De qué pocas cosas estamos seguros

El paso de los años nos capacita para valorar de inmediato el pelaje moral de quien solo conocemos por la apariencia física, la mirada y el gesto tras la impresión de un encuentro instantáneo.

Asimismo, como viejos atentos, nos suponemos certeros en el juicio del humor de aquel a quien nos acaban de presentar. Aunque hayamos perdido frescura expositiva y capacidad de réplica, hemos multiplicado las experiencias que nos animan a calificar. Si seguimos en la carrera, como incorregibles perseguidores de metas inalcanzables, no confesaremos la verdad de lo que pensamos para evitar la respuesta dolida del encausado que dificulte una amistad. Pero por dentro sabemos que sabemos.

Entre los conceptos indiscutibles, que por nuestra edad atesoramos, hay dos esenciales: la ignorancia pretenciosa y osada nos ofende; la sabiduría humilde nos seduce. Dos ejemplos rabiosamente actuales cantan: del primero, obvio, ni comentario; del segundo, el brillo inesperado de Ratzinger en la JMJ nos emociona y reafirma en su verdad.

En el campo de la estética existe un sufragio universal secular, del que nos fiamos, que establece con firmeza la lista de bellezas inolvidables en arquitectura, escultura, pintura, música... y que nos incita a la elección. Ni siquiera quedan descalificados los movimientos exóticos no contribuyentes, solo sorprendentes, que quedarán, eso sí, esquinados.

En arquitectura, las Pirámides, la Mezquita de Córdoba, La Alhambra, el Partenón, la Capilla Sixtina, la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright, la iglesia de Ronchamp de Le Corbusier, Kew Gardens de Londres...

En escultura, el Discóbolo, de Mirón;el Gattametala, de Donatello, y el Marco Aurelio, ambos ecuestres; el Perseo, de Benvenuto Cellini; los volúmenesde Chillida y sus dibujos en blanco y negro, las abstracciones de Gaveau...

En pintura, los paisajes de Patinir; la Gioconda, de Leonardo; los frescos de Miguel Ángel y Rafael en el Vaticano; los retratos de Sargent y Klimt, Cleode Mérode, de Benedito; los niños mojados, de Sorolla; los gigantescos monopolicromos de Rothko...
En música, el Ave María, de Schubert; las obras de Mozart y Bach; las armonías populares mexicanas de Lola Beltrán, las saetas en la noche sevillana...

Si pasamos a las bellezas vivas animales: el caballo purasangre árabe en cabriola; el pavo real, desplegada su cola; el pato cuchara en vuelo raudo...

En el resumen de bellezas femeninas del XX: Ava Gardner, Brigitte Bardot, Jane Fonda, Aitana Sánchez Gijón... Está claro que cuando dejan de emanar pasión no imantan y por eso su atracción es efímera; solo quedan las imágenes en el recuerdo. No es poco.

En el diseño tecnológico, el automóvil: el Delahaye del 45; tampoco está mal el Delage, pero menos; el Bugatti de siempre, incluso el de hoy; el Ferrari, el Lamborghini, el Porsche... Me apetecería seguir, pero me contengo.

Ejemplos que encadeno a vuelapluma disfrutando de cada una de las imágenes al compás de mis contemporáneos. Aunque todos sabemos que la belleza absoluta es inasequible (los absolutos son atributos de Dios, «verdad, bondad y belleza»), las relativas, regaladas por la naturaleza o el talento del hombre, ponen de acuerdo a miles de generaciones cultas que se sintieron siempre acordes y dispuestas a su aprecio, actitud convincente para mí, en grado supremo. Lo cual no es hoy el caso. Los «creadores intelectuales del arte vigente» luchan con pretensión despectiva contra lo guapo, lo bello. Persiguen lo insólito en persecución de la sorpresa, cuya ejemplaridad es cuestionable.

En arquitectura merece crítica el deconstructivismo, posible por la resolución actual de los nuevos planteamientos estructurales gracias a las nuevas tecnologías, cuando su objetivo es la erección de lo inesperado con aplauso de la fealdad, el desorden, la ignorancia intencionada por sabedora de las leyes naturales. Le corresponde aplauso, sin embargo, cuando su afán se sitúa tras un nuevo logro en el campo de la belleza. Gehry y Libeskind se hacen respetar, no así Eisenman, a pesar del talento de Perea.
Las modas, gobernadas por la ambigüedad de los géneros, deshumanizan los cuerpos, fundamentalmente femeninos, y consiguen el seguimiento borreguil de sectores básicos de la sociedad; sociedad compuesta hoy masivamente por la inmigración urbana de una muchedumbre originariamente rústica, aún ineducada para las exigencias del presente. Su voto, evaluado como contabilizable políticamente, ha rebajado las cotas selectas de la población, cuya indumentaria astrosa se ha impuesto hasta en el nivel desclasado del poder inculto.

El clima pseudoprogresista invade las publicaciones exquisitas que ilustran sus primeras páginas con homenajes a la aberración y al cine grandilocuente. Sus críticas partidistas favorecen a los países de origen.

El Connaissance des Arts, revista de máximo prestigio crítico e informativo, histórico y contemporáneo, dedica en primer lugar un editorial (septiembre 2011) descalificador de la nostalgia no creativa en las esculturas ecuestres recientemente incorporadas al paisaje urbano parisino (Grand Palais) para, después, abrir sus páginas con una panorámica actual en la que subraya el expresionismo figurativo pretendidamente torpe. A renglón seguido recupera su tradición para mostrar bellezas inolvidables.

«El árbol de la vida» aspira a ser la película del año. Fui inocente a verla y quedé pasmado. A su inicio, tanto la luz simbólica, aura divina, como la expresión imaginativa espectacularmente resuelta del período de creación de la Tierra me dejaron sobrecogido y expectante; asimismo, la música gloriosa me acompañaba; después, la incoherencia persistente en la exposición de un guión familiar entrecortado y confuso, con pretensión mística, espiritual y crítica en templete circunstancial cristiano-cursi a lo Disneylandia, sumado todo ello a la antipatía dogmática exhibida por «el padre» (Brad Pitt) y el despiste gestual del niño, me fue defraudando. Allí aguanté en espera de aclaración postrera, pero, aunque me pasaron de umbral en umbral, de puerta en puerta, la oscuridad y el aburrimiento sin conclusión me colmaron. Sin embargo, lo que más me asombró fue tanto el juicio parcial de las publicaciones americanas y los premios concedidos como la apreciación de J. M. de Prada, siempre sabio y, en esta ocasión, enfervorizado con la aridez de semejante árbol en su artículo de ABC. Es probable que mi «chochera» me impidiera enterarme.

Para mí, una vez más, el corro intelectual de los autores del día no sabe o no quiere comunicarse con el público expectante a través de un hilo conductor claro; prefiere sumirlo en dudas inconexas para alcanzar su enigmática o acomplejada admiración.

Pero, simultáneamente, una inmensa mayoría mantiene su trayectoria positiva. El rechazo a los abusos, la creciente transparencia comunicativa, el progresivo hartazgo de la pornografía, la admiración confesa hacia los realismos con magia o mística —más de 350.000 visitantes a la exposición de Antonio López; cerca de 2.000.000 de asistentes a las JMJ; los éxitos deportivos de un sector de la España activa; la descalificación masiva de la ignorancia, etc...— son síntomas que describen el flujo real aunque subterráneo de la sociedad.

Está claro que la Humanidad progresa no solo por lo que sabe, sino por lo mucho en lo que cree. Y esto es una de las pocas cosas que sé.

Miguel de Oriol e Ybarra, doctor arquitecto y académico de número RABASF.

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