¿De qué habla Sánchez cuando habla de gobernabilidad?

De qué habla Sánchez

Como homenaje al exitoso libro de relatos De qué hablamos cuando hablamos de amor, del fallecido Raymond Carver, Haruki Murakami publicó su obra más personal: De qué hablo cuando hablo de correr. Tras abandonar el club de jazz que regentó hasta los 30 años y dedicarse a la literatura agavillando títulos de granada espiga, este autor de culto cuenta su experiencia como corredor. En ella, este cíclico aspirante al Nobel señala que hay procesos que no admiten cambios y sólo cabe la transformación de uno mismo.

Cuando esto ocurre, el escritor nipón recomienda repetirse a uno mismo: «No soy un humano. Soy una pura máquina. Y, como tal, no tengo que sentir nada. Simplemente, avanzo». Explica que, una vez se ajusta el ritmo, todo lo demás llega por sí solo, si bien, «hasta que el volante de la inercia empieza a girar a una velocidad constante, todo el interés que se ponga en continuar nunca es suficiente».

Desbrozando el manual de resistencia del corredor de fondo Murakami, no es difícil establecer analogías con un androide de la política como Noverda Sánchez. No ya por su afición al running, como Zapatero, sino por su forma de conducirse, en parangón también con el ex presidente, desde que se presentó como «nuevo en esta plaza». Así, cuando Susana Díaz quiso utilizarlo como hombre de paja hasta que se decidía a cruzar Despeñaperros en silla gestatoria como nueva papisa socialista, el autómata cobró vida propia y se revolvió contra los barones que le promovieron como secretario general interino proclamando «estos son mis poderes», mientras agitaba las bases del descontento. Salvando lo odioso de toda comparación, evocaba un episodio protagonizado por el anciano cardenal Cisneros. Cuando el ilustre franciscano ejercía de Regente de Castilla al aguardo de que llegara el emperador Carlos, atendiendo así el requerimiento de Fernando el Católico, algunos nobles levantiscos quisieron devolverle al convento creyéndole incapaz de resistírseles. Al verles venir, desde la ventana de su casa-palacio, les señaló unas piezas de artillería convenientemente dispuestas que frenó en seco la insubordinación. Ello le permitió al purpurado cumplir su alta encomienda de coronar al futuro Rey de Castilla y de Aragón.

Empero, a diferencia de aquel providencial príncipe de la Iglesia, a Sánchez no le mueven tan nobles propósitos, sino una desmedida ambición de poder a la que no le importa arrastrar a España al abismo al aliarse con quienes viven de su fracaso como nación y se consagran a su destrucción. Difícil será que no lamente lo que Lady Macbeth tras consumar su oscura codicia: «Mejor es ser aquello que uno destruía/ que por la destrucción morar en casa/ de dudosa alegría».

De momento, una vez recibido el encargo de Felipe VI, busca ungirse presidente con los votos del populismo neocomunista de Podemos y del soberanismo más cimarrón. A este fin, vuelve al lugar del crimen de hace un año cuando suscribió con Torra la afrentosa claudicación de Pedralbes, orillando la Constitución y estableciendo una relación entre iguales de los gobiernos de España y Cataluña para resolver un «conflicto político» con la intermediación de un relator como si fuera un aparente proceso de descolonización.

Hechas estas concesiones sentados en una mesa bilateral, la suerte de España estaría echada y sus ciudadanos podrían dar por demolido factualmente su régimen constitucional sin que se les dé vela en el entierro. Por eso, al igual que carece de sentido hablar de amor cuando se quiere decir sexo, como en la película con ese rótulo, supone una burla que Sánchez blanda la gobernabilidad de España cuando lo que, en verdad, persigue es ser presidente a toda costa aunque sea con aquellos que buscan el desgobierno de la nación a la que despedazar.

Es más, Sánchez miente a sabiendas cuando declara, como el miércoles al salir de su encuentro en el Palacio de la Zarzuela, que gobernará dentro de la Constitución con quienes no solo la vulneran sistemáticamente, sino que han dado un golpe de Estado que ha llevado a sus cabecillas a prisión reos de sedición. Claro que pronto podrán volver a las andadas si les peta en cuanto las autoridades penitenciarias catalanas hagan mangas y capirotes con una sentencia que, a diferencia del fallo del Tribunal Supremo contra los golpistas militares del 23-F de 1981, sólo favorece la reiteración en la fechoría. Mucho más al no haber atendido sus unánimes magistrados la petición de los fiscales de que se estipulara en la sentencia el cumplimiento, al menos, de la mitad de las penas.

Con los nacionalistas, dada su acreditada deslealtad, a los españoles les viene ocurriendo lo que a los habitantes de la mitológica Argos, cuna de los héroes de la Guerra de Troya. Tras pactar un armisticio de siete días, se vieron sorprendidos la tercera noche alegando el caudillo enemigo que nada se había hablado de las noches. Fiada a la palabra de Cleómenes, no se sabe bien si por desesperación o por falta de coraje, Argos fue derrotada con nocturnidad, aunque luego los dioses vengarían la perfidia de quienes entendían que «valor o engaño, si es con el enemigo, todo es uno».

