De los privilegios fiscales a los derechos históricos

Durante los últimos meses, especialmente durante la campaña electoral, algunos políticos y algunos profesores universitarios han removido la vieja cuestión de los llamados derechos históricos, sobre todo en lo que atañe a la insolidaridad de ciertas comunidades autónomas respecto al Estado común. Preguntado por el director del diario EL MUNDO, en una resonante entrevista, sobre estos supuestos «privilegios fiscales», el presidente del Gobierno español responde: «Son casi elementos constitutivos de la formación de España porque vienen de muy atrás. Ya ve usted que los defienden con el mismo ahínco tanto el lehendakari nacionalista como un presidente de Navarra, españolista y del PP». Sin ir más lejos, el pasado jueves se conoció que un informe preliminar de la Unión Europea rechaza cuestionar la autonomía fiscal vasca.

Los críticos de esos privilegios fiscales no colocan el problema en que los navarros, por ejemplo, paguemos menos impuestos que en el resto de España (del Estado, suelen decir), sino que aportemos menos dinero que las otras comunidades, o sea, que nos quedemos con casi todo lo que pagamos aquí en razón de los diferentes impuestos. Al pagar las comunidades restantes por riqueza y recibir por población, se logra un cierto reequilibrio entre las más ricas y las más pobres a través del llamado Fondo de Compensación. Las comunidades forales, en cambio, al contribuir y recibir según su riqueza, no participan de ese fondo y quedan al margen del efecto distribuidor del sistema.

Seguro que las cifras que suelen aportarse no serán admitidas por todos, ni mucho menos; que algunos descontarán la menor inversión en obras públicas, etcétera, que aquí lleva a cabo el Estado, y que la diferencia subrayada será mucho menor. Pero aquí me interesa tocar la parte histórico-político-doctrinal de la polémica.

Lo cierto es que los susodichos críticos no se paran en barras y arremeten contra el Convenio Económico, en Navarra, y el Concierto Económico en Euskadi; contra el consentimiento de los diferentes gobiernos de la Nación que se han sucedido a lo largo de los siglos XIX, XX y XXI, y blanden en su favor el artículo 138.2 de la Constitución de 1978: «Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales».

De ahí sacan como lógica conclusión que tienen que desaparecer esos privilegios fiscales y, para mayor seguridad, también los derechos históricos, origen de aquéllos. Por todo lo cual juzgan necesaria y hasta urgente la reforma de la Constitución española, que los ampara y respeta en la Disposición Adicional Primera.

Algunos profesores universitarios de Derecho se han sumado, en los últimos meses, a economistas y políticos en su diatriba contra los derechos históricos, con ocasión igualmente de criticar los privilegios fiscales. Y han llegado a afirmar algunos de ellos que esos derechos son privilegios, que la categoría de derechos históricos es incompatible con la Constitución y que la Disposición Adicional Primera es una norma anticonstitucional. Para ellos, la Historia no es fuente de derechos, los derechos históricos no pueden ser una excepción frente al principio de legitimidad racional-normativa, y, si la Constitución es la forma jurídica de la razón, esos derechos no son más que un residuo de historicismo e irracionalidad.

Y para confirmar todo esto, muchas citas de maestros en Derecho ya fallecidos, venerables y venerados (que yo también venero pero por otros motivos), como en la mejor tradición escolástica (dominicana, escotista y jesuítica) del argumento de autoridad.

Uno de estos juristas, que parece hacer gala de desconocer y maltratar la Historia, que tanto le inquieta, culpa nada menos que a Franco de haber otorgado «el privilegio foral a la nueva Covadonga insurgente de las provincias de Alava y Navarra para premiar su decisivo apoyo al Alzamiento, pero que la democracia consagró ampliándolo a las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya».

Es cierto que todos reconocen que la sentencia 76/1988 del Tribunal Constitucional declaró la constitucionalidad de los derechos históricos de los territorios forales, anteriores pero no superiores a la Constitución y vigentes tras la actualización que suprime o no reconoce aquéllos que contradigan los principios constitucionales. Naturalmente, los derechos históricos no son un título autónomo del que se deduzcan competencias ni pueden ser considerados como una justificación para el ensanchamiento caprichoso e ilimitado de los derechos constitucionales. Pero todo esto no les basta a nuestros juristas críticos.

