De muertos y vivos

A los surrealistas les intrigaban las coincidencias, el azar, las cosas raras que nos ocurren sin aparente explicación racional pero que, cuando se producen, parecen tener su propia lógica. Grandes maestros en el arte de vivir, receptivos ante las oportunidades que nos brinda nuestro discurrir cotidiano --aunque no siempre las sepamos reconocer, apreciar o aprovechar--, bucearon en el inconsciente y siempre abominaron de una sociedad que consideraban miserable, pacata, acobardada. Luis Buñuel no fue excepción a la regla. En sus memorias, recuerda la fuerte sacudida que le produjeron las primeras lecturas de Freud cuando era estudiante en Madrid, con Dalí y Lorca a su lado. Y su larga filmografía, incluso cuando se veía forzado a trabajar con guiones mediocres y fines estrictamente comerciales, es una llamada constante a la insubordinación.

Todo ello me lo ha recordado el excelente documental A propósito de Buñuel, rodado para el centenario del cineasta en el 2000 y vuelto a emitir el sábado pasado por el segundo canal de RTVE. ¡Qué gran personaje aquel aragonés fornido que tanto se las daba de macho peleón, pero que en el fondo era todo bondad, compasión, ternura y humor! ¡Y qué obsesión la suya con la muerte, desde su niñez, en una Calanda casi medieval, hasta los postreros y conmovedores párrafos de su tardía autobiografía, Mi último suspiro!

Pocos días antes de emitirse el documental en cuestión, acababa de releer, ¿por azar?, el cuento Los muertos, de James Joyce, obra maestra de la literatura convertida por John Huston en obra maestra del cine. No sé si Buñuel conocía el cuento de Joyce o si apreciaba a Huston. Me gustaría creer que ambas cosas. El director norteamericano siempre había querido hacer aquella película. Pero lo dejó para muy tarde; tuvo que dirigir desde una silla de ruedas, y la genial cinta resultaría ser su canto de cisne. Extraordinarios los actores, extraordinaria la ambientación. Y desgarradora la escena final, cuando Gretta (Anjelica Huston) revela a su marido que tuvo un amor adolescente, trágico, que nunca ha podido olvidar. El monólogo interior de Gabriel tras la revelación, mientras contempla por la ventana los copos que han vuelto a caer sobre Dublín, demuestra que experimenta la nevada como anuncio de la muerte. No habrá otra fiesta navideña como la de esta noche (lo decían los ojos desvaídos de la tía Julia), y su relación con Gretta nunca podrá ser la misma, pues ella jamás le amará como a aquel pobre Michael Furey. La nieve cae lentamente sobre todos los vivos y todos los muertos.

Me resulta imposible leer el cuento de Joyce, o ver la película de Huston, sin pensar en el largo sufrimiento del pueblo irlandés y, sobre todo, su sangrienta lucha secular contra el brutal invasor británico. Por ello la noticia de que el proceso de paz en Irlanda del Norte acaba de dar un significativo salto adelante llega, en medio de tanto desastre alrededor del mundo, de tanta muerte y miseria y estupidez e irracionalidad, como brisa fresca y suave, signo de esperanza. Al decidir apoyar a la nueva policía no sectaria del Ulster, el Sinn Féin --que por supuesto no renuncia a su meta de una Irlanda reunificada, pero sí a la pretensión de conseguirla por métodos violentos-- ha dado una prueba de gran madurez.

Era la última condición que exigía el ya vetusto Ian Paisley para colaborar con ellos en el Gobierno autonómico de la provincia, y ahora habrá que ver su respuesta. Esperemos que sea igualmente sensata, y que el furibundo anticatólico sepa reconocer pasados errores y terquedades. Yo siempre he creído que, en una Irlanda reunida, los protestantes del Norte no tendrían nada que temer y que, al contrario, estarían mucho mejor que con Londres, que en el fondo se quiere desentender de ellos. Poco a poco, con el enorme éxito económico irlandés dentro de Europa, y con el progresivo debilitamiento del poder de la Iglesia de Roma, los del Norte han empezado a ver que efectivamente podría ser así. Martin McGuinness les ha dicho que el futuro puede ser brillante. No lo dudo. Tardará en llegar el momento de la reunificación. Hay profundas heridas, el recuerdo de 4.000 muertos. Pero llegará.

Hoy me entero por la prensa --¿última coincidencia?-- de que, cuando le sobrevino la muerte al académico y crítico Claudio Guillén, hijo del poeta, el mismo sábado 27 de enero, veía en la televisión, justo antes de empezar el documental de Buñuel, el final de otra gran película de John Huston, La Reina de África. No me imagino mejor manera de morirse que disfrutando aquel canto a la vida y a la valentía, con Bogart y Hepburn insuperables. ¿Cómo no admirar, tal vez sobre todo, la espléndida escena en que los ya amantes, exhaustos después de empujar el sufrido barco por el laberinto de las marismas, se entregan al sueño sin saber que no solo no han fracasado, sino que están a unos pocos metros del lago patrullado por los alemanes? ¿Y luego su despertar incrédulo al descubrir que una lluvia torrencial ha liberado el barco y que todavía van a poder darle su merecido al enemigo?

Joyce, Huston, Buñuel: acérrimos defensores de la vida frente a la insondable sima.

Ian Gibson, historiador.