De profetas y patrias

El apotegma bíblico Nemo propheta in patria (Nadie es profeta en su tierra) se repite y se oye en todas las latitudes e idiomas como una verdad incontrovertible y lapidaria. La brevedad rotunda de la versión latina le da un marchamo de solemne certeza. Pero no es siempre cierto. Verdad es que muchos personajes (escritores, científicos, artistas) han tenido mayor y más temprano reconocimiento en el extranjero que en su propio país; pero no todos y no siempre. La nombradía, el prestigio y el reconocimiento públicos obedecen a menudo al azar. La fama es una deidad caprichosa. Pero hay también factores más constantes: hay profesiones que atraen más la atención pública que otras. La farándula ha concitado siempre más interés popular que la ciencia o la reflexión. Si esto siempre ha sido cierto, la televisión de hoy nos lo muestra todos los días: personajes y presentadores con coeficientes mentales muy bajos, alcanzan niveles de popularidad asombrosos. Esto, no por lamentable, es menos sabido.

Otro factor que influye en el ascendiente de los profetas en su propia patria es ésta misma. Hay países predispuestos a valorar a sus propios hijos y otros que no lo están. En esta cuestión hay grandes diferencias: yo le auguraría más eco en su tierra al profeta británico que al español. Hay que ver, por ejemplo, el prestigio alcanzado en su tierra por el historiador inglés Eric Hobsbawm, muy superior en mi opinión a sus merecimientos: todo el mundo le consideraba un historiador marxista (en mi opinión no lo era, pero él creía serlo) y, además, un historiador económico (con toda seguridad, no lo era, entre otras cosas porque no sólo no sabía una palabra de economía, sino que odiaba a esta ciencia, a la que a menudo acusaba de ser una «teología»). Militó en el Partido Comunista británico y tenía ideas contradictorias acerca del capitalismo, del que desconfiaba profundamente aunque reconocía que había producido niveles de crecimiento y bienestar sin precedentes.

Pues bien, uno pensaría que con estos credenciales una revista como The Economist, para la cual Marx personifica el error económico, hubiera criticado severamente a Hobsbawm. Pues no señor: cuando el historiador murió en 2012, el semanario le puso por las nubes, sin mencionar siquiera su inquina contra la teoría económica que la revista ha dedicado su larga vida a defender. Hobsbawm era inglés, y, como dirían sus compatriotas, la sangre (inglesa) es más espesa que las ideas. En contraste con esto, España ha sido muy cicatera con sus grandes profetas y sólo cuando años, siglos después de la muerte, su fama mundial ha subsistido y crecido, han comenzado los panegíricos y los monumentos. Hoy no se recuerda que, a principios del siglo XVII, un visitante francés en Madrid se asombraba del poco caso que los españoles hacían de Miguel de Cervantes, cuando el Quijote, traducido al inglés y al francés, le había convertido ya en un autor internacionalmente admirado. También Lope de Vega, pese a la popularidad, aunque efímera, de sus comedias, tuvo que dar coba al duque de Sessa, y actuar como su secretario y amanuense, para poder vivir y figurar.

Pero tampoco es la indiferencia ante el talento una ley de hierro en España: Juan Valera alcanzó en vida un prestigio desmesurado; sus contemporáneos le consideraban el summum de la inteligencia y del genio literario. Otro español que triunfó en su tierra fue Ortega y Gasset. Desde sus escritos de juventud, fue tenido en España como un gran pensador y filósofo. El prestigio que alcanzó en su tierra me parece mucho más justificado que el de Valera; el caso es que, insisto, la fama es caprichosa y veleidosa. Con todo, España me parece una gran derrochadora del talento propio e importadora de la mediocridad ajena.

