De nuevo el Sahara

El Sahara ha vuelto a incendiar la opinión pública española. El foco: los sucesos acaecidos en las últimas semanas relacionados con el campamento de Agdamyn Izik, erigido a las afueras de El Aaiún, por un grupo de saharauis, para protestar por su situación social, política y económica, que llegó a albergar a más de 15.000 personas y que fue desmantelado por las fuerzas de seguridad marroquíes.

El 24 de octubre, el ejército marroquí mató a un joven saharaui e hirió a otras cinco personas cuando trataban de acceder al campamento. Además, y si bien a día de hoy no constan datos exactos sobre muertos y heridos, ni detenidos y desaparecidos, las operaciones de desalojo del campamento, el 8 de noviembre, costaron varias vidas, incluidos miembros de las fuerzas marroquíes, y un número que distintas fuentes estiman importante de heridos, detenidos y desaparecidos. Por último, las autoridades marroquíes, a raíz de estos sucesos, han prohibido la entrada en Sahara Occidental a periodistas, medios de comunicación y observadores independientes, muchos de ellos españoles, o los han expulsado.

Además de las torpezas cometidas por el Gobierno, la propia evolución de los acontecimientos y su reflejo en los medios de comunicación ponen de manifiesto —lamentablemente, una vez más de forma dramática— la multiplicidad y complejidad de elementos que confluyen en la percepción popular, y lastran el análisis y enjuiciamiento de cualquier asunto que atañe al Sahara Occidental. Porque emociones y sentimientos, historia y derecho, valores y «realpolitik», intereses y responsabilidades se mezclan y superponen, haciendo tanto más difícil cuanto más necesario un esfuerzo de ponderación.

Desde esta perspectiva, destacan cuatro ejes de análisis: derechos humanos; relaciones bilaterales España-Marruecos, con el Magreb (en particular Argelia) al fondo; responsabilidades de España; y, por último, escenario geoestratégico. Veamos esto de más cerca.

En materia de derechos humanos, y más allá de la justificada demanda de esclarecimiento de los últimos acontecimientos enumerados, es preciso no olvidar que la opinión pública española, así como una mayoría de los medios, parten de un maniqueísmo radical: saharaui (cualidad que, en general, solo se atribuye a quienes están en el campo Polisario), víctima; marroquí (todos los demás), ocupante y opresor. Y no es fácil formarse opinión, ya que ni Minurso tiene un mandato específico en materia de derechos humanos ni tampoco integra personal especializado de la ONU. Dicho lo anterior, la cuestión central, en este ámbito, es la situación de dos colectivos sensibles: la «población de oriundez previa a 1975» en el territorio controlado por Marruecos y quienes se encuentran más allá de la muralla que divide el Sahara Occidental de Norte a Sur, una minoría en la estrecha franja controlada por el Polisario, la mayoría refugiados desde hace decenios en los campamentos situados en Argelia, cerca de Tinduf (con dos generaciones adultas nacidas allí). Y lo que ha desaparecido en la violencia y la vorágine informativa es que los acampados, antes de los incidentes, no reclamaban de las autoridades marroquíes la independencia, sino trabajo y condiciones de vida dignas. Esta aspiración, compartida por ambos grupos de referencia, que debería ser tenida en cuenta, con carácter prioritario, en y para el acuerdo auspiciado por la ONU, queda relegada por el maximalismo de las posiciones de independencia o nada esgrimidas por la dirección del Frente Polisario. En cuanto a Marruecos, la credibilidad, tanto para las poblaciones afectadas cuanto de cara a la comunidad internacional, de la solución autonomista que propicia se juega de forma importante en la gestión de estas reivindicaciones; y lo sucedido el 8 de noviembre, con su corolario de trabas a la libertad y la transparencia informativas, incide negativamente en aquella.
Vayamos a las relaciones bilaterales España-Marruecos. Con perspectiva española, tienen, sin lugar a dudas, la máxima importancia, y su optimización debe ser objetivo de cualquier gobierno. Sin embargo, en este empeño no debe perderse de vista que, para Marruecos, España suma a su indiscutible peso propio el que le confiere ser Unión Europea. Ni la firmeza está reñida con la calidad del intercambio ni la optimización se alcanza con el respaldo acrítico de las actuaciones marroquíes. Por el contrario, España debe calibrar en esta relación cuestiones como la apuesta de Mohamed VI, heredada de su padre Hassan II, por el nacionalismo y la expansión territorial para asentar su legitimidad, o la subida del islamismo y su posible incidencia sobre la estabilidad del régimen. Tampoco puede España dejar en manos de las autoridades vecinas los derechos e intereses de ciudadanos españoles, ni debemos fomentar, por nuestro abandono en la UE de la bandera de los derechos humanos, que esta sea recogida por algún estado miembro con intereses contrarios a los nuestros en cuestión relacionada con «territorios carentes de autogobierno» en calificación de la Carta de Naciones Unidas. Con fuerza similar a la referida con Marruecos, debe discurrir la relación España-Argelia. Y este paralelismo debe ser utilizado para favorecer el mejor entendimiento entre los dos grandes países del Magreb, desde la apertura de la frontera común, cuyo cierre se erige en impedimento mayor del proceso de integración regional en el sur del Mediterráneo, fomentado por la UE, hasta la colaboración activa de Argelia en propiciar, en el marco de la ONU, una solución para el Sahara Occidental.

Mucho se ha escrito sobre las responsabilidades y los intereses de España. Desde el punto de vista jurídico, resulta dudosa la eficacia del total desligamiento de España de cualquier responsabilidad respecto al Sahara, originado en los Acuerdos de Madrid (concluidos en 1975 con Franco agonizante) entre España, Marruecos y Mauritania. Así, todavía hoy, el anexo del informe que periódicamente presenta el secretario General a la Asamblea de la ONU sobre territorios carentes de autogobierno incluye el Sahara Occidental bajo la rúbrica «España». Pero, más allá del Derecho, los españoles tenemos conciencia de una responsabilidad de naturaleza ética que nos interpela para contribuir, activamente, a la culminación del proceso de descolonización de ese territorio.

Finalmente, unas consideraciones geoestratégicas. Hoy, los argumentos de la guerra fría que presidieron las alineaciones de potencias y países de la región, en los años setenta y ochenta, han sido sustituidos por los derivados de la amenaza que supone el terrorismo internacional y su percepción. Los gobiernos de la ribera sur del Mediterráneo tienen conciencia de ser objetivo preferente de Al Qaida y las organizaciones regionales a ella afiliadas. Combatir a estos grupos se ha erigido en causa común de EE.UU., la UE y el Magreb, creando lazos, como los hoy existentes entre EE.UU. y Argelia, imposibles de imaginar en los años que vieron nacer al Polisario.

Desde nuestra pertenencia a la UE, nuestro compromiso con los derechos humanos, la importancia de la relación bilateral con Marruecos, nuestras responsabilidades, así como por razones geoestratégicas, España no debe favorecer, por acción u omisión, la consolidación a largo plazo del actual status quo, sino trabajar, desde una neutralidad activa práctica y sustantiva, y no solo retórica y formal, por el progreso y la culminación, con arreglo a derecho, de las negociaciones auspiciadas por la ONU.

Ana Palacio, ex ministra de Asuntos Exteriores.