De puños e intransigencia política

La II República constituye uno de nuestros horizontes míticos recurrentes cuando miramos al pasado inmediato. Pese al tiempo transcurrido y a disfrutar de un buen conocimiento del periodo, algunos sectores de opinión de nuestro país no se han desprendido todavía de las servidumbres inherentes a los metarrelatos maniqueos, ideológicos y simplistas -negativos o positivos- sobre aquella experiencia política. Esto no deja de sorprender en una democracia como la nuestra, sólida y madura a pesar de todos sus problemas pasados y presentes.

Los ciudadanos, y sobre todo las nuevas generaciones, tienen el derecho y la obligación de exigir a los historiadores comprometidos con la sociedad abierta y el pluralismo que les brindemos una imagen acorde con las complejidades de una época como aquélla, elaborada desde criterios científicos, serena, distanciada y libre de las instrumentaciones interesadas de la guerra de memorias que hemos padecido en los últimos tiempos. Desde este punto de vista, como cualquier periodo pretérito, la República ofrece un balance que no podemos reducir a tonos monocromáticos. Proclamada bajo vientos festivos y justificadas esperanzas reformistas tras el paréntesis de una dictadura -la de Miguel Primo de Rivera- que tiró por la borda más de un siglo de historia constitucional con la anuencia del Rey Alfonso XIII, la República pronto se trocó en un escenario propicio a la más erizada confrontación política, al sectarismo e incluso a la violencia, sometida a una escalada de rupturas y enfrentamientos que, a la postre, desembocaron en una sangrienta guerra civil.

Pese a todo, aquel desenlace no era inevitable, ni la insurrección de octubre de 1934, por más que gravísima, fue necesariamente su prólogo. Hasta el último momento la guerra se podría haber evitado si los altos responsables políticos, tanto del Gobierno como de la oposición, hubieran gestionado la situación con pragmatismo, capacidad de diálogo y cordura. Que un ejercicio de esa naturaleza a la altura de 1936 pareciera en verdad difícil, no debe hacernos perder de vista el dato fundamental de que el detonante último de la guerra fue un golpe de Estado que fracasó y que dividió al Ejército y a las Fuerzas de Seguridad. De no haber mediado esa circunstancia contingente, la evolución del país podría haber sido muy distinta.

Ciertamente, la República todo lo tuvo en contra. De puertas afuera, llegó en el peor de los contextos internacionales imaginables, bajo los malos augurios vinculados a la crisis económica iniciada en 1929, el vertiginoso retroceso de la idea democrática de raíz liberal y el imparable avance de los regímenes y movimientos autoritarios y/o totalitarios (bolchevismo, fascismos, dictaduras militares de signo corporativo…). Ese marco abrió la puerta a la brutalización de la política y a la pérdida de confianza de los europeos -sobre todo los más jóvenes- en los sistemas parlamentarios y representativos. Los españoles no fueron ninguna excepción.

Bajo tales influencias, las causas endógenas también pesaron lo suyo en el triste devenir de la República, incluso bastante más que el contexto exterior. Al margen de las determinaciones estructurales (el atraso, la pobreza, el problema de la tierra, el analfabetismo…), que en realidad explican poco y contaron mucho menos de lo que se suele afirmar, la frágil estabilidad del régimen republicano tuvo que ver fundamentalmente con factores políticos. Sin duda influyó la guerra que le declararon sucesivamente los extremistas de distinto signo (anarquistas, comunistas, monárquicos autoritarios, socialistas revolucionarios, falangistas y militares desafectos…). Pero antes de que la violencia lo inundara todo, por lo menos hasta la primavera de 1936, lo que más condicionó la crisis de convivencia que caracterizó esos años fue el deficiente marco institucional que diseñaron los constituyentes de 1931; las lógicas de exclusión que se apoderaron de la escena; las retóricas de intransigencia y la consideración del adversario como enemigo irreconciliable; la débil asunción del pluralismo político y del principio del pacto, y, en fin, la escasa proclividad a cumplir las reglas del juego democrático y a respetar el principio de alternancia en el poder. Otros europeos -los menos- sí habían interiorizado a esas alturas las bondades del diálogo, la transacción y el consenso sobre los fundamentos básicos de la democracia parlamentaria (británicos, escandinavos, suizos, checos, holandeses, belgas… y pocos más). Desgraciadamente, los ciudadanos españoles y su clase política no formaron parte de ese grupo tan selecto como minoritario.

Por Fernando del Rey, historiador. Ha dirigido el libro recién publicado Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española, Madrid, Tecnos, 2011.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *