De Palmira a Múnich

Los viejos que pasamos la primera juventud en el franquismo, todavía relativamente duro de los comienzos de los cincuenta, conocemos por experiencia los llamados libros prohibidos, una categoría eclesiástica felizmente superada. En la Biblioteca Nacional, en Madrid, a este estudiante de Filosofía y Letras se le negaba a menudo el libro que pedía, y tenía que dirigirse al despacho del censor, siempre un cura, para pedir una autorización especial.

El proceso resultaba bastante bochornoso al tener que exponer los motivos por los que necesitaba leerlo; si se decía que por mera curiosidad intelectual la negativa estaba asegurada. Recuerdo algunos libros, como La Regenta, de Clarín, que por más explicaciones que daba siempre me fueron denegados. Pero sin duda Las ruinas de Palmira, del conde de Volney (1757-1820), fue el que alcanzó el mayor rechazo. Ni que decir tiene que una vez instalado en Alemania me apresuré a leer los libros prohibidos con la mayor fruición.

De Palmira a MúnichLas ruinas de Palmira ha quedado grabado en mi subconsciente como uno de los libros más peligrosos; y en efecto es un magnífico ejemplo de la potencia crítica de la Ilustración francesa del XVIII, tanto respecto a la sociedad (para la que reclama libertad e igualdad, desde el supuesto que la una no puede funcionar sin la otra) como ante la religión, a la que desenmascara como un producto humano de dominación y control. Antes que Ludwig Feuerbach, el conde de Volney escribió: “No es Dios quien ha creado al hombre parecido a su imagen, es el hombre quien se lo ha representado semejante a la suya”.

Para el conde de Volney todos los males sociales emanan de la codicia, o de la ignorancia. Pero si el hombre es el artífice de sus males —no cabe considerarlos en ningún caso castigo de Dios— también es el único que los puede remediar. Para ello lo mejor es acudir a la mayor igualdad socioeconómica que resulte tolerable, porque el igualitarismo extremo, al igual que la desigualdad máxima, arrasan ambos con la libertad.

Leo que el llamado Estado Islámico ha derruido los templos de Bel y de Baal Shamin en la vieja Palmira, trayendo a la memoria todas las asociaciones que vinculo a esta ciudad para mí casi mítica. El agente destructor es una organización terrorista de origen suní, surgida en 2003 con la invasión americana de Irak, que se caracteriza por su fanatismo y crueldad, dos lacras que suelen ir a la par.

La guerra civil en Siria ha potenciado este movimiento político-religioso, que en un principio EE UU trató de instrumentar a su favor. Una vez convertido en una amenaza general no ha quedado otro remedio que combatirlo. Ha habido incluso, pese a Israel, que buscar cada vez más el apoyo de Irán para pacificar la región.

Aunque permanece la enemistad occidental al régimen de Bachar el Asad que, a pesar de la rebelión de amplios sectores sociales, sigue protegido por Irán y Rusia, para el conjunto de intereses de la región la organización que en un principio se puso en marcha para combatirlo se ha convertido en una amenaza mucho mayor.

Ha tenido consecuencias catastróficas para toda la región el derrocamiento bélico de Sadam Hussein, un dictador al frente de un Estado musulmán bastante laico, aunque sufriera de la tensión entre sunitas y chiítas, que disponía de una clase media muy activa. El régimen lo dominaban los sunitas y después de su eliminación los chiítas son la fuerza dominante. Los sunitas desplazados se han atrincherado en el Estado Islámico. Nadie negará que el remedio ha sido peor que la enfermedad.

Las grandes corrientes migratorias provinientes de Siria, Irak, Afganistán, que estamos viviendo en estos días son consecuencia directa de la política norteamericana de los últimos 15 años, aunque los costes recaigan ahora sobre los europeos. En una Europa envejecida, con un índice de natalidad muy bajo, los flujos migratorios, aunque a algunos les sigan pareciendo una carga inasible, deberían considerarse una bendición.

La canciller Angela Merkel ha tenido el valor de enfrentarse a los medios conservadores, incluso a los nacionalistas más agresivos, recibiendo con alborozo a miles de inmigrantes. En un país en el que el 40% de las plazas de formación profesional quedan vacantes, la inmigración parece la única salida. Vienen de Siria, Kosovo, Afganistán, África del Norte, África subsahariana... El penúltimo fin de semana se alcanzó la cifra de 20.000, y este año el número de inmigrantes podrían acercarse al millón. Aun así, se calcula que en el 2020 Alemania habrá perdido un millón de habitantes.

Se comprende que la preocupación mayor sea poder cubrir los puestos de trabajo que demanda el proceso productivo. Se dirá que la inmigración es una bendición, si la economía funciona y se necesita gente; en cambio, una carga inasumible si el desempleo supera el 20%. Mientras Alemania recibe con entusiasmo a los inmigrantes ilegales que atraviesan las fronteras para llegar a la que consideran tierra de promisión, España discute la exigua cifra de refugiados que Bruselas nos pide admitir.

Cierto, el arribo de inmigrantes favorece la llegada de nuevas oleadas hasta un punto en que haya que decir basta. Pero cada cuestión debe plantearse a su tiempo. Ahora es el momento de distribuirlos entre los distintos Estados federados y poner a su disposición el dinero suficiente para alojarlos y sobre todo para introducirlos en el mercado de trabajo. Tanto por la mayor oferta de empleos como por la política social de estos dos países, es comprensible que la mayoría tenga como meta Alemania, o Suecia como segunda opción.

Hay que dejar constancia para terminar de dos efectos no queridos. El primero, al favorecer a los países con un sector productivo lo suficientemente dinámico como para integrar a un mayor número de inmigrantes, otra vez aumentan las diferencias entre el Norte y el Sur en la zona euro.

El segundo y principal es que, paso a paso, pero a la larga de manera radical, se modifica la cultura del país. Por su propia dinámica ya se va transformando, pero los cambios de mayor envergadura y sobre todo a mayor velocidad se producen por contaminación externa. La inmigración revitaliza a un país, aunque a la larga también lo trasforma por completo. Este es el miedo que expande la migración.

Los pueblos hace mucho tiempo que han dejado de ser estables y homogéneos. En un mundo globalizado se disuelven las fronteras lingüísticas, culturales, así como las económicas, sociales y políticas. Malos tiempos para los nacionalismos identitarios que se levantan sobre una lengua, una historia y una cultura. Se comprende que el último vagido que escuchan lo interpreten como un renacer.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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