mucho tiempo”. El llamamiento a “ayudar a nuestros socios a adoptar pasos sistemáticos para propiciar un futuro mejor en el que se escuchen las demandas de los ciudadanos, se respeten sus derechos y se materialicen sus aspiraciones” había dejado de ser una simple cuestión de idealismo para convertirse en una necesidad estratégica.8

Sin embargo, esta repriorización no tuvo lugar. La crisis económica y financiera de 2008-2009, junto con el legado de las intervenciones en Irak y Afganistán, aceleró el declive de la primacía occidental en Oriente Medio y el Magreb. En un mundo más multipolar, la multiplicidad de entes había complicado alcanzar soluciones comunes y acuerdos políticos. Así, en aquellos casos y ámbitos en los que los actores occidentales se habían fijado el objetivo de apoyar a las gentes de la región, se desarrollaron agendas encontradas que dieron lugar a una respuesta incoherente en las revueltas. Además, mientras que expresaron su apoyo a los que protestaban en Egipto e intervinieron directamente en Libia, los poderes occidentales se abstuvieron de actuar en Bahrein por no querer enfrentarse a sus aliados del Golfo. Posteriormente, tampoco intervinieron en Siria, en lo que fue un reconocimiento de su limitada capacidad para poner orden en la región.

Pronto, una contrarrevolución liderada por Arabia Saudí comenzó a revertir los cambios que las revueltas habían puesto en marcha. Esta contribuyó a reinstaurar el régimen militar egipcio; a mantener a flote las monarquías de Jordania, Marruecos y Bahrein con grandes cantidades de ayuda; y a financiar milicias en otros lugares. Los activistas de la región no consiguieron agruparse en torno a una visión consensuada y hacer descarrilar a los poderes coyunturales que se resistieron al cambio con violencia. Cuando los entes armados regionales y no estatales se lanzaron a hacerse con los vacíos de poder generados por el derrumbamiento de los Estados, los actores occidentales que inicialmente habían alzado sus voces en favor de las aspiraciones de los ciudadanos de la región comenzaron a virar hacia enfoques más reactivos y fuertemente “securitizados”. En muchos casos, estos se realinearon con los “mismos antiguos poderes estatales” en pos de la “estabilidad” y el restablecimiento de contratos sociales obsoletos.

De este modo, mientras que las revueltas inicialmente suscitaron esperanzas de cambio social profundo, terminaron por traer desilusión cuando los cambios se revelaron cosméticos o resultaron ser para peor. En el período posterior a las revueltas, en lugar de reinventarse, los Estados que permanecieron en pie se opusieron a cualquier reforma y reforzaron sus aparatos represivos.

Con todo, las protestas de Sudán y Argelia son el recordatorio más reciente del profundo sentimiento de injusticia social que perdura en la región. En otros países –entre ellos Jordania, Irak y Túnez– las protestas mediante las que el pueblo expresa su frustración con los sistemas de gobierno disfuncionales vigentes han continuado esporádicamente.9 Del mismo modo, ya se registraron manifestaciones antes de 2011, lo cual pone de manifiesto el continuum de agravios pendientes de resolución.

Hacia una implicación más positiva en Oriente Medio y el Magreb

Abordar la persistente crisis de gobierno de Oriente Medio y el Magreb no será una tarea fácil. Aquellos actores externos que deseen respaldar un cambio positivo se enfrentan a una región que, pese a necesitar desesperadamente reformas, sigue estando gobernada por elites con un interés existencial en contrarrestar cualquier cambio cuyo resultado no puedan controlar. Actualmente, en prácticamente cualquier país de Oriente Medio y el Magreb los desafíos políticos, económicos y sociales existentes con anterioridad a las revueltas han empeorado, y el entorno político y económico surgido tras ellas es, si cabe, menos propicio a las reformas.

Si bien algunos Estados árabes están realizando costosos esfuerzos de relaciones públicas con el fin de atraer inversión extranjera, la llegada de reformas genuinas dependerá de la instauración de un gobierno político y económico más inclusivo que aproveche al máximo el potencial humano de la región. Los Estados árabes ricos en recursos compiten contra reloj, ya que dependen de un crecimiento económico voluble para redistribuir la riqueza y evitar la disidencia. En cambio, para aquellos con escasos recursos, un proceso de crecimiento más inclusivo será el único camino viable a seguir para evitar su derrumbe.

A la vista de estos desafíos, las potencias occidentales podrían verse tentadas a recibir con agrado el resurgimiento del “enemigo conocido” con la perspectiva de algún tipo de estabilidad. Al fin y al cabo, el (des)orden disfuncional pero familiar que surgió tras la caída del Imperio Otomano había garantizado al menos un largo período de estabilidad relativa. Sin el detonante de las revueltas populares de Túnez, las condiciones imperantes podrían quizá haberse perpetuado durante algo más de tiempo y, de hecho, la forma en que los regímenes opuestos a la reforma de la región van arreglándoselas en la actualidad es una buena prueba de ello.

