De Maquiavelo a Mazarino

Al parecer, el PSOE ha estrenado nuevo liderazgo. De Rodríguez Zapatero a Pérez Rubalcaba. Más allá de la obra de gobierno del primero —una calculada dosis de ingeniería social y prejuicios ideológicos acompañada de ocurrencias, incompetencia y negligencia— y de la propuesta del segundo —un catálogo de intenciones que frecuentan la demagogia—, está la cuestión del modelo. Ambos remiten a conocidos arquetipos. Con el tiempo, se ha impuesto la interpretación maquiavélica de Rodríguez Zapatero. Algo de ello hay en quien utiliza la astucia para conquistar y conservar el poder. Rodríguez Zapatero evidenciaría los mismos instintos políticos que sus antecesores del XV y XVI cuando el realismo de Maquiavelo gana la partida al idealismo de Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam. Frente al colectivismo del primero y los ideales del segundo, Maquiavelo entiende la política como una actividad terrenal. El político ha de sobrevivir en un mundo de lobos. Por ello, no se entretiene glosando la obra de Platón, Aristóteles o Santo Tomás de Aquino, sino que estudia la historia de Roma y Florencia. Por ello, Maquiavelo, descarnadamente, aconseja una determinada técnica para alcanzar y mantener el poder. En buena medida, Rodríguez Zapatero ha sido un discípulo del Príncipe florentino. Ya saben: la adulación, la seducción, la malicia, el engaño, la hipocresíay el control como método de alcanzar el monopolio del saber y el poder políticos. El detalle: el Príncipe no fundamenta su saber —el poder— en el uso de la fuerza, sino —Merleau-Ponty fue uno de los primeros en señalarlo— en el conocimiento del ciudadano. ¿Qué pretende el Príncipe? El maquiavelismo —el zapaterismo— sería aquel arte de la seducción gracias al cual el político alcanza y mantiene el poder vía transmisión de determinados mensajes que el ciudadano, o un número importante de los mismos, desea oír. No se trata de una cuestión política, sino sociológica y psicológica. Teatral. De ahí, el populismo de un Rodríguez Zapatero que promueve y remueve los sentimientos —paz, talante, diálogo y demás elementos de su ideología gaseosa— del pueblo.

A tenor de lo dicho, quizá quepa concluir que Rodríguez Zapatero responde al arquetipo diseñado por Maquiavelo. Pero hay algo en Rodríguez Zapatero que lo distancia del Príncipe.

Mientras que el de Florencia construye una imagen creíble que seduce al subdito florentino, el de León —o de Valladolid— sólo consigue persuadir al ciudadano español durante un breve período de tiempo. ¿Dónde está el fallo? ¿Quizá en el escaso fuste y el izquierdismo de opereta del personaje? ¿Los cambios continuos en clave de supervivencia política? ¿La crisis económica? Todo ello contribuye. Pero hay algo más. Rodríguez Zapatero carece de la credibilidad para devenir Príncipe, porque no reúne los requisitos necesarios. Volvamos a Maquiavelo: «Alejandro VI no hizo jamás otra cosa, no pensó jamás en otra cosa que en engañar a los hombres y siempre encontró con quien poder hacerlo. No hubo jamás hombre que asegurara con mayor rotundidad y con mayores juramentos afirmase una cosa y que sin embargo la observase menos. Pero a pesar de todo siempre le salieron los engaños a la medida de sus deseos, porque conocía bien esta cara del mundo». Rodríguez Zapatero no es Alejandro VI. Le faltan oficio y agudeza. Y eso, por seguir con Maquiavelo, ha hecho que pierda la confianza de una ciudadanía que le considera «voluble, frivolo, pusilánime e irresoluto». Concluye Maquiavelo: «Un príncipe debe guardarse de estos reproches como de un escollo e ingeniárselas para que en sus acciones se vea grandeza de ánimo, valor, firmeza y fortaleza». Definitivamente, Rodríguez Zapatero no es el Príncipe maquiavélico. Aunque haya buscado con tesón —última cita de Maquaivelo— «ser un gran simulador y disimulador». Rodríguez Zapatero —la sonrisa como máscara y el talante como excusa— es una víctima de sí mismo. De ese populismo que, al descubrirse el engaño, acaba pasando factura. Baltasar Gracián: «Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón hasta que se le conoció término a su capacidad».

Un siglo y medio después de la publicación de «El Príncipe», ve la luz un manuscrito del cardenal Giulio Mazarino que se edita con el título «Breviario de los políticos». Una evidente continuidad. ¿La diferencia? El tono épico de Maquiavelo frente al tono técnico de Mazarino. Sostiene Mazarino que el oficio de político implica la observancia de dos máximas: «Simula y disimula». El consejo de Mazarino al gobernante: «Ejercítate en ser capaz en toda ocasión de defender una causa y la causa contraria». Mazarino, o el que «sabía fingir toda condición», sentenció La Rochefoucauld. ¿De Rodríguez Zapatero a Pérez Rubalcaba y de Maquiavelo a Mazarino? ¿El cinismo programático como vía de acceso a «la brutta cupiditá di regnare»? Eso parece. Pero para acceder al poder hay que suscitar confianza y ganar credibilidad. ¿Cómo hacerlo? Nuestro Mazarino de Solares se ha instalado en un bucle de promesas sin fin para neutralizar el ascenso del centro-derecha. Ahí radica el problema. Una cita del auténtico Mazarino: «No te fíes nunca de un hombre que lo promete todo». Si Rodríguez Zapatero ha sido víctima del maquiavelismo de aficionado, lo mismo le está ocurriendo a Pérez Rubalcaba con el mazarinismo. El «simula y disimula» que permite «defender una causa y la contraria» necesita —señala el cardenal italo-francés— la siguiente premisa: «Conócete a ti mismo» y «conoce a los demás». Mazarino pide al político que no pierda el autocontrol y tenga cuidado con lo que dice y hace: «No digas ni hagas nunca nada de lo cual debas retractarte». En definitiva, precaución y sentido del límite. Pérez Rubalcaba, al perder el sentido del límite —un candidato no puede proponer lo que ha criticado y negado con sorna y ahínco durante décadas—, no consigue la confianza ni la credibilidad requeridas. El ciudadano entiende que Pérez Rubalcaba es un maestro en el arte de la representación política que se limita a escenificar el guión preestablecido para ocultar la verdad y atraer a determinados votantes. Entonces, el programa se percibe como reiteración de eslóganes que se agotan en sí mismos. Y el político deviene un artista prisionero en su decorado. La cosa empeora cuando Pérez Rubalcaba —jel guión!— encuentra explicaciones y justificaciones para todo. Y la cosa —dejando a un lado a un Rodríguez Zapatero que parece jugar el papel de adversario en casa— puede agravarse si Pérez Rubalcaba —prestidigitador y funambulista— acaba creyendo —no hay engaño sin autoengaño— su propio personaje y su propio discurso cuando la función —las elecciones— está a punto de comenzar.

Virgilio Malvezzi (1599-1654), escritor y diplomático italiano que inspiró el Oráculo manual de Baltasar Gracián —una suerte de Mazarino avant la lettre de muy recomendable lectura todavía—, dejó dicho en su David perseguido que «al que nace en el gran teatro del mundo convendríale el uso de muchos trajes para poder en esta farsa representar diversos personajes». Sospecho que no hay tela suficiente para confeccionar los disfraces que Rodríguez Zapatero y Pérez Rubalcaba necesitan — ¡todo por la imagen!— hasta el día de las elecciones. Pasen y vean.

Miquel Porta Perales, escritor.

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