De nuevo el estado de alarma: sostenerla y no enmendarla

Hablar de un estado de alarma que se prolongará durante seis meses es una contradicción en sus propios términos. El estado de alarma, por su misma configuración constitucional, ha de ser breve y limitado, al menos en el tiempo. Según el art. 116.2 CE, debe durar un plazo máximo de 15 días, y cabe prorrogar «dicho plazo» –no un plazo de mayor duración– con la autorización del Congreso. Es decir, que en ningún caso se puede prorrogar por más días de esos 15, y en buena lógica no permitiría encadenar una prórroga tras otra. Esto se deduce claramente de lo dispuesto para el estado de excepción (art. 116.3 CE), más largo (un mes) y riguroso (permite la suspensión de derechos: art. 55.1 CE) que el de alarma, y que sin embargo solo puede prorrogarse un mes más. Por lo tanto, la sucesión de prórrogas de estados de alarma que vivimos durante la primavera fue una anomalía constitucional que solo se puede justificar (y difícilmente) por lo inesperado de la virulencia de la pandemia y la necesidad de cortar de raíz la expansión del virus.

Pero esa justificación no sirve ahora. Los propios políticos coincidieron en la necesidad de dotarnos de un marco jurídico adecuado para un posible retorno del Covid -19 en otoño. Nada de eso se ha hecho. Seguimos con el mismo déficit legislativo de hace medio año, y de nuevo se nos quiere situar ante una política de hechos consumados: o el estado de alarma o el caos. Otra vez sin plan B. Y quien no acepte lo que se ofrece, es un insolidario que no quiere acabar con el virus y al que no le importa la pérdida de vidas.

Pero respetar el Derecho y la Constitución es importante. Y exigir al Gobierno y a nuestros partidos que cumplan con sus obligaciones, también. Sortear a los tribunales aprobando un decreto que tiene rango de ley –y no puede ser por tanto directamente impugnado ante ellos– porque hasta ahora han ejercido su deber de velar por la tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos y en algunos casos han impedido que estos se restringieran sin respetar los principios de legalidad y proporcionalidad, no es una buena solución. Aquí todos queremos luchar contra el virus y evitar los contagios: pero hay que hacer compatible la defensa de la vida y la salud pública con el respeto al marco constitucional y al Estado de Derecho.

Para acordar el estado de alarma, el art. 1 de la Ley 4/1981 que lo regula exige que concurran «circunstancias extraordinarias» que hagan imposible el mantenimiento de la normalidad con el uso de los poderes ordinarios. Pero el Covid-19 ya no es algo extraordinario, sino un malhadado compañero que convive con nosotros desde hace ocho meses, tiempo suficiente para haber realizado las modificaciones legales oportunas para proceder a un ejercicio ordinario de las competencias y poderes. Por lo tanto, es dudoso que concurra el presupuesto que justifica la declaración de este nuevo estado de alarma; la propia Exposición de Motivos del RD 926/2020, publicado ayer, no aporta ninguna explicación sobre por qué no se ha dictado en estos meses la legislación ordinaria adecuada.

Tampoco parece conforme a lo dispuesto el art. 7 de la Ley 4/1981, el que los Presidentes de las CCAA sean los delegados gubernativos, porque esto solo es posible si la declaración afecta «exclusivamente» a su comunidad, pero no a todo el territorio nacional. Pero como esta es la condición que parece que han puesto los nacionalistas vascos y catalanes, hay que incorporarla, aunque suponga forzar el texto legal.

También debe formularse una crítica al régimen sancionatorio previsto: al igual que en marzo, se remite al art. 10.1 de la Ley 4/1981, que solo permite sancionar «el incumplimiento o resistencia a las órdenes de la autoridad» conforme a lo dispuesto en otras leyes (parece que en este caso, la de Seguridad Ciudadana), que castiga no el incumplimiento en sí de la norma, sino el de la orden de los agentes que actúan aplicándola. Por lo tanto, muchas de las infracciones no podrán sancionarse.

Como ya se señalaba en la Disposición final segunda del RD 463/2020, de 14 de marzo, la Disposición final primera del RD 926/2020 permite al Gobierno cambiar su contenido por nuevos y sucesivos Decretos, «dando cuenta» de ello al Congreso. Esto no significa, sin embargo, que se pueda modificar el estado de alarma por la puerta de atrás: cualquier cambio que se introduzca en su extensión o medidas debe requerir la autorización del Congreso cuando se pronuncie sobre la correspondiente prórroga.

Las medidas que se contienen en el RD (básicamente, la limitación de la libertad de circulación durante la noche, la limitación de la entrada y salida entre autonomías y la limitación de la permanencia de grupos en espacios públicos y privados para realizar actividades recreativas) seguramente son adecuadas y necesarias para contener e incluso remitir el número de contagios, por lo que no deben ser objeto de crítica en sí mismas consideradas. Lo que no resulta admisible es que de nuevo se abuse de un instrumento jurídico como es el estado de alarma, pensado para situaciones de excepción y no duraderas, y con ello se altere el sistema constitucionalmente previsto para la elaboración y aprobación de las normas legales.

Los partidos de la oposición se encuentran de nuevo ante la alternativa de apoyar una norma que no se ajusta a su finalidad constitucional, o ser acusados ante la opinión pública de ser unos inconscientes insolidarios que ponen obstáculos por un prurito jurídico al deber inexcusable de salvar vidas. Para salir de este círculo perverso, cabe que respalden el nuevo estado de alarma (y por el tiempo mínimo imprescindible), pero solo si los partidos que sustentan al Gobierno se comprometen a tramitar de urgencia una ley orgánica de pandemias –que puede ser de nueva creación o una modificación– que sustituya a dicho estado, y cumpla con los requisitos de legalidad y proporcionalidad exigibles cuando se trata de derechos fundamentales. Si el PSOE y Unidas Podemos estaban dispuestos a aprobar en un mes una reforma del Poder Judicial, con mayor razón deberían estarlo para ajustar el marco jurídico a la crisis sanitaria. Máxime cuando ellos mismos han reconocido que el estado de alarma no es la solución.

Julio Banacloche es catedrático de derecho Procesal en la UCM.

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