De plebiscitarias a constituyentes

El resultado de las elecciones catalanas del pasado 27 de septiembre no solamente acabó forzando la salida de Artur Mas de la Generalitat, sino que ha situado a Junts pel Sí y la CUP ante una grave contradicción argumental que los demócratas no deberíamos dejar de subrayar. Con un 47,8% de los votos ningún Gobierno del mundo compraría la afirmación de que existe en Cataluña un apoyo mayoritario a la secesión. Al grave problema del choque con la legalidad constitucional española y el derecho internacional, se añadiría la falta de legitimidad para validar una separación unilateral. El Financial Timesconcluyó que el resultado en las urnas estuvo “muy por debajo de lo que se necesitaría moralmente para justificar una ruptura con España”. Los anticapitalistas fueron conscientes de esa limitación durante la campaña y la misma noche del escrutinio su cabeza de lista, Antonio Baños, reconoció que el independentismo había perdido el “plebiscito”. También los dirigentes de CDC y ERC, pese a que intentaron obviarlo con afirmaciones grandilocuentes, lo acabaron aceptando a regañadientes.

Sin embargo, la resolución que aprobó el Parlamento catalán el pasado 9 de noviembre no solo se hizo de espaldas a ese hecho incontestable, sino que evidenció la inexistencia del cacareado “mandato democrático” para quien quisiera echar las cuentas. No está de más recordar que, en votos populares, los 72 diputados que la aprobaron representan en realidad unos miles de sufragios menos (1.966.508) que los 63 noes del conjunto de la oposición (1.976.453). Únicamente el agónico bloqueo durante meses de la investidura de Mas hizo aflorar un poco de reflexión entre las filas independentistas sobre la realidad de sus apoyos sociales cuando parecía irremediable la convocatoria de nuevas elecciones. Ante el fiasco político que se avecinaba, la paniaguada clerecía del proceso regresó un tiempo a la casilla del derecho a decidir, influenciada en paralelo por la victoria de la candidatura catalana auspiciada por Ada Colau y Pablo Iglesias en las elecciones del 20 de diciembre, partidaria de celebrar un referéndum.

De plebiscitarias a constituyentesLa investidura in extremis de Carles Puigdemont permitió a los partidos separatistas salvar el poder y resucitar la hoja de ruta inicial: la celebración de unas elecciones constituyentes al cabo de 18 meses, tiempo durante el cual tanto el Parlamento catalán como el Gobierno de la Generalitat deben completar las estructuras para la futura desconexión con el Estado español. Vemos, pues, que ignorando la lógica plebiscitaria que ellos mismos invocaron, han decidido no sacar ninguna consecuencia política de su fracaso. Frente a esa grave objeción, únicamente han sustanciado la distinción entre “empezar” y “culminar”. Según su doctrina, no pueden culminar la secesión, pero sí empezar el proceso legislativo y administrativo para dejar a Cataluña a las puertas de cumplir ese deseo. Es un curioso razonamiento que les autoriza a poner las instituciones del autogobierno al servicio de un proyecto de ruptura, al mismo tiempo que reconocen no poder culminarlo por falta de apoyos. En un esfuerzo por conceptualizar esta anomalía democrática, que quiebra el principio de neutralidad de las instituciones, Puigdemont ha definido la actual etapa como una fase entre la posautonomía y la preindependencia. La transición nacional en estado puro.

Más allá de modular ligeramente su discurso y desarrollar sorprendentes sofismas, la estrategia hacia las llamadas elecciones “constituyentes” se mantiene incólume. Ahora bien, ¿cómo puede pretenderse convocar a los catalanes a un proceso constituyente sin mediar previamente un reconocimiento o una declaración formal de independencia? Aquí la contradicción es tan flagrante que los propios dirigentes separatistas han caído en el desconcierto. El consejero Raül Romeva, que pretende ejercer de ministry of Foreign Affairs catalán, insiste en que se producirá necesariamente una declaración de independencia antes de las “constituyentes”, mientras la secretaria general de ERC, Marta Rovira, considera suficiente la aprobación de una ley de transitoriedad jurídica para determinar que el Parlamento catalán ya es plenamente soberano. Por su parte, la consejera de presidencia y portavoz, Neus Munté, ha llegado a plantear una estrambótica “declaración de intenciones”, mientras Puigdemont se ha esforzado en zanjar la cuestión y en justificar una cierta ambigüedad sobre el detalle de los pasos futuros afirmando que “la independencia no es una ciencia exacta”.

En realidad, sabemos de antemano lo que harán porque lo tienen escrito e incluso se jactan de intentar engañar al Estado cambiando el nombre de las tres leyes de desconexión (relativas a la Seguridad Social, la Hacienda propia y la transitoriedad jurídica del nuevo Estado) para evitar su anulación por parte del Tribunal Constitucional. El independentismo se ha dado un plazo aproximado de 18 meses con el objetivo de: 1. Mantener la tensión sociopolítica mediante anuncios en la Cámara catalana sobre cómo se construirá la futura república, ayudándose de su potente maquinaria mediática; 2. Ensanchar su base social hacia la izquierda alternativa gracias al proselitismo de las entidades del soberanismo civil con el señuelo de diseñar de forma participativa la futura Constitución catalana; y 3. Calentar el momento final de la legislatura con la aprobación de una ley de desconexión o, si no es posible, de una declaración solemne de independencia (condicionada a la ratificación en referéndum de un texto constitucional en la siguiente etapa).

Así, pues, antes de que finalice 2017, tal vez en septiembre tras otra demostración de fuerza en la calle con motivo de la Diada, el independentismo tocará a rebato en las urnas. Si las anteriores elecciones pretendieron ser plebiscitarias, estas otras querrán tener un trasfondo constituyente de la nueva república, aunque pocas dudas caben de que el decreto oficial de convocatoria seguirá aludiendo a la LOREG, en ausencia de una ley catalana propia. Plebiscitarias o constituyentes, vendrán a ser lo mismo. La repetición de la misma jugada, convocadas con un doble objetivo. Asegurarse el control del poder autonómico gracias a la movilización máxima del electorado soberanista en torno a otra cita histórica. E intentar un nuevo asalto a la cifra mágica del 50+1 de los votos populares a partir de la cual los dirigentes separatistas se considerarían legitimados para materializar la ruptura, exigiendo la mediación de la comunidad internacional.

Ahora bien, que todo esto acabe o no ocurriendo depende no solo de su probada astucia o de la capacidad de la oposición en Cataluña por articular resistencias, sino también de la inteligencia del futuro Gobierno español para cambiar el terreno de juego. Se podrá objetar que el separatismo ha sufrido estos años un considerable desgaste de materiales y que la alianza ente Junts pel Sí y la CUP experimenta a diario no pocas contradicciones, pero sería aún más insensato obviar que mantiene firme su hoja de ruta y que hará todo lo posible por alcanzar su objetivo.

Joaquim Coll es historiador y vicepresidente de Societat Civil Catalana.

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