De puntillas sobre el franquismo

A fuerza de focalizar en la guerra civil el debate sobre la memoria histórica, se pierde de vista el franquismo, pasando de soslayo por tan largo periodo de excepción permanente y secuestro de las libertades. Es un terreno en el que la derecha realmente existente parece moverse con desenvoltura y sentirse plácidamente cómoda. Si en algo se ha insistido a lo largo de los últimos meses, es en que, durante aquella guerra, que Manuel Azaña llamó de venganza y exterminio, la sucesión de excesos, atrocidades y horrores se produjo en ambos bandos. En lo que ya no hay interés y mucho menos acuerdo es en que la crueldad, la intolerancia y la arbitrariedad durante las casi cuatro décadas posteriores es imputable exclusivamente a un solo bando: el que se erigió vencedor el primero de abril de 1939.

Podríamos vivir interrogándonos sobre si Franco, hombre de silencios y dudosa profundidad de pensamiento, hizo lo que pensaba o simplemente pensaba lo que hacía. Ya da igual. Lo evidente es que convirtió España en un inmenso penal y que, solo entre 1939 y 1943, 200.000 presos fallecieron, la mitad pereció de hambre o enfermedad y el resto fueron ejecutados. Poca memoria viva queda ya de aquellos años 40, sin duda los más sombríos e infames; pervive un recuerdo familiar, fruto exclusivo de una transmisión oral en el silencio impuesto por el temor a la represión.

El franquismo fue un régimen totalitario, peculiar fascismo hispano en los primeros años, hijo doctrinal de una ideología del desquite, la delación y la revancha que hizo uso y abuso de todos los mecanismos posibles de represión. Sin embargo, 30 años después, aparecen reticencias, se cuestiona su carácter dictatorial; y quienes sufrieron sus consecuencias en carne propia parecen acomplejarse en la denuncia ante el ruido mediático o la sordina de quienes solo quieren recordar la contienda fratricida. Se genera así una tendencia a ignorar que, cuando la democracia era una angustiosa añoranza, hubo gentes que, por aspirar a recuperar la dignidad propia y colectiva, perdieron reiteradamente su libertad, un futuro profesional y muchas veces, demasiadas, la vida. El empeño en concentrar la memoria en los nefastos años 1936-1939 hace olvidar a quienes sufrieron sacas nocturnas y paseos de muerte, a la madre apaleada para que su hijo delatara a sus compañeros antifranquistas, los periodos de cárcel de hasta más de 20 años, el exilio, las semanas de tortura en las comisarías... simplemente por el hecho de ser "desafectos" al régimen, utilizando la terminología al uso de los informes policiales de la época.

Es imposible contabilizar la dimensión de aquella perseguida vanguardia democrática en una España de mayoría silenciada. Sin duda, no fueron tantos los demócratas de entonces como lo que hoy puede parecer; al igual que eran muchos más los franquistas que los que hoy podemos intuir. Baste como ejemplo el Tribunal del Orden Público (TOP), que llegó a incoar 22.600 procedimientos que afectaron a 50.609 personas en apenas 13 años, entre 1964 y 1976.

Hasta qué punto contribuyeron los antifranquistas a que la dictadura no fuese más larga, podría ser motivo para el debate, pero parece claro que su actitud contribuyó a cambiar conciencias. La España democrática se gestó, sobre todo, en las tinieblas del franquismo, lejos de los entresijos de un poder absoluto que algunos pudieron vivir con normalidad y naturalidad, mientras muchos otros lo sufrieron con la mirada clavada en la esperanza del día siguiente, como paralizados al borde de un abismo, víctimas de un sentimiento de terror generalizado que se traducía en silencio.

El franquismo nunca regaló nada, jamás otorgó algo graciosamente, y cada espacio de libertad le fue arrancado: se le revolvió la universidad de sus hijos, la iglesia que tanto apoyó le brindó se convirtió en reducto de conspiración, los sindicatos verticales tuvieron que admitir la elección de los representantes de los trabajadores... Y, a pesar de todo, siguió ejerciendo a sangre y fuego un poder despótico hasta el último suspiro. Pero el franquismo fue mucho más que Franco y 40 años de ejercicio del autoritarismo más despiadado, de desprecio por los valores democráticos o de visión del adversario como enemigo irreconciliable, traidor al que es preciso aniquilar, no se borran de un plumazo.

En la vida, como en la historia, hay momentos de crisis y turbulencias que preferiríamos olvidar; en la historia, como en la vida, los malos ratos son un caudal de experiencia que no debe desecharse. La memoria arranca en donde termina la historia; el presente comienza donde acaba el recuerdo; el futuro empezó a construirse hace ya tiempo; el pasado se supera comprendiéndolo y asumiéndolo. Sin embargo, hay quienes siguen empeñados en que hablar de aquello equivale a reabrir heridas. ¿Las de quiénes? ¿Las del torturado o las del torturador?

Curiosamente, son siempre los mismos los que nos retrotraen, una y otra vez, a los tiempos de 1936-39, orillando y pasando de puntillas por el largo 1939-1976 del franquismo. Quizá sea mala conciencia. Es preferible pensar esto que imaginar que es producto de la nostalgia del ayer; al menos, dormiremos más tranquilos.

Pedro Vega, periodista. Autor, junto a Fernando Jáuregui, del libro Crónica del antifranquismo.