De Lisístrata a #me-too

El pasado jueves me encontraba en Times Square, en Nueva York, donde todos los medios de comunicación tienen su sede. Eran las diez de la mañana, el momento en que normalmente la multitud se amontona y se empuja. Pero ese día no. Miles de curiosos estaban clavados en el sitio, como fascinados por el espectáculo que ofrecían las pantallas de televisión gigantes de los escaparates y las fachadas. Nunca, desde la llegada del primer estadounidense a la Luna y los atentados del 11 de septiembre de 2001, habían permanecido los estadounidenses inmóviles durante tantas horas para contemplar un espectáculo que quizá en el futuro suponga un giro tan significativo en la historia como los primeros pasos de Neil Armstrong sobre nuestro satélite.

Y sin embargo, era un espectáculo austero: una mujer con aspecto severo y gafas de institutriz leía con voz quebrada por la emoción el acta de acusación del candidato designado por Donald Trump para ocupar un puesto en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Una designación que el Senado, compuesto en su mayoría por blancos, hombres y conservadores, debía aprobar o rechazar. Christine Ford, profesora de universidad, recordaba pues, o creía recordar, que 36 años antes el joven estudiante Brett Kavanaugh, en estado de embriaguez, había intentado violarla. Intento que el juez Kavanaugh, padre de familia, católico practicante y ahora respetado magistrado, negaba categóricamente. De modo que uno de los dos mentía.

De Lisístrata a #me-tooEse día, prácticamente todas las mujeres estadounidenses creyeron en la sinceridad de la profesora Ford, que enseña psiquiatría. Ellas creyeron en sus palabras porque era convincente y no ganaba nada con esa confesión que, sin lugar a dudas, dejaría huella en su vida familiar y profesional. La creyeron aún más porque los dolorosos acontecimientos recordados por la profesora Ford hicieron aflorar en diez millones de mujeres experiencias semejantes.

Hay que tener en cuenta también que las negaciones de Brett Kavanaugh eran completamente sinceras, quizá porque los vapores del alcohol le habían borrado la memoria y porque abusar a los 17 años de una estudiante de 15 no era en aquella época una aventura tan memorable. Por otra parte, se da el caso de que casi todos los estadounidenses de sexo masculino, a pesar de no dudar de la sinceridad de Christine Ford, no acababan de entender dónde está el problema; los chicos son así.

Los testimonios contradictorios ante el Senado constituían evidentemente una apuesta política considerable y en la clase política todos, o casi todos, se alinean en un frente partidista: los republicanos trumpistas con Brett Kavanaugh, y los demócratas con Christine Ford. Pero más allá del espíritu de partido, el asunto ha revelado hasta qué punto, desde hace milenios, hombres y mujeres no viven su iniciación sexual de la misma manera. Lo que fue y sigue siendo un juego para todos los Brett Kavanaugh del mundo supone un trauma para todas las Christine Ford. Lo que ocurre es que esta diferencia esencial en la experiencia existencial siempre ha estado enmascarada por las convenciones sociales. Las mujeres saben que deben resistir a los impulsos de los adolescentes y de los adultos depredadores y que ser mujer implica esta capacidad de resistencia. Como a los hombres no se les exige nada de eso, miden mal, o no miden en absoluto el sufrimiento que infligen.

A veces las mujeres se rebelan colectivamente. Hace veinticinco siglos, Aristófanes contó en el teatro cómo, respondiendo a la llamada de Lisístrata, las mujeres emprendieron una huelga de sexo para poner fin a las guerras del Peloponeso que mataban a sus maridos, hermanos e hijos. El movimiento #Metoo, surgido en Hollywood y que se ha extendido por todo el mundo en unos meses, nos lleva mucho más allá de Aristófanes. El testimonio de Christine Ford, la obligación que todos tenemos de escucharla, el hecho de que ya no podamos librarnos encogiéndonos de hombros, demuestran la transformación absoluta de la civilización occidental. El feminismo ya no es una forma literaria o el argumento de una disertación. Las mujeres de todas las clases sociales, con la transmisión amplificada de las redes sociales, hablan ahora con una sola voz para decir a los hombres: «¡Ya basta!».

Como cualquier revolución, tendrá víctimas colaterales: es posible que algunos hombres sean acusados injustamente, o condenados después de haber sido denunciados sin pruebas. También por injusticias como estas se reconocen las revoluciones. En cualquier caso, me parece que los Brett Kavanaugh que hoy tienen 17 años deberán mirar a las mujeres de otra manera: no como presas para coleccionar, sino como iguales, o como fiscales.

Guy Sorman

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