De ministra de Justicia a fiscal general

La sorprendente propuesta del Gobierno para nombrar a Dolores Delgado (hasta ayer ministra de Justicia en funciones) como nueva fiscal general del Estado es una malísima noticia para nuestra democracia liberal. Demuestra con claridad que nuestros Gobiernos no soportan fiscales neutrales e independientes al frente de la Fiscalía General del Estado. En este caso, además, ni siquiera se respetan mínimamente las formas que habían evitado que, al menos desde 1986 (año en que se nombró a Javier Moscoso, que procedía del Consejo de Ministros), ningún diputado o ministro haya ostentado el cargo. Si recordamos además que Delgado mantuvo unas conversaciones poco prudentes con el famoso comisario Villarejo y que se presentó en las anteriores elecciones a diputada bajo las siglas del PSOE, es difícil encontrar un perfil menos idóneo.

El nuevo Gobierno asume por tanto de forma natural –ya lo dijo Sánchez en una entrevista en RNE– que no sólo el Gobierno nombra el fiscal general (según el art. 124 de la Constitución, el fiscal general será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial) sino que depende del Gobierno, como si fuera un cargo político más. Vamos, que no hay mucha diferencia entre ser ministro de Justicia y ser fiscal general: en ambos casos se trataría de desarrollar el mandato o las políticas del Ejecutivo.

Nada más lejos de la realidad. Sin necesidad de remontarnos a los orígenes históricos de la Fiscalía, hace mucho tiempo que en los países de nuestro entorno no se concibe como un brazo del Poder Ejecutivo, sino como una institución en defensa de la legalidad. Es cierto que hay muchos modelos de Fiscalía entre los países europeos más avanzados, tal y como puso de relieve un estudio de hace un par de años de la Fundación Hay Derecho; pero todos están avanzando hacia una mayor autonomía e independencia del Poder Ejecutivo, en línea con las recomendaciones del Grupo de Estados contra la corrupción del Consejo de Europa (en adelante GRECO) que realiza estudios sobre la independencia del Poder Judicial y sobre la Fiscalía y sus relaciones con el Ejecutivo. Se han hecho recomendaciones a España que nuestros gobiernos de uno y otro signo son especialistas en esquivar –o al menos dilatar lo más posible– con mayor o menor elegancia. Recomendaciones como revisar el sistema de nombramiento del fiscal general y evitar que cese con el Gobierno de turno.

Efectivamente, en este punto hay que tener en cuenta que si en algo han estado de acuerdo el PP y el PSOE ha sido en el control de la Fiscalía y del Poder Judicial. A este consenso, por lo que se ve, se suman ahora algunos partidos más pequeños que cuando no gobernaban clamaban por su independencia. De los independentistas no hace falta hablar, dado que uno de sus objetivos esenciales es precisamente el control político del Poder Judicial y así lo expresaron sin tapujos en sus famosas leyes del 6 y 7 de septiembre de 2017.

No obstante, en un Estado democrático de Derecho, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (aprobado por la Ley 50/1981, de 30 de diciembre) recuerda en sus arts. 6 y 7 dos principios básicos del funcionamiento de la Fiscalía: el principio de legalidad, que supone que el Ministerio Fiscal tiene que actuar con sujeción a la Constitución, a las leyes y demás normas que integran el ordenamiento jurídico vigente y el principio de imparcialidad, que recuerda que el Ministerio Fiscal actuará con plena objetividad e independencia en defensa de los intereses que le estén encomendados. Conviene recordar que el partido político Ciudadanos intentó sin éxito introducir importantes reformas en el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal para potenciar la neutralidad y su independencia, a raíz de algunos casos notorios cuando gobernaba el PP. Podemos recordar la actuación del fiscal Pedro Horrach en el caso Urdangarin en la época del fiscal general Torres-Dulce, o el escándalo protagonizado por el fiscal jefe Anticorrupción Moix, por sus relaciones con el ex presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, y por sus acciones en una sociedad off-shore.

