De nuevo el canon franquista

La solicitud de nuestros nacionalistas para que los miembros de ETA fusilados en los estertores del franquismo fuesen considerados como víctimas del terrorismo y como demócratas que lucharon por la libertad puede explicarse desde las necesidades particulares del nacionalismo en este momento histórico concreto que vivimos. En efecto, el nacionalismo no quiere que el discurso de deslegitimación de la violencia etarra que se va imponiendo en la política y en la sociedad vascas asocie en exclusiva la violencia política con el nacionalismo radical. Y, para ello, nada mejor que incorporar al elenco de víctimas a personas que pertenecen a su órbita ideológica, o ampliar el concepto de víctima a todo aquel que sufriera una muerte violenta e injusta, aunque fuera una violencia de respuesta provocada por el terrorismo etarra. Es el mismo afán que mueve a quienes intentan en Alemania equiparar a los judíos, gitanos y homosexuales exterminados en los campos con los civiles muertos por los salvajes bombardeos británicos de Hamburgo o Dresde. Todos fueron víctimas, todos fueron inicuamente masacrados, todos son iguales. Claro. Y así, un poco de tapadillo, como sin querer, queda disimulada la ideología de los victimarios, sumida en la confusión de la compasión.

Ahora bien, con independencia de estas 'razones' particulares, la reclamación de los nacionalistas con respecto a la elevación a los altares de Paredes y Otaegi es también un reflejo evidente del absurdo canon interpretativo de la historia española reciente que se está imponiendo últimamente por mor de la llamada recuperación de la memoria histórica. Un canon que, es curioso señalarlo, no es sino el mismo canon franquista de comprensión de la historia, aunque esté ahora invertido en sus efectos.

Verán, el régimen autoritario y represivo franquista fue un maestro en hacer simplificaciones maniqueas; según el dogma que impuso a sangre y fuego, en la política patria sólo había dos bandos: el de los que estaban con él (o se callaban resignados), y el de la anti-España o malos españoles. Este último englobaba a una variopinta multitud compuesta de liberales, socialistas, anarquistas, comunistas y nacionalistas periféricos, amén de todo tipo de individuos de dudosa calificación que se resistían al rodillo de la homogeneidad nacional católica. Ahora bien, es más que dudoso que entre toda esta caterva de judeomasonería y comunismo internacional existiesen muchos lazos ideológicos en común, salvo el de ser todos proyectados a las tinieblas del mal por el franquismo. El mito de las dos Españas tiene un atractivo arraigo en la poesía machadiana, pero carece de la más mínima validez descriptiva. En muy poco se parecían los proyectos de un liberal como Azaña, un socialista como Largo Caballero, una comunista como Ibarruri, un anarcosindicalista como Durruti o un nacionalista como Companys, salvo en ser todos ellos unos enemigos a exterminar para Franco.

Pues bien, asistimos en la actualidad a una nueva manifestación de este maniqueísmo franquista, aunque sea con un sentido diverso. Consiste en definir como demócratas y luchadores por el constitucionalismo a todos los que estuvieron contra Franco, en la guerra y después, a todos quienes fueron perseguidos y represaliados por él. «El régimen autoritario les persiguió ergo eran demócratas», ésa es la ecuación simplista en que se basa la memoria histórica que se propone desde la izquierda en el Gobierno. De esta forma (¡quién lo iba a decir!) Franco se convierte nada menos que en el dispensador de patentes de democracia. Ni que decir tiene que se trata de una falsificación de raíz de la historia española y de su compleja textura. La mayoría de quienes se le opusieron no lo hicieron en nombre de la democracia ni de la República, sino en nombre de unas revoluciones proletarias o anarcosindicalistas que nada tenían que ver con la democracia tal como hoy la entendemos. La mayoría de los antes citados no son nuestros abuelos ideológicos, sino de los regímenes de Corea del Norte o Cuba, así de claro.

Cuando se maldescribe en forma dualista nuestro pasado se oculta deliberadamente que en la época republicana, como ha escrito Enrique Moradiellos, existieron por lo menos tres Españas políticas: la reaccionaria, la revolucionaria y la demócrata. Y que el fracaso de la República vino provocado por el hecho de que las dos primeras atenazaron a la tercera y la excluyeron del juego político mediante una dinámica centrífuga que no se supo ni se quiso evitar. Por la República, como escribió amargado su presidente Azaña, no luchó casi nadie. Desde luego, no lucharon por ella quienes dos años antes se habían alzado en armas contra esa República burguesa para proclamar la proletaria. Tampoco lucharon por ella los que tiraron las armas no bien vieron perdido su propio interés nacional. No, aquellos antifranquistas no eran los abuelos ideológicos de la democracia, aunque lo fueran familiarmente de muchos de nosotros mismos.

Ahora bien, guste o no el nuevo canon, lo que resulta bastante lógico es que sirva para reclamar para los etarras fusilados por Franco el título de demócratas anticipados (quizás un poco apasionados, eso sí) y de víctimas del terrorismo. Porque desde el maniqueísmo no cabe otra calificación para ellos: lucharon contra Franco, luego eran demócratas. Franco los fusiló, luego son víctimas. Por eso, probablemente, la izquierda política experimenta serias dificultades para rechazar la petición o para explicar por qué no la apoya, puesto que es perfectamente congruente con el canon de comprensión histórica que ella misma está construyendo.

Al mismo tiempo, sin embargo, la equiparación de víctimas y victimarios, de inocentes y de culpables, es tan estremecedora e hiriente para cualquiera dotado de un mínimo sentido moral y conocimiento histórico que demuestra, sin necesidad de mayor comentario, que el nuevo canon de comprensión histórica falsea los hechos. Porque si produce semejantes disparates, sólo puede ser porque es erróneo en su propia raíz. Creo yo.

José Mª Ruiz Soroa, abogado.