¿De qué es síntoma Berlusconi?

Hemos visto cómo funcionan los totalitarismos del siglo XX y sabemos con toda claridad y exactitud a qué atenernos. Si el Mal pudiera tener un único sentido en política tendría probablemente éste. ¿Debemos, sin embargo, cerrar los ojos ante las aberraciones que se producen regularmente en el centro de democracias consensuales?

De George W. Bush a José María Aznar, pasando por Tony Blair, hemos tenido que soportar recientemente a unos dirigentes que no dudaban a la hora de sortear las reglas más elementales de la moral para justificar la violación del derecho internacional. Es verdad que tanto americanos como españoles y británicos han echado finalmente, y sin contemplaciones, a esos hombres culpables de perjurio. Pero Italia sigue padeciendo las extravagancias de Silvio Berlusconi y los males de su sistema. Ante él, nuestros amigos intelectuales italianos están desmoralizados, aplastados por algo que están viviendo como una auténtica maldición.

Es inútil recordar con detalle los rasgos, hechos y palabras del personaje: megalómano, vulgar, despiadado con sus adversarios, retorcido e hipócrita con sus aliados, manipulador, amoral y, sobre todo, frívolo, de una frivolidad que lo convierte en impermeable a la vergüenza y al ridículo. Pero es un hombre de negocios prudente, un político astuto, que utiliza su imperio mediático básicamente para fomentar los más bajos instintos de los sectores de la población que le brindan su apoyo.

¿Cómo ha podido llegar hasta aquí el país de Dante y Petrarca? El fenómeno Berlusconi tiene lugar en una sociedad que no sólo es democrática y moderna, sino que también está asentada en una larga tradición cultural. Todos los ámbitos de la inteligencia y de las artes han sido fecundados por el genio italiano: la literatura, la creación pictórica, el cine, la ciencia. Ahora bien, Berlusconi parece que representa lo contrario a toda esa tradición. ¿Por qué entonces sigue ganando elecciones?

Hay dos características de la actual situación en Italia que pueden ayudarnos a avanzar hacia una respuesta. La primera está relacionada con el significado ideológico del "berlusconismo". Lo veamos como lo veamos, el discurso berlusconiano se muestra siempre como la expresión de una voluntad de poder irracional, de tipo casi nietzscheano, surgida brutalmente en el corazón mismo del sistema político italiano. Puesta en escena por el comportamiento de Il Cavaliere, dicha voluntad de poder es inyectada diariamente en el imaginario de la sociedad a través de su imperio mediático. Éste, a su vez, se parece de facto a una suerte de poder "totalitario democrático", si semejante fórmula no fuera contradictoria en sí misma. Pero, ¿no es Berlusconi el propietario legal de este inmenso imperio puesto al servicio de sus ambiciones políticas? ¿No es, aquí, el poder del dinero la base democrática de la voluntad de poder?

Esta situación, de la que todo el mundo es consciente en Italia, viene provocada por la destrucción dramática del sistema de partidos que dominó la vida política durante el último medio siglo. Varios son los factores que han conducido al debilitamiento estructural tanto de las instituciones estatales como del poder de las leyes (hechas, deshechas y rehechas según las necesidades de la voluntad de poder berlusconiana): la disgregación de los grandes bloques políticos, la emergencia de fuerzas minoritarias que han formado alianzas coyunturales, la existencia de un sistema electoral fabricado para que sea imposible crear mayorías amplias y portadoras de programas con vocación estructural, la corrupción localizada en el seno de las políticas públicas con el fin de engendrar lealtades paralelas a la legalidad (clientelismo, zonas de sombra para las actividades mafiosas en la economía...).

La maquinaria berlusconiana se ha compuesto así en el espacio que históricamente dejaron libre, por su desaparición, la democracia cristiana y la izquierda reformista de aquel entonces, encarnada por el difunto Partido Comunista. De estas dos grandes formaciones políticas, queda sólo una derecha disgregada, rota, y una izquierda impotente, que ha ido transformándose en centro-izquierda para acabar hoy convertida en un magma sin identidad definida.

Desde hace casi 20 años, el berlusconismo ha desempeñado fundamentalmente el papel de sustituto de la decadencia de los grandes partidos políticos. Ha introducido una forma de hacer política que no tenía precedentes en Italia desde el fin del fascismo, basada íntegramente en un populismo reaccionario y trivial, típico de los partidos de la extrema derecha tradicional. Entre el racismo de la Liga Norte de Umberto Bossi y el neofascismo soft y empalagoso de Gianfranco Fini en el sur, Berlusconi ha añadido una nota propia: ataques constantes al poder judicial, odio visceral hacia el mundo del espíritu, conversión de los inmigrantes en chivos expiatorios... Este conglomerado de partidos, cimentado sólo para la conquista y conservación del poder, se apoya sin embargo en los estratos de la sociedad que tradicionalmente sostienen a los regímenes autoritarios: clases medias comerciantes, alta aristocracia financiera, bajo proletariado, asalariados abandonados por la izquierda.

Ante eso, la sociedad civil italiana reacciona desde luego con algunos grandes nombres y formando partidos políticos que prometen (como Italia dei Valori del ex magistrado Di Pietro), pero, al carecer de fuerza política de futuro, parece que acabe entregada a sí misma y en la impotencia. La Iglesia católica, concretamente en el norte, se inscribe dentro de ese movimiento de resistencia, prestando ayuda a los inmigrantes y extranjeros frente al odio que los rodea.

La segunda característica que también puede explicar la preeminencia política de la voluntad de poder berlusconiana se refiere al debilitamiento de las condiciones de expresión de la voluntad general en Italia. La existencia de un sistema electoral basado en la representación proporcional integral supone la disolución de la voluntad general en una multitud de voluntades que acaban anulándose. Además, todas las reformas del sistema electoral impuestas por Berlusconi buscan el mismo objetivo: reproducir hasta el infinito la fisiparidad del sistema representativo, favorecer el estallido de la expresión de la voluntad general, generar impotencia política en el contexto de la superpotencia de su imperio mediático.

Dicho de otra forma, el sueño berlusconiano consiste en que la voluntad general deje de ser el resultado de la competición deliberativa entre los partidos políticos y pase a ser asunto del poder mediático, que él controla casi por completo.

La incapacidad que demuestra el modelo político italiano para crear una voluntad general coherente no es la única consecuencia de la existencia de un sistema electoral particularmente nefasto. En realidad, la cuestión de fondo estriba en la descomposición prolongada, desde hace casi 20 años, de las élites políticas y culturales italianas de derechas y de izquierdas. El berlusconismo se manifiesta ante todo como el síntoma de tal descomposición, pero como su base social es ampliamente popular, parece evidente que la responsabilidad de la izquierda italiana también es aplastante.

La principal consecuencia de esta situación es más grave de lo que parece. La disgregación de la voluntad general mayoritaria, unida a la emergencia de la voluntad de poder berlusconiana, conduce de pleno a uno de los vicios más letales de la democracia, denunciado en la Antigüedad griega por Aristóteles: la transformación del sistema democrático en un sistema demagógico. Porque la demagogia, además de ser lo contrario a la ley democrática del término medio, es también la forma de expresión privilegiada de todos los populismos.

A buen seguro que el pueblo italiano se librará de la anomalía berlusconiana. Pero esta experiencia también debe hacernos comprender que ninguna democracia queda exenta del surgimiento de fenómenos parecidos al berlusconismo italiano, cuando descuida la lógica profunda de sus instituciones.

Sami Naïr, profesor de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.