Sentados en un hotel berlinés, Ilya Yashin rechaza café y opta por zumo, yogurt con frutas y té. Este joven político ruso, de maneras suaves, dice, bromeando, que quiere alcanzar la longevidad o por lo menos no quedarse antes que el eterno Putin. Algo difícil, parece. Los dos empezamos la Universidad hace década y media, cuando Putin asumió el poder tras la convulsa etapa Yeltsin. Crecen las canas y el susodicho no sólo sigue ahí: ha consolidado su control, ha hecho casi indistinguible su proyecto para Rusia con la idea de Rusia, y condicionado, de Georgia a Ucrania, del Báltico a Siria, la agenda de seguridad internacional. De paso, él y su círculo ('siloviki') han aumentado sus fortunas personales al ritmo de sus fortunas políticas, algo habitual en las élites del espacio post soviético -y, por lo que vemos, un poquito más cerca también.
Yashin y su partido, RPR-PARNAS, presentaron hace pocos meses un informe sobre la guerra de Ucrania, con el nombre de su principal artífice, Boris Nemtsov, el político reformista asesinado a tiros en febrero. El Informe Nemtsov, una especie de "Yo acuso", explora los vínculos del Kremlin con las acciones militares en Crimea y el Este de Ucrania, recopilando información sobre bajas rusas en el país vecino. Yashin afirma que ellos son patriotas que defienden los intereses de Rusia, pero entendidos de manera diferente a la que solemos escuchar: una Rusia "respetada, pero no agresiva, en amistad con sus vecinos y asociada a Europa".
En otro giro orwelliano, al poco de salir el Informe, Moscú anunciaba medidas para calificar como secreto de Estado las bajas militares "en tiempos de paz", convirtiendo en delito la revelación de información al respecto, complicando más los testimonios de las familias y el margen para una asfixiada sociedad civil. Este fin de semana, en las elecciones regionales en Rusia y en un adverso contexto de exclusión casi total del proceso, diversas cortapisas burocráticas y boicots, Parnas no ha obtenido representación en el único distrito, el Óblast de Kostromá, donde logró presentarse.
Yashin, ONGs como Memorial, activistas, etc., son las voces ausentes en nuestro debate sobre Rusia (y Ucrania). No son "relevantes", se dice, a lo que sigue, como catecismo, la máxima de que el Kremlin y el 'putinismo' es "lo que hay". El mensaje implícito es que no hay que perder el tiempo con alternativas que no lo serán. Esta frívola aceptación del 'statu quo' olvida que todo movimiento de disenso contra un poder establecido y su sistema político, siempre empieza de una posición minoritaria, débil. Su éxito o eventual fracaso van parejos a la habilidad -a menudo malabar- de transformar la agenda política, de la mayor o menor respuesta represiva, los actores externos, además de altas dosis de azar. No obstante, por el contrario de lo que se dice, en tiempos de inseguridad global e ISIS, y con honrosas excepciones, reina en Occidente una tendencia de no implicarse nada con fuerzas de oposición ni revueltas internas, ni abordar abusos de derechos humanos. No hay que contrariar a grandes (y no tan grandes) poderes. Sobre todo cuando tales alternativas cuestionan cómodos esquemas de política internacional definidos por el posibilismo.
En este sentido, existe en Europa y, sin duda, España, una sorprendente visión sobre Rusia, expuesta por fuerzas políticas de izquierda y derecha, y unos cuantos académicos, que es una confusa mezcla de 'realpolitik kissingeriana' -cuya eficacia empírica en cuanto a paz y estabilidad está por ver- y un nostálgico romanticismo. Nostalgia (¿y envidia?) por la Gran Rusia imperial, como el rancio gaullismo del Frente Nacional francés o los miembros del Partido Republicano de Sarkozy en visita oficial hace poco en una Crimea en fase de chechenización. Nostalgia por una URSS idealizada que muchos tuvieron la suerte de no padecer (lo que opine el europeo medio del Este sobre su experiencia vital, no cuenta), pero que parece reinar en el subconsciente de los políticos de izquierda 'popular' que también visitan Crimea, justo antes de Berlusconi y otros grandes iconos de la UE actual. Así, esta izquierda 'popular' vota por sistema en Estrasburgo de la mano de la extrema derecha xenófoba contra cualquier resolución crítica con el Kremlin. En este popurrí ideológico, hay casi siempre un enfermizo anti americanismo que hace pagar, en 2015, el despropósito de Irak 2003 (o anteriores excesos de Washington en Latinoamérica) a ucranianos, georgianos, sirios o afganos. Como también vemos con Venezuela, este anti-imperialismo, anti occidental y maniqueo, lleva a estos europeos en brazos de otros imperios, legitimando así homofobias, teocracias, mentiras y autoritarismo.
