En estos tiempos de lawfare para arriba y para abajo, es posible que usted haya escuchado por ahí que los jueces deberían ser elegidos a través del voto popular. La propuesta atrae porque la democracia, de nombre, nos gusta a todos. ¿Acaso no estamos a favor de la voluntad del pueblo? Incluso suena raro que sólo en Bolivia los ciudadanos voten a los jueces de la Corte Suprema.
Déjeme contarle que en México, el segundo país más poblado de América Latina, la segunda economía más grande de la región y la decimoquinta del mundo, acaban de decidir aplicar ese principio en todo el ámbito federal. Hace unos días se aprobó, por mayoría absoluta en las dos Cámaras del Congreso de la Unión e, inmediatamente después, por la mayoría de las asambleas legislativas de los Estados que forman México, una reforma constitucional que implicará que las personas que ocupen los cargos de ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (equivalente al Tribunal Supremo y al Tribunal Constitucional españoles), de magistrado del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, de magistrado del Tribunal de Disciplina Judicial, de magistrado de Circuito y de juez de Distrito serán elegidas de manera libre, directa y secreta por los ciudadanos. Aproximadamente, un total de 1.500 jueces federales. Los que hoy ocupan esos cargos deberán renunciar.
Le ahorraré la triste historia de cómo se consiguieron los votos necesarios en las Cámaras del congreso para aprobar la reforma. Nada más le adelanto que el proceso incluyó controvertidas asignaciones de escaños; sesiones realizadas en sedes alternas a altas horas de la madrugada por encontrarse las sedes oficiales cercadas por manifestantes; compra confesada de votos de diputados y senadores de la (supuesta) oposición; amenazas y presuntas detenciones policiales de familiares de senadores; y aprobación exprés en las legislaturas [parlamentos] de los Estados en los que el partido en el poder tiene mayoría, que eran las suficientes.
Lo que no incluyó esta importante reforma es un debate parlamentario real. No hizo falta (y por eso la tragedia constitucional mexicana no ha terminado todavía). Es importante tener en cuenta que el partido de Andrés Manuel López Obrador, sin duda, el presidente más popular y venerado que ha tenido México, ganó indubitablemente las elecciones presidenciales de junio de este año y obtuvo una amplísima mayoría en ambas Cámaras, pero no la suficiente para aprobar por su cuenta reformas constitucionales. Para eso le hicieron falta, en la Cámara de Diputados, la amable colaboración del Tribunal Electoral, que favoreció una determinada interpretación de la Constitución que neutralizaba completamente a los partidos minoritarios; y en la Cámara de Senadores, la famosa compra y extorsión de los votos que le hacían falta. Logrado esto, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) tiene asegurada la aprobación de todas y cada una de las reformas constitucionales que quiera hacer en los próximos tres años, como mínimo. Y son muchas las que están en fila.
Pero hablemos de la elección de jueces, que es lo que nos trae aquí ahora.
Hasta hace cinco minutos, en México, para ser juez de distrito, por ejemplo, se necesitaba, además de haber estudiado la carrera de Derecho y de cumplir los requisitos de residencia, nacionalidad o edad, haber obtenido las calificaciones más altas en los concursos de oposición abiertos para cada puesto. Ello daba derecho a pasar a la siguiente etapa, consistente en cursar y aprobar mediante exámenes orales, resolución de casos prácticos, audiencias simuladas u otros medios, los programas establecidos por la escuela judicial. En el caso de los jueces especializados por materia, además de las evaluaciones generales, era necesario aprobar las evaluaciones específicas de cada ámbito: administrativo, penal, etc.
Ya no. A partir de la reforma, si usted quiere ser juez federal, sólo necesita haberse titulado como licenciado en Derecho en cualquiera de las más de 2.000 escuelas de Derecho del país -algunas con una oferta de titulación en dos años-; haber obtenido una nota general de ocho o nueve sobre diez en las asignaturas más relevantes para el juzgado al que se quiere acceder; y haber ejercido como licenciado en Derecho durante tres años, si quiere usted ser magistrado de circuito; o durante cinco si quiere convertirse en ministro de la Suprema Corte. Los años de ejercicio profesional necesarios para ser juez de distrito son cero. Sí, cero.
