De pie entre las ruinas

La fotografía de Pedro Joaquín Chamorro que más me atrae siempre es una en que pasea por las calles fantasmales de Managua después que la ciudad hubiera sido arrasada por el terremoto de la Navidad de 1972. Los baldíos y el monte que crecen al lado de las antiguas aceras son las únicas señales visibles en el paisaje borroso, y su ancho cinturón de cuero y la camiseta de rayón con cuello de grandes puntas, muestra la moda de aquellos años.

Extraño paseo a pie entre ruinas de un hombre que viviendo bajo el peso de una dictadura dinástica, buscaba entretener en el recuerdo los escenarios de una ciudad amada y perdida para siempre, como si anduviera entre tumbas; y más extraño aún porque pocos años después, la mañana del 10 de enero de 1978, un matarife a sueldo dispararía su escopeta contra él en esas mismas ruinas, en el corazón de lo que había sido la vieja Managua.

Solo, manejando su vehículo rumbo a su trabajo en el diario La Prensa, y para eso tenía que atravesar la ciudad arrasada, era sencillo para quienes urdieron la conspiración de su asesinato desde las sombras del poder, hacer que sus verdugos lo siguieran, y lo ejecutaran a sangre fría. Y está entonces la otra foto terrible, el cuerpo de Pedro Joaquín tendido sobre una camilla del hospital, desnudo de la cintura hacia arriba, acribillado a perdigones. Uno puede contar a simple vista más de veinte impactos en su carne.

Y luego están las fotos de su entierro, seguido por miles hasta el cementerio. Un entierro que era, al mismo tiempo, el de la dictadura, derrocada al año siguiente por una insurrección popular. A partir de aquellos escopetazos que resonaron en la soledad de las ruinas de Managua, y a la vista del cadáver ensangrentado de Pedro Joaquín, el país cobró la conciencia irreductible del cambio que él proponía, una propuesta que contradecía las promesas amañadas del dictador, sus elecciones fraudulentas, los pactos de repartición de curules y prebendas. Los andamios podridos de la dictadura, se habían desplomado por fin.

Nicaragua es un país que desde los días mismos de su independencia, y aún antes, ha estado regido por acontecimientos dramáticos que son los que marcan los cambios de la historia. No la transformación de las instituciones, ni el afinamiento democrático de los mecanismos de poder, sino el vuelco no pocas veces sangriento de la historia, que termina enseñando siempre su cara más terrible en una mueca de promesa de una vida mejor. Vino tras el asesinato de Pedro Joaquín el triunfo de la revolución, y ésa fue la nueva promesa.

Su muerte pudo significar la piedra de fundación de una nueva forma de convivencia política y conducta de gobernar, tal como él mismo quiso predecirlo, anunciando que Nicaragua volvería a ser una república. Pero no fue posible tras su asesinato, y treinta años después, tampoco lo ha sido posible hasta ahora, cuando el país parece retroceder de nuevo hacia las formas más primitivas de gobierno autoritario, la confusión entre los intereses familiares y los intereses del Estado, la abolición de la independencia de los poderes del Estado conculcados bajo una sola mano, la corrupción inducida del sistema judicial para favorecer intereses turbios, la lealtad convertida en servilismo, la voluntad personal como sustituto de las leyes.

Ya asesinar a un periodista porque no cede su soberanía de opinión, ni transa con su libertad de informar, es agravio suficiente para un país que había visto conculcada su democracia por casi medio siglo, como ocurrió bajo el régimen de la familia Somoza. Pero Pedro Joaquín no fue solamente un periodista asesinado por opinar, sino que lo mataron porque encarnaba todo lo contrario de lo que encarnaba la familia dinástica.

No es que hayamos regresado al punto de partida, como antes del asesinato de Pedro Joaquín, porque la historia tiene vuelcos dramáticos, pero no retrocesos. Si volvemos a leer lo que dejó escrito, y sería bueno que hubiera más oportunidades para todos de conocer esos escritos, nos daremos cuenta de que su voz sigue martillando sobre temas que para los nicaragüenses, y para los latinoamericanos en general, son actuales. El primero de ellos, la democracia.

La democracia que es necesario defender cada día para que las deformaciones y malversaciones a que quiere ser sometida, no logren penetrar su naturaleza. Defender el derecho de elegir, y la transparencia del voto. La alternabilidad en el poder, sin reelecciones ni sucesiones familiares. La independencia del poder judicial. La naturaleza constitucional del Ejército, que nunca debe volver a someterse a la voluntad de una persona, de una familia, o de un partido.

Son reglas sencillas, pero que cuando quieren ser falseadas y atropelladas, se complican entre el ruido de la propaganda mentirosa. Un catecismo simple que cuando se defiende con la propia sangre, como lo hizo Pedro Joaquín, tiene toda la majestad de la palabra sagrada.

Sergio Ramírez, escritor. Fue vicepresidente de Nicaragua.