Estas perspectivas revelan, al menos, dos grandes confusiones de fondo. La primera es identificar, sin matices, putinismo y Kremlin con la legítima cuestión rusa (el encaje de Rusia en el marco euro atlántico) y el pueblo ruso. Pero al aceptar acríticamente el lenguaje del Kremlin y su realidad paralela, la cuestión rusa se vuelve aún más intratable y enconadas las posiciones aquí y allí. Por otra parte, en política -democrática, claro- las opiniones y preferencias (¿constatadas?) de un pueblo son un punto de partida, no el punto de llegada ni algo a lo que haya que resignarse sin más. Piensen en el apoyo inicial americano a la guerra de Irak o el nacionalismo serbio de la época de Milosevic, por no mencionar casos anteriores. La 'voluntad' popular podría ser diferente en un contexto de mayor libertad, información abierta y debate mínimamente plural sobre las consecuencias de las acciones de los gobernantes.
La otra gran confusión, de antes del telón de acero, es mezclar la cuestión rusa con la de Europa del Este, convirtiendo la segunda en víctima de la primera. Tony Judt nos recordaba la incapacidad occidental de entender Europa del Este, y cómo la obsesión con Rusia y la URSS habría condenado a esta compleja región, nuestro otro yo, a una marginalidad moral y espacial en la Historia. Como muestran muchas discusiones sobre Ucrania y las apuestas por su 'finlandización', hay una tradicional falta de voluntad de reconocer a estos países, emparedados entre grandes poderes, como actores políticos con voluntad y destino propios. Es el síndrome de Yalta: la facilidad en aceptar esferas de influencia, particiones y repartos de población en el Este. Cierto, a veces hay también el instinto opuesto, también cuestionable, de volverse nativo, obviando el impacto de medio siglo de autoritarismo, sociedades étnicamente homogeneizadas (a menudo con violencia) y transiciones democráticas imperfectas, en hechos como la crisis de refugiados.
No es de extrañar, pues, que cuando explotan procesos y revoluciones complejas como el Maidán ucraniano o protestas ciudadanas en Moscú, muchas reacciones instintivas oscilen entre el fácil recurso a teorías conspirativas (en España, en boca de muchos que se rasgan las vestiduras con los llamados "conspiranoicos"), el paternalismo ante la capacidad de cambio de éstas y otras sociedades, o el desfile de etiquetas ("pro occidentales", "pro rusos", etc.), que no explican toda la realidad. Estas crisis geopolíticas son, en fin, una oportunidad dorada para que algunos desempolven teorías de política internacional y la Guerra Fría, o manidos conceptos ideológicos (como el "anti fascismo"), que no podrían aplicar de otra manera, condenando así a otros pueblos a sufrir sus propias utopías y vicios dogmáticos.
Seguimos demasiado ciegos, demasiado sordos y con demasiadas ideas preconcebidas ante Europa del Este y Rusia. Esta Europa antipática y sin narrativa común corre el riesgo de cerrarse a los que tocan a nuestra puerta por desesperación, por convicción o ambas cosas. Y nos enfrentamos también al regreso, en diversas formas, del autoritarismo en Europa y su consolidación global. Es pues preocupante que, ante desafíos y dilemas de este calado, demasiadas fuerzas de derecha e izquierda no tengan hoy más respuesta que tics ideológicos. O que, en tiempos de miedo, demasiados gobiernos europeos se apresuren, imprudentes, a abrazar, en Cairo, Moscú o Damasco, la máxima de Tucídides de la ley del más fuerte. Aquí, junto a los restos del Muro, repasando la historia y eventos como la revuelta de Berlín Este en junio de 1953, uno concluye que, en este mundo hobbesiano, las voces incómodas, en el Este o el Sur, tienen pocas opciones. Pero al menos intentemos no ser, por sistema, cómplices de su silenciamiento.
Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.