De lo perdido, lo que aparezca

Inexorable, el calendario acerca a los mexicanos al 1 de julio. Muchos temen que si gana la izquierda, representada por Andrés Manuel López Obrador, candidato de Morena, la elección presidencial sea un violento golpe de timón. Sin embargo, aparentemente son muchos más los que esperan que precisamente sea eso: un viraje dramático, un Gobierno que se sacuda la ortodoxia liberal que ha regido la vida del país las últimas tres décadas, sin haber resuelto problemas básicos de seguridad, de crecimiento económico y empleo, y que responda a las preocupaciones más apremiantes de mexicanos que no pueden ni siquiera imaginar un futuro.

Tres son los candidatos importantes en esta elección: Andrés Manuel López Obrador (a quien se conoce como AMLO), que desde hace meses pasó la barrera del 35% de las preferencias de voto y cuya popularidad ha ido al alza hasta alcanzar el 50% en la segunda semana de junio; el segundo lugar le corresponde a Ricardo Anaya, de la coalición contra natura Por México al Frente, que formaron la derecha, el PAN, la izquierda, el PRD, y el Movimiento Ciudadano. Por último, el PRI, en alianza con el Partido Verde, lanzó la candidatura de José Antonio Meade, cuyo porcentaje de preferencia nunca ha superado el 18%. Se presentaron dos candidatos independientes: Margarita Zavala (esposa del expresidente Felipe Calderón) y Jaime Rodríguez Calderón. Zavala declinó al cabo de un mes de campaña, luego de evaluar sus oportunidades. Rodríguez Calderón es una caricatura de Vicente Fox, y probablemente, una creación del PRI.

De lo perdido, lo que aparezcaPor lo pronto, la campaña electoral ha tomado un giro odioso. Incrédulos, los votantes somos informados casi a diario de abusos y delitos electorales cometidos por los candidatos o sus allegados. La primera semana de junio el Instituto Nacional Electoral dio a conocer los resultados de una investigación que demostró que Jaime Rodríguez Calderón, el Bronco, creó empresas fantasma para apropiarse los recursos públicos que le fueron atribuidos para su campaña, además de que había falsificado cientos de miles de firmas para poder registrarse como candidato independiente. La prensa informa de que Ricardo Anaya, que ya había sido acusado de malas prácticas empresariales, aparentemente está siendo investigado por otros negocios oscuros en los que utilizó sus privilegios como legislador y sus contactos personales de manera poco ética. Anaya responde indignado que se trata de una calumnia de Enrique Peña Nieto que ya “negoció” algo, no nos dice qué, con López Obrador.

López Obrador, por su parte, no está al abrigo de insinuaciones, rumores o acusaciones francas, por ejemplo, se señala que utiliza a su partido Morena como mejor le parece, sin rendir cuentas a nadie, y se habla de nepotismo y ejercicio personalizado del poder. Sin embargo, el intento de aplicarle nuevamente la etiqueta venezolana ha fracasado. Ninguno de estos señalamientos ha afectado su ascenso imparable. A diferencia de lo que ocurrió en 2006, el espectro del populismo ya no asusta a nadie. José Antonio Meade es un funcionario probo, pero se dice que ha prestado su honestidad para encubrir las fechorías de otros.

Este juego, si así puede llamarse, este lamentable intercambio de advertencias y denuestos, ha relegado a un segundo plano los verdaderos objetivos de una campaña electoral: que los candidatos den a conocer sus programas de gobierno. Poco de eso, si es que algo hemos tenido. Inclusive en los debates televisados los candidatos han tenido más la intención de exhibir las bajezas del otro que de debatir programas diferentes.

Ha sido esta una campaña sin promesas o de promesas irrelevantes. De trampas y zancadillas. Así ha sido porque uno de los indicadores más potentes de la crisis que atraviesa nuestra transición es nuestra incapacidad para imaginar el futuro. Estoy segura de que ni los candidatos pueden describir cómo sería el México del año 2024, para no ir muy lejos, el país que dejarían al término de su mandato en caso de ser elegidos. Dos de ellos, Anaya y Meade, no pueden, porque llevan en el corazón y en el discurso político el pecado capital de los tecnócratas: la falta de imaginación. Así no hay triunfo posible, porque no hay manera de que gane la elección uno que promete más de lo mismo, ni otro que les dice a los mexicanos que con él llegaremos a e-México, sin que sepamos bien a bien qué quiere decir. Andrés Manuel López Obrador, que se presenta por tercera vez, es el único que promete un futuro, aunque difuso y con fuertes ecos del pasado, pero su credibilidad tiene más que ver con nuestras aspiraciones que con él mismo.

Todos sabemos que la excelencia académica no es una de las virtudes de López Obrador; que el pensamiento abstracto no es su fuerte, que no habla de “corridito” y que desconoce las respuestas del 80% de las preguntas que se le hacen. Su vocabulario es limitado, pero no más que su ingenio. Siempre responde lo mismo, independientemente de la pregunta que se le haga. Sin embargo, él ve el país que vemos todos los demás —a excepción de Enrique Peña y su gabinete—; insiste en la urgencia de combatir la pobreza, mientras en la Secretaría de Hacienda celebran que los salarios de los trabajadores mexicanos sean inferiores a los que se pagan en China. También sabemos que López Obrador jamás haría una observación clasista, como la que hizo Meade cuando declaró que su Gobierno sería de “gente decente”, porque estaría diciendo que no sería un Gobierno de “pelados” que son lo mismo que los pobres.

López Obrador llena un vacío, y no del todo. Su muy probable triunfo habla de las carencias de sus seguidores, de aquello que anhelan, de lo que les hace falta, de lo que se ha perdido de la transición, y de lo que se cree y se espera recuperar.

Soledad Loaeza es profesora en el Colegio de México.

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