¿De qué pasta está hecho el presidente?

El apasionado y confuso debate sobre la reforma sanitaria que tiene lugar en Estados Unidos en la actualidad no es en modo alguno un mero enfrentamiento entre partidarios de la empresa privada y defensores de la medicina socializada.

Sí, está claro que la inmensa mayoría de los conservadores desea limitar las decisiones y el gasto federales prácticamente en todas las partidas, salvo la militar. Y que también está absolutamente segura de que la democracia capitalista actual proporciona oportunidades suficientes para que las personas trabajadoras puedan ganar lo bastante para sufragarse su propia atención sanitaria, salvo en casos de emergencias catastróficas.

Al mismo tiempo, también es cierto que, en líneas generales, prácticamente todos los liberales e izquierdistas piensan que los Gobiernos de los países democráticos tienen una importante responsabilidad a la hora de garantizar el bienestar de los ciudadanos, sea cual sea su clase social o grupo étnico.

En materia de atención sanitaria, todos esos principios generales se traducen de la siguiente manera: para los conservadores, es preferible dejar en manos de las aseguradoras privadas el control financiero, y el profesional a cargo de los médicos y de sus colegas en el campo de la investigación en las "ciencias de la vida".

Por su parte, liberales e izquierdistas son muy conscientes de que tanto el capitalismo actual como el hoy previsible no proporcionan oportunidades suficientes para que todas las personas dispuestas a trabajar puedan permitirse un seguro sanitario privado.

Y, en cualquier caso, creen que en los sistemas económicos la "dignidad" de la persona no debería calibrarse únicamente en función de su capacidad para generar ingresos. Evidentemente, al igual que los conservadores, están seguros de que las decisiones médicas deben tomarlas los médicos y los biólogos, no los "burócratas" del Gobierno o de las aseguradoras.

Todas estas ideas generales ayudan a explicar por qué la gran mayoría de los republicanos se opone al plan sanitario de Obama y por qué la mayoría de los liberales e izquierdistas la apoya, pero no con tanto entusiasmo como quisieran.

Al remitirnos a las preferencias políticas generales de unos y otros, dejamos sin resolver varios problemas importantes. Uno de ellos es el aparente desconocimiento, a veces fingido, de que el Gobierno federal viene participando en la provisión de servicios sanitarios desde la instauración de Medicare en la década de 1960 (por no hablar de la atención médica que ha dispensado a un número considerable de funcionarios civiles y militares a lo largo de la historia del país).Todos los estadounidenses mayores de 65 años dependen enormemente de Medicare. En teoría, tanto los republicanos como los demócratas coinciden en la necesidad de ampliar de algún modo la cobertura sanitaria a los alrededor de 46 millones de adultos que en la actualidad carecen de ella.

Por otra parte, muchos millones de personas realmente pobres dependen del ya veterano programa federal conocido con el nombre de Medicaid. Sin embargo, al mismo tiempo, Estados Unidos sufre en la actualidad el déficit presupuestario más abultado y la balanza comercial más desfavorable de su historia.

En esas circunstancias, ¿cómo podremos alcanzar la cobertura sanitaria universal si la opinión pública estadounidense se opone mayoritariamente al incremento de cualquier déficit que no tenga que ver con las partidas de gasto militar? Los partidarios de Obama insisten en que mejoras en la eficiencia como la utilización de ficheros electrónicos y no de papel, la eliminación de pruebas costosas pero no necesarias desde el punto de vista diagnóstico, y, en general, una mayor coordinación entre hospitales y laboratorios farmacéuticos ahorrarán miles de millones de dólares.

El plan también incluye una "opción pública" que, por definición, no tendría "ánimo de lucro" y que a muchos conservadores les suena a bolchevismo. Barack Obama ha declarado que la mera existencia de esa opción conduciría a las aseguradoras a reducir sus primas y, por supuesto, sus márgenes de beneficio.

Es fácil comprender por qué los conservadores ven en este elemento una "competencia desleal" para el sistema capitalista, pero dejando de lado las filosofías políticas, nadie se ha preocupado de demostrarnos si esos cambios reducirán realmente el déficit público que, de la forma que sea y en algún momento, habrá que pagar.

En relación con lo anterior, hay otros dos problemas que por lo menos merece la pena mencionar. Muchos ancianos, entre ellos partidarios de Obama, han comenzado a preguntarse si los "ahorros" que experimentará Medicare con el fin de dar cobertura sanitaria a los 46 millones que no la tienen pondrán en peligro el presupuesto para sus propios tratamientos, con frecuencia costosos.

Está claro que cada vez hay más personas que viven hasta los 90, y que la atención en las últimas etapas de la vida se está volviendo más cara y más difícil desde el punto de vista psicológico. En muchos casos, los enfermos con dolencias terminales y sus familias eligen cualquier tratamiento que les prolongue la vida unos pocos meses o un año, y esos tratamientos suelen ser de los más caros desde el punto de vista quirúrgico y farmacéutico. En esta trágica situación, los neandertales republicanos han orquestado una siniestra campaña contra las terapias centradas en el "fin de la vida", que durante décadas las instituciones privadas han utilizado para dar un gran consuelo espiritual a pacientes y familias de todos los credos políticos y religiosos. Pero su odio a Obama y el deseo de atacar cualquier cosa que tenga que ver con la "opción pública" les han llevado a calificar esas labores de orientación de "comités de la muerte".

De esta forma queda claro que el debate sobre la reforma sanitaria no es una mera pugna entre instituciones médicas privadas y públicas, sino que se centra en la calidad de la vida y la muerte, cosas a las que nadie puede ser realmente indiferente.

En un nivel subliminal, también es un debate sobre la capacidad de nuestro primer presidente negro. Después de las luchas por los derechos civiles de las últimas cuatro décadas, sus adversarios no le atacan abiertamente por ser negro, pero las cajas de los supermercados e Internet están llenos de revistas sensacionalistas que declaran que en realidad no nació en Estados Unidos (un requisito constitucional para ser elegido presidente del país), e incluso, para gran consternación de Michelle Obama y de sus hijas, se pueden leer artículos "serios" afirmando que es homosexual.

El debate sobre la reforma sanitaria también debe analizar racionalmente los costes que ésta implica. En ocasiones, Obama ha hablado de retirar las exenciones fiscales aprobadas por el presidente George W. Bush para ese 1% o 2% de los contribuyentes estadounidenses que más paga, y ha prometido no subir los impuestos a cualquier familia que gane menos de 250.000 dólares.

¿Acaso cree que puede atraerse a un número significativo de republicanos y a la mayoría o a todos los demócratas partidarios del control presupuestario (que no dejan de aludir con escepticismo a las promesas de reducción de costes de Obama) para conseguir subir los impuestos a los estadounidenses más acaudalados?

¿Cree que insistiendo tanto en su preferencia por la opción pública como en que ésta es sólo uno de los aspectos de la posible reforma recabará votos en el Congreso, aumentará la confianza de los partidarios que tiene entre la opinión pública y quizá incluso se granjeará algunos votos republicanos?

Espero que mi escepticismo vaya desencaminado, pero creo que para poder aprobar una legislación social a la que la mayoría de los republicanos siempre se opondrá, debe demostrar la abierta valentía que caracterizó a antecesores demócratas como Franklin D. Roosevelt, Harry S. Truman, John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson.

Gabriel Jackson, historiador estadounidense. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.