De profesión, mis platós televisivos

En España tenemos un verbo compuesto nuevo, que significa un oficio también nuevo: ir por los platós. Una profesión muy rentable, parece, que consiste en exhibirse y exhibir vidas privadas de otros, ya saben, la materia de lo íntimo, que siempre resultó apasionante, desde las tertulias rurales de aguja en mano, a las porterías urbanas, que tanto tiempo dieron certificados de buena conducta. Y de mala. Porque se trata, claro, de malas conductas. Sexo, dineros, y más recientemente, drogas: la curiosidad insaciable se desplaza a lo prohibido, y lo del sexo se está quedando obsoleto.

Confieso que me cuelgo muchas veces de estos programas de plató, en los que veo algunas caras amigas a las que no renunciaré, y que me producen sobre todo perplejidad. Que se me resisten al análisis. Que no sé por dónde cogerlos. Porque, y mis amigos del plató lo saben, tendería a condenarlos, pero no sin entenderlos.

¿Los personajes? Algunos me dan una lástima inevitable. Isabel Pantoja, por ejemplo, que cuántos jueces le han salido además del togado, y un jurado popular que es la audiencia (televisiva) y que ya la ha condenado. O el larguísimo culebrón trágico de Rocío Jurado, que, como Gardel, cada vez canta mejor, o la vuelta de tuerca alrededor del cuello de Bárbara Rey, que me cae bien desde que a mi hijo le tocó hacerle una inocentada para un programa de televisión, y se portó como una señora. Otros remueven una especie de sentimiento confuso, que supongo que mucha gente comparte conmigo y que, al final, debe ser el secreto de su éxito. Esos frikis, esas pelandusquillas, ignorantes y obviamente de clase baja, que constituyen el colchón de reserva de los "colaboradores", su material intercambiable y desechable, que catalizan una especie de desprecio que empieza en los propios periodistas y se transmite gozosamente al público. Un grupo de personajes inventados que se retroalimenta con los realities y el cuché, y que son la carne de cañón, los teloneros de esos otros que sí han hecho algo propio en esta vida, pero que han sido pillados en algo que les duele o les avergüenza, presente o pasado. Los personajes, todos, son seres humanos pasando un mal rato. Y no va de ficción.

El argumento es que hay otros mundos, que, parodiando a Eluard, están en éste, llenos de glamour y sordidez, y no precisamente a partes iguales -cuando es así, estamos en el paroxismo del ejemplo, en la justificación del programa-, y que estos mundos nos interesan a todos. Porque, dicho de manera simple, en todas partes cuecen habas, y lo que hay debajo de la fama siempre es miseria. Peleas y malos tratos de pareja, consumo de "sustancias", deslices adulterinos, un poco de prostitución como trampolín a la fama, escándalos financieros selectivos... Vida privada, exhibición y censura pública, porque, como el fútbol en su momento, los personajes públicos son de interés general.

Ése es el argumento de una obra cuya sintaxis se engrasa con la gran razón: el dinero. "Tú vienes aquí cobrando". Con un agravante: el que alguna vez cobró, exclusiva de boda, de divorcio o de bautizo, tiene que aguantarse con la foto por teleobjetivo, el comentario despectivo y muchas veces insultante, y la persecución implacable. Tiene que comentar su vida para las cámaras al hombro, para las alcachofas inalámbricas... El dinero, entonces, es la gran y última razón, y los telespectadores lo comprenden. ¿Qué habrá en este mundo más importante que el dinero? Pues nada. Nada.

Ya se sabe que el dinero es una razón moral, y desde luego, una razón práctica ineludible; que tiene muchas dimensiones simbólicas, no sólo la virtualidad de la moneda, y que es un bien escaso. Para algunos, ay, muy escaso. Pero ¿lo vale todo?

Pepito Grillo, por otra parte, era un soberano coñazo, conciencia separada del muñeco de madera que tenía un alma que canta. Y que se equivocaba, y allí estaba Pepito dando la vara. Los verdaderos protagonistas del plató, los periodistas, me parecen un poco la perversa portera, un poco Pepito Grillo.

Sin la cosa calvinista de Grillo, pero con esa afición, que les hace sentirse superiores, a afear la conducta al personal. A veces, muchas veces, llegan a lo judiciable, con la impunidad que da un país en el que los jueces no juzgan, y donde no hay realmente ley de honor. Con la connivencia de algunas víctimas -el dinero, ya ve- y la impotencia de otras, deprimidas y desanimadas por el aparato judicial y la hipertrofia de la libertad de expresión. Y guiadas por esa "sed de verdad" que les vuelca sobre las propias intenciones de esas vidas privadas, sobre las que sus personajes, dinero o popularidad por medio, han perdido el derecho al control. El mandamiento contra la maledicencia y la calumnia no habla, curiosamente, de verdad, sino de notoriedad. No extender lo que no es notorio. La verdad no es criterio contra la publicitación. El outing de lo privado es voluntario. Y sólo voluntario... me parece. Y el interés general es otra cosa, que sigue necesitando un debate salvo que no importe esta suerte de degradación moral, que llega a todos. Porque el camino de los platós es doble, de ida y de vuelta. Y la connotada audiencia come lo que le dan.

En fin, que de verdad, publicidad y privacidad hay que hablar. Y me temo que de su plasmación legal, también.

Rosa Pereda, escritora y periodista.