De principios y renuncias imposibles

Cientos de menores sufrieron abusos sexuales en la ciudad británica de Rotherham entre 2007 y 2013 sin que las autoridades hicieran nada por evitarlo, a pesar de que habían sido alertadas en numerosas ocasiones. La investigación posterior reveló que la pasividad se debió, entre otras razones, a que policías y funcionarios del gobierno local temían ser acusados de racistas. Las víctimas eran en su mayoría niñas blancas procedentes de familias marginales; los atacantes, de origen pakistaní. Aunque se concluyó que la «corrección política» fue uno de los motivos que hizo que los violadores pudieran actuar con absoluta impunidad, había causas más profundas.

El periodista Sarfraz Manzoor, hijo de uno de los pakistaníes que emigraron al Reino Unido en los años 50, explicaba en un artículo en The New York Times que la comunidad asiática de Rotherham siempre había vivido segregada y mantenía inalterables sus tradiciones, incluidas las que discriminaban a las mujeres. Las hijas eran entregadas en matrimonios por compromiso, consideradas inferiores a los hombres y sometidas a las mismas reglas misóginas de los sectores más intolerantes de Pakistán, pero en el corazón de Europa. La política local Sayeeda Warsi lo había advertido años antes de conocerse los abusos: los jóvenes de la comunidad crecían pensando que las mujeres eran «de su propiedad» y podían hacer con ellas lo que quisieran.

De principios y renuncias imposiblesAlgunas pautas de Rotherham parecen haberse repetido en Alemania. Los abusos masivos de mujeres en Colonia y otras ciudades alemanas en Nochevieja provocaron una lenta respuesta de la policía.Wolfgang Albers, el cesado jefe de la Policía Local, ocultó la participación de refugiados en los asaltos, a pesar de que sus agentes habían reunido pruebas de la implicación de solicitantes de asilo sirios. Medios de comunicación alemanes tardaron días en mencionar la participación de los extranjeros, seguramente por temor a ser percibidos como xenófobos. Se trata de la misma corrección política que no permite tener ese debate franco sobre el multiculturalismo que Salman Rushdie lleva años reclamando y que la llegada de millones de refugiados hace inevitable, porque transformará pueblos y ciudades.

El autor de Los Versos Satánicos cree que en Occidente se ha instalado un nuevo «relativismo moral» que nos hace tolerar comportamientos que jamás aceptaríamos en nuestras comunidades. Su pregunta es legítima: ¿hemos sido las sociedades occidentales demasiado permisivas a la hora de acomodar principios que contradicen los nuestros, en aras de una tolerancia mal entendida?

La respuesta más sencilla sería que no, porque ahí está la ley para igualarnos, sin distinción por razón de origen. Pero Rushdie va más allá y pone ejemplos concretos para sostener que estamos comprometiendo nuestros valores, unas veces por corrección política y otras simplemente por miedo. Cuando la revista Charlie Hebdo recibió el premio a la libertad de prensa de la organización Pen, el pasado mes de mayo, más de 200 escritores estadounidenses firmaron un manifiesto oponiéndose a la concesión del galardón y acusaron a la publicación de generar sentimientos anti islámicos. ¿Cómo es posible que intelectuales del país que mejor representa la libertad de expresión censuren una publicación cuyos empleados fueron masacrados por ejercerla? Los firmantes estaban sosteniendo, sin decirlo, que a la hora de aplicar ciertos derechos básicos y aceptados por todos, era necesario hacer una excepción para no herir los sentimientos de un grupo concreto. Es una renuncia inaceptable, te guste o no el contenido de Charlie Hebdo.

Quizá porque uno ha cubierto la guerra desde la posición privilegiada de quien podía abandonarla en el momento que quisiera, dejando atrás a los timorenses, cachemires o pakistaníes que la sufrían, me cuesta entender a quienes piden que Europa dé la espalda a los refugiados que huyen del terrorismo islámico, las decapitaciones y los bombardeos diarios. Quizá porque he visto de cerca la indignidad de la miseria, dejándola atrás con la facilidad con la que uno se sube a un avión, entiendo qué lleva a un padre de familia a jugarse la vida en el mar para tratar de dar oportunidades a los suyos. Pero la acogida no puede ser una simple concesión de derechos a los que llegan y debe ir acompañada de obligaciones. Por eso es fácil estar de acuerdo con Angela Merkel, líder del país que más generosidad ha mostrado con los refugiados, cuando en mitad del escándalo de Colonia, en lugar de sumarse al carro fácil de quienes aprovechan para extender la mancha sobre todos los que llegan, advierte que tampoco se puede aceptar sin más «a quienes no están dispuestos a respetar el país que les acoge». Los primeros beneficiados al hacer esa distinción, que Alemania quiere ahora convertir en ley, serán quienes sí lo respeten.

David Jiménez, director de El Mundo.

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