La politización de la Fiscalía sirve para intentar controlar los daños políticos que pueden proceder de los Tribunales de Justicia, ya sea en forma de mala imagen para la Jefatura del Estado, investigados o condenados por casos de corrupción del partido al que perteneces o, ¿por qué no?, procesados y condenados por otros delitos de partidos cuyo apoyo necesitas. No cabe más remedio que acordarse de las palabras del presidente del Gobierno sobre «desjudicializar la política». En este punto también conviene recordar que la Fiscalía española se rige hoy por el principio de legalidad y no por el de oportunidad; por tanto, tiene obligación de perseguir –al menos en teoría– todas las conductas punibles de que tenga conocimiento. Para que podamos hacernos una idea de la situación que atraviesa esta institución basta recordar que han sido nombrados seis fiscales generales del Estado en seis años. Por supuesto, cambian siempre que cambia de signo el Gobierno –lo que ya es una señal preocupante– pero también aunque no cambie el partido del Gobierno cuando no son dóciles. Podemos recordar el caso de Consuelo Madrigal y de María José Segarra, dos excelentes profesionales, nombradas (y no renovadas o cesadas) respectivamente por Gobiernos del PP y del PSOE. El mensaje a los aspirantes al cargo, me temo, está claro. La Fiscalía General del Estado no es para profesionales independientes y con criterio técnico riguroso. Está para otra cosa. En cuanto a la comunicación del Gobierno con el Ministerio Fiscal –según las normas–, se puede hacer por conducto del ministro de Justicia o bien cuando el presidente del Gobierno lo estime necesario puede dirigirse directamente al fiscal general. No nos cabe duda de que con la ex ministra la comunicación será muy fluida; pero precisamente lo preocupante es que estas comunicaciones sean transparentes y no consistan en órdenes o instrucciones, dado que el Gobierno lo que puede hacer es interesar del fiscal general del Estado que promueva ante los tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público.

Pues bien, como señala el informe de la Fundación Hay Derecho citado, estas comunicaciones interinstitucionales deben referirse a actuaciones de política criminal o en defensa del interés público y deben de ser generales, sin referencia a un caso concreto y positivas, esto es, sobre persecución de conductas y no de prohibición de hacerlo.

Cierto es que de conformidad con el artículo 27 del Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal, cuando un fiscal recibe una orden o instrucción que considere ilegal o improcedente debe comunicarlo a su fiscal jefe mediante informe razonado y, en caso de discrepancia entre el fiscal y el fiscal jefe, se plantea el asunto a la Junta de Fiscalía que es quien resuelve. Pero si la orden supuestamente ilegal o improcedente hubiese sido dada por el fiscal general del Estado, resuelve éste mismo, si bien oyendo a la Junta de Fiscales de Sala. Aquí conviene tener en cuenta también que el fiscal general del Estado es un hiperlíder dentro de la Fiscalía, por utilizar otra expresión de moda. Y lo es no por la personalidad de su titular, sino por las competencias que tiene básicamente en cuanto a los criterios técnicos y a las carreras profesionales de los distintos fiscales. No existe nada parecido a un sistema efectivo de contrapesos internos: la nueva fiscal general concentra un poder muy grande tanto en lo que se refiere a las decisiones técnicas como en lo relativo a la promoción de los fiscales, especialmente de los puestos más relevantes de la carrera fiscal. El fiscal general del Estado propone al Gobierno el nombramiento de toda la cúpula de la Fiscalía. También concentra las competencias sancionadoras, lo que es un riesgo para aquellos fiscales díscolos que pueden verse incluso expulsados de la carrera fiscal por desavenencias con sus superiores.

Tampoco el Consejo Fiscal actúa como un verdadero órgano interno de contrapeso: tiene un papel meramente consultivo, lo que le impide funcionar como ocurre en otros modelos como un auténtico contrapeso al poder del fiscal general. Además, su composición tampoco es la más adecuada, en la medida en que hay un número de miembros natos que se alinean sistemáticamente con el fiscal general (al que le deben el nombramiento) y los demás son elegidos por las asociaciones profesionales de los fiscales, tradicionalmente alineadas con los partidos tradicionales españoles, PP y PSOE.

Este ya era el panorama poco halagüeño desde el punto de vista de la neutralidad e independencia de instituciones centrales para nuestro Estado de Derecho como es la Fiscalía General del Estado. Por esa razón, el GRECO ya había advertido de la conveniencia de revisar el método de selección del fiscal general o de la necesidad de mayores garantías en la tramitación de expedientes disciplinarios. Como vemos, no solo no se tienen en cuenta estas recomendaciones sino que se avanza con paso decidido en dirección contraria. Nos guste oírlo o no, es lo propio de las democracias iliberales, donde la independencia y profesionalidad de las instituciones y la separación de poderes se consideran un obstáculo para las políticas de los gobernantes de turno y no como una conquista de la civilización para garantizar que no hay nadie por encima de la Ley que, no lo olvidemos, en una democracia se aprueba por los representantes elegidos por los ciudadanos.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.

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