Vienen estas deslavazadas reflexiones a propósito de la reciente pérdida de Ignacio Sotelo, catedrático que fue de la Universidad Libre de Berlín y también (¡ay!) de la Autónoma de Barcelona. Más adelante explicaré el lamento. Conocí a Sotelo allá por mis años mozos, en la Facultad de Derecho de la hoy llamada Universidad Complutense, entonces Universidad Central de Madrid. Sotelo descollaba entre los alumnos de primero. Más bien corpulento, siempre desaliñado (el nudo de la corbata, invariablemente, debajo de uno de los picos de la camisa), era el único estudiante que pedía la palabra para discutir con los catedráticos, que acostumbraban a quedarse mudos ante su elocuencia y sabiduría. Ignacio citaba a Hegel, a Wittgenstein, a Hobbes o a San Agustín con inmensa soltura. Los profesores le escuchaban estupefactos; los otros estudiantes, que no le entendían, le jaleaban con guasa. A mí me produjo intensa admiración. Pronto me hice amigo suyo y puedo decir sin exagerar que fue la persona de la que más aprendí en mis cinco años de carrera. La amistad perduró hasta su muerte. Además de una mente privilegiada, era un tipo bondadoso, dispuesto a discutir de cualquier cosa sin darse importancia; a pesar de su inteligencia, o quizá por ella, no era en absoluto engreído, todo lo contrario. Leía vorazmente y asimilaba sus lecturas asombrosamente. Era muy sociable. Gracias a él conocí a lo más granado del antifranquismo universitario. Entre sus amistades mayores se contaban José Luis Aranguren, Pedro Laín, Antonio Tovar, Dionisio Ridruejo y otras luminarias de la época.

Fue detenido por la Brigada Político Social y se rio de ellos. Me contaba que, furioso ante su negativa a firmar la declaración que le había preparado, el inspector Conesa rompía los folios con papel carbón y todo. Le tuvieron que dejar libre, pero se quedaron con su pasaporte. Aquello fue decisivo en su vida, porque él quería estudiar fuera a toda costa, hasta el punto de que se las arregló para salir clandestinamente y acabar matriculado en Sociologia en la Universidad de Colonia. Sin poder volver a España, en Alemania desarrolló el resto de su carrera. Al cabo de unos años recuperó su pasaporte y el fin de la dictadura facilitó su retorno. Pero, aunque él hubiera querido ser profesor aquí, su patria no le acogió como profeta, pese a haber ganado por oposición una cátedra de Sociología en la Universidad Autónoma de Barcelona en 1990. Le recibieron de uñas y le preguntaron qué venía a hacer en Barcelona si ya tenía su cátedra en Berlín. Había desplazado al candidato de la casa, y eso no se lo perdonaban. Muchos, yo entre ellos, le animamos a quedarse. A él le horrorizó el ambiente hostil que encontró, y es comprensible. Desmoralizado, regresó a Berlín y allí se jubiló.

Ignacio era un gran comunicador porque era una gran cabeza y tenía un pensamiento diáfano. Cuando participaba en una tertulia la ilustración, pero también el entretenimiento, estaban asegurados. La política europea resultaba más fácilmente comprensible gracias a sus columnas en El País durante tantos años. Pero publicó también trabajos excelentes sobre temas variados y eso me parece lo más importante. Un estudioso que se licenció en Derecho y se doctoró en Lenguas Clásicas en la Complutense, se doctoró en Sociología en la Universidad de Colonia y sentó cátedra de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín tenía un registro de intereses y capacitaciones intelectuales muy fuera de lo común. Sus ensayos de A vueltas con España son brillantes y originales. Sus crónicas políticas (estuvo durante muchos años estrechamente ligado al PSOE; pero él era intelectual, no político, y lo sabía) excedían con mucho la calidad habitual en ese tipo de ensayos. Su El Estado Social tiene una soberbia primera parte sobre el origen y desarrollo del concepto de Estado bienhechor; de lo mejor suyo. Su ensayo sobre la democracia ateniense y la moderna en un libro que yo coedité es deslumbrante. Era su especialidad: leer a los mejores filósofos y hacérnoslos contemplar bajo una luz nueva. Pero no cabe aquí ni una simple enumeración de sus numerosas publicaciones.

Desde una cátedra en España, Sotelo hubiera cultivado las mentes de gente joven como cultivó la mía en nuestra juventud. Pero la Universidad española le rechazó, como a tantos otros. Su caso es de los más sangrantes, por lo excepcional de su talento y por el hecho de que ganara su cátedra por oposición. El baldón que cayó sobre la Autónoma de Barcelona no se borra fácilmente. Esperemos, al menos, que no se borre y olvide la obra de Sotelo. Todavía tenemos mucho que aprender de él. Como diría Quevedo, aún podemos escucharle con los ojos.

Gabriel Tortella es economista e historiador; Clara Eugenia Núñez, del mismo gremio, es coautora de este artículo, que no firma por el modo en primera persona singular que éste requiere.

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