De nuestra propia carne

Se trata de uno de los pasajes del Nuevo Testamento leído con más intensidad durante estos días, cada vez que se acumula un año en el acopio de siglos que han ido transcurriendo desde que Jesús de Nazaret fue denunciado, apresado, juzgado por las autoridades religiosas judías, conducido ante Poncio Pilatos, torturado salvajemente y llevado a la cruz. La narración es sobrecogedora en sí misma. Pero, para los creyentes, contiene el ritual de una conmemoración. La misma que demandó Jesús a sus discípulos en la Última Cena. Para los cristianos, se trata de un acto penitencial, una retribución por las culpas asumidas por el Hijo de Dios, hecho hombre para alcanzar mediante la Pasión la redención del género humano. Se trata de la gratitud a un acto de valor.

Porque Jesús de Nazaret necesitó, en los momentos de extrema tribulación en que acababa su breve existencia, dotarse de coraje, acusar la duda sobre su capacidad de soportar el dolor, ver si había forma de obtener el mismo resultado misericordioso sin enfrentarse a lo que conocía. Por ello el diálogo con Pilatos que Benedicto XVI ha recalcado en su biografía de Jesús resulta tan importante.

En aquel momento crucial, Jesucristo tomó una decisión que era el propio destino inculcado por Dios Padre, pero asumido por su Hijo en su tránsito terrenal. De no existir el sacrificio terrible, las palabras de Jesús serían banales, se reunirían con tantas promesas y lamentaciones proclamadas en Palestina desde hacía siglos. La reputación del testimonio debía alcanzar la estatura del ejemplo para completar la de los consejos. El Cristo salvador solo podía alcanzar su condición mediante un vía crucis atroz. Debía soportar las burlas, los escupitajos, la corona de espinas con la que la soldadesca imperial proclamaba su carácter de rey. Debía caminar, con las fuerzas desahuciadas por la sangría, cargando con el instrumento de su martirio. Debía convertirse en espectáculo de ocupantes y ocupados de aquella provincia del Estado más poderoso de la civilización hasta llegar al lugar en que esperaba ya la agonía, conocida por él desde el mismo momento de su Encarnación.

Sabemos cómo tuvo las fuerzas necesarias para articular las palabras de perdón con que solemnizaba y daba sentido a aquellos actos. Pero nunca sabremos cómo pesó el dolor de aquella infamia, cómo fue exactamente vivido por aquel hombre Hijo de Dios aquel espanto. En qué consistió la resignación de su espíritu al sufrimiento, la resistencia de su carne a la tortura, la aceptación plena vivida en una jornada sin fin. Todo ello será siempre un misterio para quienes lo conmemoramos.

Pero aquel hombre pensó durante todas aquellas horas en el devenir de la historia que se iniciaba entonces. Pensó en la posibilidad del repudio y la indiferencia de los hombres, dotados de libertad para elegir entre el bien y el mal. Pensó en la forma en que su sacrificio se frustraría tantas veces ante el espanto de la conducta humana y la agresividad de la malevolencia. La oportunidad dada a los seres humanos, por la propia libertad que les garantizaba, no excluía la decisión de cometer el mal. Quizá vio los cadáveres amontonados en la mugre pestilente del siglo XX, escuchó los gritos de los niños en los campos de exterminio, vio el inútil sufrimiento de los indigentes junto a los opulentos, de los que nada tienen frente a quienes nunca se sacian. No vaciló, a pesar de ello. La decisión estaba tomada: quedaba para los hombres la opción de elegir en el futuro. Y lo sorprendente es que aquello valiera para Jesús la pena de la atrocidad que iba a sufrir.

Debía padecerla para que sus seguidores la convirtieran en ejemplo, en testimonio de aquello que Jesús le indicó a Pilatos: iba a morir por la Verdad. «¿Qué es la Verdad?», preguntaba el astuto y oportunista gobernador, acostumbrado a los juegos indolentes de la política sin principios. Y la Verdad era el Reino. No el reino terrenal con el que fue ataviado grotescamente incluso en el martirio de la cruz, sino el espacio moral que se creaba en el momento en que empezaba la evangelización. Con el nacimiento de Jesús se inicia nuestra Era: no es una casualidad, cuando podría inaugurarse en 1492 o en 1789. A partir de Cristo, todos los hombres, fuera cual fuera su condición y el lugar en el que vivían, eran hermanos, iguales en valor, merecedores de idéntico respeto, portadores de la dignidad inaudita de ser materia inspirada por el mismo Dios y redimida con el más cruel de su autosacrificio. Y en esa creación de la unidad moral del género humano la historia se partía en dos, dejando atrás las religiones locales, los pueblos elegidos, y afirmando la estricta universalidad del mensaje cristiano. Una salvación voluntariamente hecha por el camino más difícil, que mostraba que, en la lucha contra la maldad y el descreimiento, siempre habría de ganar el reino de la Verdad. Sólo en esa Verdad el hombre pasaba a ser parte de una generalidad de seres unidos por un lazo común de principios morales cuya inspiración procedía de un sacrificio. La muerte de Jesús, de un Jesús de carne y hueso.

La gloria no se encuentra solo en la Resurrección, testimonio de la divinidad y de la perenne transmisión del mensaje a los discípulos. La gloria se encuentra en aquel hijo del carpintero que se atrevió a decirle a Pilatos que era rey, aunque de un reino que el escéptico gobernador no podía comprender. El del nacimiento de la unidad de la especie de la emancipación de todos los seres humanos hechos iguales desde entonces.

Dos mil años más tarde, sabemos que Jesús hizo lo que volvieron a hacer sus seguidores en los siguientes siglos: defender una Verdad tan elemental como intolerable para los Pilatos que se han ido sucediendo desde entonces. En la historia del cristianismo pueden encontrarse aspectos que nos avergüenzan por desviarse del sufrimiento de Jesús, aquel día, mientras defraudan la sangre derramada por quienes quisieron dar testimonio en su nombre a lo largo de la historia. Pero todos los actos morales que han contenido la dignidad esencial del hombre proceden desde entonces de aquella decisión inquebrantable de un hombre a solas ante Pilatos.

Nada que tenga que ver con la profunda unidad de los hombres en la libertad y la dignidad es ajeno a aquella terca defensa de la Verdad. Esa defensa no conducía a la muerte, aunque pasara por el suplicio. Conducía a la resurrección y a la vida. Conducía a arrancar del sopor monótono de una existencia sin sentido a las personas y a dotarlas de una conciencia de su libertad y de su esperanza de eternidad. Una y otra vez, en estos dos mil años, resuena la burlona pregunta del poderoso mercenario: «¿Qué es la Verdad?» Una y otra vez resuena la respuesta de Jesús, señalando el reino de Dios y su alcance moral para definir la condición del hombre sobre la Tierra. Si no sabemos su dolor aunque podamos imaginarlo, podemos imaginar también la dicha que rebosó en su corazón cuando todo se consumó, habiéndose cumplido la alianza que su sangre renovaba. Y, junto al dolor que llegó al paroxismo en aquel cuerpo aparentemente indefenso, se encontraba el júbilo del cuerpo místico que estaba creándose con ello. Junto a la unidad de los hombres y su caracterización en la libertad, la dignidad y la justicia realizadas desde su nacimiento, se encuentra ese pasaje de la Pasión, sufrida con la entereza del que se sabe portador de un mensaje fundacional y eterno. Sufrida por un cuerpo como el nuestro, un organismo capaz de matizar todas las formas del placer y del dolor. Sufrido por el Dios hecho hombre. De nuestra propia carne.

Por Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea, Universidad de Deusto.

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