Ahora Sánchez se rinde a los cantos de sirena de sus propias fantasías trasladando a la opinión pública como verdades ciertas sus «ensoñaciones» particulares (o no tan particulares cuando las juzgan así los ropones del más alto tribunal español). En su conformismo y memoria flaca, muchos españoles piensan que es una seguridad que Sánchez no disponga de los votos precisos para acometer reformas constitucionales que favorezcan concesiones irreparables al separatismo para garantizarse unos años de calma chicha. Yerran. Sánchez puede tomar el atajo de, primero, sacar adelante con sus aliados una declaración del Congreso que sancione la existencia de un «conflicto político» con Cataluña. En parangón con aquella otra de Zapatero en 2006 que supuso el arranque de sus conversaciones oficiales con la banda terrorista ETA usando para ello el vestíbulo principal de las Cortes, en vez del Salón de Plenos del órgano depositario de la soberanía nacional.

Sentada esta premisa, Sánchez podría auspiciar una ley orgánica –solo exige mayoría absoluta, no los dos tercios de la modificación constitucional– que desarrolle el artículo 92 de la ley de leyes para convocar un referéndum consultivo, no vinculante, en Cataluña sobre su permanencia en España. Mediante un ejercicio de Derecho creativo, se satisfaría al independentismo, al tiempo que colocaría una espoleta que podría hacer saltar por los aires la España constitucional y el hecho capital de que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español.

Los biempensantes dirán que esa argucia no colaría ante el Tribunal Constitucional. Pero hay precedentes de soluciones salomónicas, como la que se dejó colar la reforma socialista de la Ley Orgánica del Poder Judicial cuestionando su ortodoxia, o directamente arbitrarias como la que legalizó el brazo político de ETA contra el Tribunal Supremo y el Tribunal Europeo de Estrasburgo con Pascual Sala como sumiller de Zapatero. Su Fiscal General del Estado, Cándido Conde-Pumpido, mora hoy en el TC tras apadrinar que «el vuelo de las togas de los fiscales no eludirá el contacto con el polvo del camino» para no perturbar la negociación con ETA. Desde la expropiación de Rumasa, el TC lleva escritos muchos renglones torcidos y ya sin los problemas de conciencia de su primer presidente, Manuel García-Pelayo, atormentado hasta la muerte. En todo caso, como proclamó el president Montilla en 2010, al declararse inconstitucionales algunos artículos del Estatut de Maragall y que ahora se intentará reintegrar con las competencias sobre Justicia, «no hay tribunal que pueda juzgar ni nuestros sentimientos ni nuestra voluntad. Somos una nación».

Ese desarrollo del artículo 92 colocaría a los españoles en la situación de indefensión de Alicia en el capítulo final de la obra por excelencia de Lewis Carroll. Comparece en el juicio sobre el robo de unas tartas y se encuentra con que el rey-juez ordena, en virtud del «artículo 42», que toda persona que mida más de un kilómetro abandone la sala. Al ver cómo concita la mirada de los presentes, Alicia aclara que ella no medía un kilómetro. Pero su alegación rebotó, como pelota en frontón, contra la terquedad real. «Sí lo mides», zanja el soberano. Lejos de amilanarse, Alicia se planta contra tamaño desafuero. «Usted se lo acaba de inventar». Impertérrito, el soberano de la baraja le replica cortante cual naipe nuevo: «Es el artículo más viejo del libro».

Ese remendado «artículo 92» serviría a Sánchez y a sus socios para sus planes de cambio de régimen recorriendo el camino anticipado por el contador de naciones Iceta, quien ha convertido el PSOE en una sucursal del PSC y, haciendo que la parte supedite al todo, marca el destino del futuro Gobierno Sáncheztein. El PSC se ha revelado el auténtico caballo de Troya del procés.

Si Zapatero legitimó políticamente la violencia terrorista de ETA haciendo cosas que helaron la sangre a gentes de bien como la madre de Joseba Pagaza, Sánchez hace lo propio con los golpistas del 1-O en Cataluña. Que nadie pregunte luego a ningún Zavalita, remedo del personaje de Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, como se jodió España ni quiénes fueron sus directos causantes. Miren al banco azul y a quienes lo sostienen. A unos solo les preocupa seguir viviendo del presupuesto y a otros, destruir España.

A este paso, como ha manifestado Inés Arrimadas, «en tres años, no va a dejar España que gobernar» un candidato a la investidura que, más que rehén de las circunstancias, parece prisionero de su yo hasta el punto de que su yo–su personalidad e idiosincrasia– es su propia circunstancia. Y todo, claro, de la mano del susodicho «artículo 42», el más antiguo de los principios para todo gobernante sin principios.

No siempre «cuando las cosas llegan a lo peor, regresan a donde estaban antes», como Shakespeare anota en su Macbeth. Por eso, no se entiende ni la tibia reacción de unos barones socialistas –más allá de los jipíos nada flamencos de Page o Lambán– ni tampoco la falta de respuesta de unas fuerzas constitucionalistas que van a tener el dudoso honor de contemplar el entierro de la nación española –y, con ella, de la libertad y bienestar de los españoles– desde el puesto de privilegio de sus escaños. Ojalá que, en medio de la tempestad, se cumpla la profecía que sor María Jesús de Ágreda, consejera predilecta hasta la devoción de Felipe IV, confió al monarca: «Esa navecilla de España no ha de naufragar jamás, por más que llegue el agua al cuello». Demasiado fiar en la providencia, en cualquier caso, lo que debiera atañer del cielo abajo a todos.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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