De hecho, aunque las revueltas que se dieron en toda la región pusieron de manifiesto la escasez de miras del “paradigma de estabilidad” –el modelo en virtud del cual los gobiernos árabes obedecían los dictados de las potencias occidentales a cambio de que estas hicieran la vista gorda con la represión de la disidencia– que había dado vida a las políticas estadounidenses y europeas durante medio siglo,10 cuestiones como la energía, la limitación de las migraciones y el terrorismo siguen copando las agendas políticas occidentales.

Sin embargo, sería un error no ver en las revueltas de los países árabes un punto de inflexión que advierte de la necesidad de adoptar un nuevo enfoque. El simple hecho de que la región no se haya derrumbado por completo no implica que sus ruinas vayan a poder mantenerse en pie durante mucho tiempo.

Por tanto, la disyuntiva a la que los actores externos se enfrentan en la actualidad es determinar si lo que redunda en su interés es mantener el actual orden o facilitar su transformación. En tanto en cuanto las revueltas representaron una ruptura definitiva del contrato social en las sociedades individuales de Oriente Medio y el Magreb y, en términos más generales, un rechazo al orden/desorden instaurado tras la Primera Guerra Mundial, estos deberían servir para reenfocar la atención de los entes externos sobre la persistente crisis de legitimidad en la que viven los Estados árabes. Al implicarse en la región, estos deberían dar prioridad a las cuestiones relacionadas con el gobierno y otros catalizadores de conflicto más profundos.

Naturalmente, el nuevo contrato social sólo podrá emerger localmente desde las propias sociedades, y el cambio debe ser impulsado por los ciudadanos de la región. Las lecciones aprendidas en el pasado son la evidencia de la limitada capacidad de los entes externos para imponer orden en la región y, además, los gobiernos occidentales no son en ningún caso los únicos actores que influyen desde fuera de la región. Pese a ello, a la hora de replantear sus relaciones con Oriente Medio y el Magreb en la actualidad, estos deben, como mínimo, tratar de ser más conscientes de si su aportación en la interacción contribuye a favorecer el cambio u obstaculizarlo.

Las intervenciones externas interactúan con los catalizadores de conflicto en sus diferentes conglomerados, con frecuencia agravándolos, y las políticas a corto plazo excesivamente “securitizadas” y dirigidas a acontecimientos individuales de conflictos específicos no prestan la suficiente atención a los catalizadores más profundos. A día de hoy, la idea de que el autoritarismo puede ayudar a confrontar el extremismo sigue demostrando ser tan errónea como en el pasado. Entretanto, los esfuerzos por mediar en pos de acuerdos negociados a conflictos de Oriente Medio y el Magreb tropiezan con la cada vez más interconectada naturaleza de estos. La estructura burocrática de los gobiernos y organizaciones occidentales tampoco ayuda: estas siguen compartimentadas en su conocimiento de Oriente Medio y el Magreb y en su enfoque hacia la misma, tras haber levantado barreras que obstaculizan los esfuerzos por encontrar una salida colectiva.

Está claro que lo último que la región necesita es una remodelación del antiguo orden. Movidos por el miedo a un agravamiento del caos, los Estados occidentales se arriesgan a sentar las bases para una debacle aún mayor una vez que sus aliados reencontrados expiren.

A fin de evitar tal desenlace, estos deberían:

  • Recuperar la confianza y la credibilidad perdidas entre las gentes de la región como consecuencia de décadas de apoyo a autócratas poscoloniales y a las guerras de Afganistán e Irak tras el 11-S. La cooperación técnica y la ayuda al desarrollo ofrecen la posibilidad de hacerlo, pero sólo cuando estas se basan verdaderamente en los valores que la comunidad internacional sostiene defender. En la actualidad, gran parte de la ayuda sigue desacreditando a aquellos que la prestan.
  • Utilizar la cooperación al desarrollo para fomentar la autonomía de la región y sus ciudadanos en lugar de perpetuar sus vínculos de dependencia. Los países donantes tienden a preferir trabajar y colaborar con gobiernos nacionales en detrimento de agentes locales. En consecuencia, con demasiada frecuencia los Estados receptores consideran los fondos que reciben como rentas que destinan a resucitar las características disfuncionales del actual (des)orden en lugar de usarlos para poner en marcha las reformas pendientes. La promoción de reformas sustanciales requeriría probablemente de la identificación de un abanico de nuevos socios que comprenda desde ONG locales hasta gobiernos de nivel local, y de la provisión de nuevos incentivos.
  • Prestar atención al desequilibrio de poder inherente de las “alianzas” que implican a un conjunto más amplio de ciudadanos, ya que el ente externo sigue siendo quien administra los fondos y establece los plazos. Para contribuir a la construcción de estructuras más participativas y representativas, la cooperación al desarrollo debería responder a las prioridades locales, y los agentes externos adoptar una postura abierta que incluya a todas las partes dejando a un lado diferencias políticas e ideológicas (por ejemplo, en el caso de islamistas que gozan de un amplio apoyo popular).
  • Cooperar con actores de Oriente Medio y el Magreb a través de un enfoque regional e interdisciplinar coordinado. Una coordinación minuciosa entre agencias es fundamental para garantizar la coherencia y evitar conflictos secundarios, incluido dentro de los conglomerados de conflicto ya existentes.
  • Comenzar por desarrollar un conocimiento preciso y en tiempo real de qué y quién motiva los conflictos a la hora de diseñar respuestas políticas para afrontarlos; ser conscientes de cómo dichas políticas contribuyen a abordar o, por el contrario, exacerbar los catalizadores de conflicto más profundos; y determinar a qué entes convendría empoderar o desempoderar, y de los agravios que sus acciones podrían estar alimentando. Tales medidas requieren de un mejor análisis independiente de los casos individuales de Oriente Medio y el Magreb.