Tengo para mí que tan ilustres ilustrados suelen tener en común un arcaico concepto de Historia como cosa del pasado, algo muerto y desaparecido, del que sólo quedarían restos, vestigios en forma de pretensiones caducas, exigencias absurdas y ensoñaciones propias de iluminados, orates o, quién sabe, si de desenfadados egoístas. Nada más falso.

De acuerdo con varias concepciones modernas de la Historia, entre ellas la fecunda tesis zubiriana del conjunto de posibilidades, el pasado no pasa tan fácilmente, la Historia es algo mucho más que el pasado desaparecido o que una disciplina académica. Los derechos históricos no son por tanto y necesariamente un sintagma contradictorio, como opinan quienes creen sólo en los derechos y no en su condición de históricos, como si el derecho en este caso no tuviera nada que ver con la Historia. Por contra, muchos defendemos que esos derechos históricos son hechos históricos, y hechos históricos presentes y vivos.

Otro de los errores de estos críticos ilustrados es no saber o no querer distinguir el caso de Navarra del de las antiguas Vascongadas, hoy Euskadi o Comunidad Autónoma Vasca, de historia anterior y posterior tan diferentes y de tan dispar relación con el resto de España (con el Estado, según la vieja terminología foralista y la soberanista actual). ¿Cómo se puede confundir 1841 con 1876?

Y, si el grito oficial del PNV y de quienes le siguen ha ido y es, en los momentos oportunos, que los derechos históricos son la auténtica Constitución de los vascos, afirmación ridícula donde las haya, la tónica de la gran mayoría de los navarros, incluso de los viejos foralistas, tan empecinados en una historia irreal como sus sucesores soberanistas, no ha sido ésa precisamente. Por tanto, con nosotros no van mucho los reproches de los juristas unitarios de que la doctrina de los derechos históricos haya sido aprovechada para «estrategias políticas audaces y de largo alcance», o que haya devenido «perturbadora del sistema político y de la vigencia del orden constitucional». Y mucho menos, lo que me parece el colmo del disparate, tiene nuestro Régimen Foral navarro algo que ver con el «chantaje terrorista de ETA».

No puedo ni debo resumir aquí la historia foral de los siglos XIX y XX. Tampoco voy a exponer las muy diferentes situaciones político-económico-jurídicas de diversos territorios dentro de un mismo Estado en Europa y fuera de ella, que supongo conocidas por los políticos, economistas y juristas que parecen imaginar que Navarra y Euskadi, dentro de España, que no es un Estado federal unilineal, son la excepción irracional-historicista-constitucional del universo.

Ahí están, pongo por caso, para no ir muy lejos, Alsacia y Lorena en Francia; las regiones à statuto speciale en Italia (Trentino-Alto Adigio, Venezia-Giulia, Savoia, Sicilia); la comunidad germana de Bélgica; las Azores y Madeira en Portugal; los cantones y subcantones de Suiza... Los estados, formaciones históricas del hombre histórico, han sido constituidos de muy diversa forma, y de muy diversa forma también han sido mantenidos y conservados hasta hoy mismo, y probablemente en un vasto futuro.

Y para acabar con el santón de Carl Schmitt, tantas veces invocado, con razón o sin ella, a favor de las tesis críticas, habrá que subrayar con él que la Constitución, toda Constitución, es ante todo una decisión política del titular del poder constituyente, una decisión política fundamental, muy diferente de las leyes constitucionales, que sólo tienen sentido en relación con aquélla.

Y, si la Constitución alemana de Weimar (1919) fue una decisión política fundamental a favor de la democracia, el federalismo y el liberalismo, la española de 1978 lo fue igualmente, sobre todo, a favor de la democracia, la reconciliación y la autonomía, con un propósito firme y claro en la mayoría de llegar a una solución de eso que hemos dado en llamar, en términos benevolentes, los derechos históricos de algunos territorios hispanos.

A cada uno lo suyo. Los derechos singulares de muchas regiones europeas pueden dar lugar a privilegios molestos, a excepciones insostenibles, lo que siempre tiene remedio. Pero también a experiencias eficaces así como a innovaciones útiles para todos.

Víctor Manuel Arbeloa, escritor, ex presidente del Parlamento de Navarra y ex senador.