Es decir, para resolver sobre la constitucionalidad de cualquier acto de autoridad, para dictar sentencias o autos de jueces locales que lo mandan a uno de oficio a la cárcel durante toda la duración del juicio, para imponer multas administrativas millonarias por casos complejos de abuso de posición dominante en el mercado, o para juzgar una nueva ley que regule la explotación de los mantos acuíferos del país por parte de empresas privadas extranjeras, usted necesita, básicamente, una calificación de ocho en la universidad y cero años de experiencia.
Bueno, claro, también necesita usted que lo postulen como candidato al puesto para que lo voten en las elecciones populares. Y es aquí donde se ubica la marea que arrastra consigo hasta el último rastro de independencia judicial. Aquí está el diablo, y es a esto a lo que hay que dirigir la atención cuando empieza a sonar el cascabel de la elección popular de los jueces para acabar con el lawfare.
En México, sólo los propios poderes, a los que nosotros llamamos «poderes de la Unión» -es decir, el ejecutivo, el legislativo y el judicial-, pueden nombrar candidatos a la elección de jueces, magistrados y ministros. Esto es como participar en el Mundial y que sólo Francia, Alemania e Inglaterra puedan nombrar árbitros para los partidos y que todos los árbitros sean franceses, alemanes o ingleses. Pero en México hay algo más: si tomamos en cuenta que en mi país el ejecutivo y el legislativo ya están en manos del partido en el Gobierno, y que la Suprema Corte de Justicia lo estará inevitablemente en unos meses debido al retiro inminente de uno de sus ministros, es como si el Mundial se jugara en Francia exclusivamente con público francés.
Cuando se abran las convocatorias, los interesados en alguna posición de juez federal deberán presentar, ante el poder de la Unión que sea de su gusto (o conveniencia), un ensayo de tres páginas motivando su postulación y cinco cartas de referencia de «vecinos, colegas o personas que respalden su idoneidad» (no, no es broma). En cada poder de la Unión habrá un comité de evaluación formado por «personas reconocidas en la actividad jurídica» que escogerá, para cada posición abierta (son 1.500 cargos, recuerde), los 10 mejores candidatos para ministro de la Suprema Corte o magistrado del Tribunal Electoral, y los seis mejores para magistrado de Circuito o juez de Distrito. Con esos nombres se hará una tómbola (insisto, no es broma) y se sacará el número de nombres necesarios para que cada poder de la Unión aporte tres candidatos por cada ministro que haga falta y dos por cada magistrado de Circuito o juez de Distrito. Eso sí, observando la paridad de género.
Si las cuentas no me fallan, cuando recibamos las boletas para votar, encontraremos los nombres de 81 candidatos a ministro de la Suprema Corte de Justicia, todos ellos debidamente avalados por el partido, y podremos (¡qué suerte!) escoger a nueve de ellos. Lo bueno es que los 81 candidatos tendrán derecho de acceso a radio y televisión de manera igualitaria durante los 60 días anteriores a la elección y no podrán recibir financiación de ningún tipo ni apoyo de ningún partido político. Menos mal: no fuéramos a pensar que, en el primer socio comercial de EEUU y noveno de la UE, y en contra de la opinión de la Relatora Especial de la ONU sobre Independencia Judicial y de los Abogados, se hubieran acabado la independencia judicial y la separación de poderes y los jueces sin preparación le fueran a deber el cargo a un partido político.
La próxima vez que le hablen sobre la elección popular de los jueces para combatir el lawfare, no se preocupe tanto por a cuál de todos va a escoger. Preocúpese mejor por quién le preparó el menú cerrado sobre el que puede elegir.
María del Carmen Ordóñez López es abogada por la Escuela Libre de Derecho (México) y especialista en cumplimiento normativo y derechos humanos.