Conclusiones

Las revueltas de los países árabes pusieron de manifiesto que las condiciones existentes en Oriente Medio y el Magreb se habían vuelto insostenibles y anunciaron la caducidad de un orden socioeconómico que había garantizado una estabilidad relativa en toda la región durante décadas, y con ella las deficiencias del sistema internacional que contribuye a sustentarlo. Hoy, los agravios que suscitaron el derrumbamiento parcial del orden regional persisten, y las tendencias económicas dibujan un desolador panorama de declive adicional. Aquellos Estados árabes que sólo quieran o puedan satisfacer las necesidades de las elites adineradas continuarán alimentando la frustración de la masa de la población y, de esta forma, fomentando la agitación y la emigración.

Simultáneamente, las revueltas de 2011 en los países árabes generaron un cierto impulso de cambio, y en determinados lugares plantearon nuevas oportunidades. De algún modo deberán emerger nuevas estructuras de gobierno y, en caso de desear formar parte de la solución, los entes externos deberían ser conscientes de que durante largo tiempo han sido parte del problema. Por ende, estos deben entender cómo sus políticas hacia Oriente Medio y el Magreb contribuyen al avance o estancamiento de las agendas reformistas locales y tratar de buscar formas de implicarse más activamente con la región.

Joost Hiltermann, Director del Programa de Oriente Medio y el Norte de África del International Crisis Group | @JoostHiltermann
María Rodríguez Schaap, Asistente del Programa de Programa de Oriente Medio y el Norte de África del International Crisis Group | @RodriguezSchaap


1 Jon Alterman (2019), “A new Arab Spring?”, Center for Strategic and International Studies, 15/IV/2019.

2 International Crisis Group (2019), “Post-Bouteflika Algeria: growing protests, signs of represión”, 26/IV/2019.

3 International Crisis Group (2019), “Bashir moves Sudan to dangerous new ground”, 26/II/2019.

4 Para una relación detallada de los cinco conglomerados de conflictos, consúltese Joost Hiltermann (2018), “Tackling the MENA region’s intersecting conflicts”, International Crisis Group, 13/II/2018.

5Reflections five years after the uprisings”, Project on Middle East Political Science, POMEPS studies, 28/III/2016.

6 El cuestionamiento del régimen en 2011 (I-A) involucró a Irán y Hizbulá (II y III), así como a Turquía y Qatar (favorables a los Hermanos Musulmanes, IV), que habían pugnado con Arabia Saudí (contraria a los Hermanos Musulmanes, IV); la guerra ha fomentado la radicalización dentro de los círculos suníes (IV), desembocando en un enfrentamiento con matices cada vez más sectarios (III y IV), mientras que los kurdos se han visto incentivados a plantear demandas de autogobierno (I-B). Como colofón, el ascenso del yihadismo suscitó intervenciones militares por parte de EEUU y sus aliados occidentales; la amenaza de caída de al-Assad implicó a Rusia; y el avance de los socios locales del PKK en el norte de Siria desencadenó la intervención de Turquía (relacionada con Ankara y con el propio conflicto del Conglomerado I-B del PKK dentro de Turquía). La propia guerra siria es un conflicto derivado del Conglomerado V, cuyo desenlace aún está por determinar.

7 Shadi Hamid (2015), “Islamism, the Arab Spring, and the failure of America’s do-nothing policy in the Middle East”, The Atlantic, 9/X/2015.

8 Intervención de Hillary Clinton durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, 5/II/2011, Departamento de Estado de EEUU.

9 Marc Lynch (2019), “Is the next Arab uprising happening in plain sight?”, The Washington Post, Monkey Cage, 26/II/2019.

10 Hamid, op. cit.

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