¿De qué va la Unión?

Una vez más la decepción, el desengaño y la desilusión. La decisión tomada por los 'líderes' europeos en Bruselas el jueves es una burla hacia los ciudadanos que la integran. La confianza que éstos habían depositado en una maquinaria europea lastrada largos años hasta que finalmente, después de un largo y tortuoso camino, se aprobó el Tratado de Lisboa, ha sido respondida desde la capital belga con un dictamen que es una bofetada a las esperanzas democratizadoras de millones de ciudadanos y una burla a la paciencia que están teniendo con los mal llamados dirigentes del proyecto europeo. Más que dirigentes son administradores de sus pequeñas parcelas de poder, siempre en equilibrio con las de los demás. De estos pusilánimes equilibrios y de los antidemocráticos intereses estatales ha nacido la decisión de anteayer. ¿De qué va esta Unión? ¿Qué es lo que pretende? ¿A quién pertenece? ¿A quién se dirige? ¿Qué papel tienen los ciudadanos en la misma? Todos estos interrogantes y muchos más reaparecen como fantasmas del pasado, desgarran y nublan nuestro entendimiento. Por ello es conveniente reflexionar antes de tomar decisión alguna. Si no lo hiciéramos, rápidamente nos apearíamos de un tren cargado con toneladas de falsedades y engaños y que de proyecto común sólo tiene la locomotora y los vagones, es decir, parte de lo que se ve.

El oscuro y cerrado proceso que se ha seguido para la elección de Herman Van Rompuy y Catherine Ashton es el primer paso de la nueva Unión. Que Dios nos pille confesados si tenemos que tragar estas ruedas de molino después de contemplar el bochornoso espectáculo de acuerdos tácitos entre partidos políticos, filigranas entre países pequeños y grandes, intereses de 'líderes' endiosados, conversaciones y acuerdos de pasillo, salón y cocina. Que alguien nos haga un lavado de cerebro si somos capaces de creernos, todavía, aquello de caminar juntos en un proyecto compartido. La penosa exhibición vivida debilita a la Unión, aunque sus dignatarios sean incapaces de verlo o les dé lo mismo, hasta un grado cuyo alcance es difícil de prever. Debilidad que radica en la expulsión de los ciudadanos de toda decisión comunitaria, más que en el perfil de los elegidos. El cáncer es el proceso y las tan olvidadas formas que tanto peso tienen en todo aquello que hacemos. Que Van Rompuy y Ashton sean dos desconocidos en múltiples ámbitos, comunitarios y no comunitarios, tiene su justa importancia, pero no mina la estructura del edificio europeo. La forma en que se les ha elegido y la puesta en escena final, sí.

El democristiano, presidente y primer ministro belga cuenta a su favor con un perfil claramente europeísta y federalista, y cree firmemente en el proyecto europeo, a pesar de que su elección se deba a la presión alemana y francesa en los sótanos comunitarios y a su reciente presencia en las instituciones comunitarias. De la laborista Catherine Margaret Ashton no podemos decir lo mismo. Beneficiada del rechazo de la candidatura de Tony Blair para la presidencia del Consejo, llega a un cargo trascendental con un ligero bagaje de poco más de un año ejerciendo de comisaria europea de Comercio, con un desconocimiento considerable de las relaciones exteriores de la Unión y ni siquiera cuenta con una conocida afirmación europeísta. Anodino el primero, aunque esperemos que eficaz si le dejan, y considerada la segunda el peor candidato británico por la prensa de su propio país, aunque estaría bien que nos sorprendiera, lo que está muy claro es que los diez años de lucha para que la Unión llevara a cabo una reforma institucional que hiciera de la misma una entidad más transparente y democrática, unificando su política exterior, se han enterrado bajo una capa de opacidad en un oscuro proceso carente de luminosidad y pringado de secretismo. Cabe destacar también que la elección de Ashton ha sido un premio a Gran Bretaña por su contrastado europeísmo; por luchar a capa y espada para fortalecer la Unión, sobre todo fuera del espacio Schengen y de la Eurozona); por su timorato, descafeinado e hipócrita apoyo al Tratado de Lisboa; por recordarnos que el Eje euroatlántico del que forma parte con EE UU es mejor que cualquier iniciativa comunitaria en este ámbito; por evitar que la Unión tenga un ministro de Asuntos Exteriores y se conforme con un Alto Representante; y, en definitiva, por guiarnos en el proceloso mar de los abismos comunitarios. Sin su luz no seríamos lo que somos, afortunadamente.

Ningún siglo de la historia europea estuvo mejor diseñado que el último para excitar las pasiones del pensamiento y llevarlo al desastre político. Comunismo, fascismo, marxismo en sus barrocas mutaciones, nacionalismo, fueron capaces de generar feroces dictadores y de cegar a los intelectuales ante sus crímenes. De esta ciénaga nació un proyecto europeo al que verdaderos estadistas hicieron caminar. Hoy, los estadistas no existen y las decisiones que se toman en Bruselas y la forma de tomarlas nos alejan cada vez más a los ciudadanos de sus instituciones. En no pocas ocasiones tenemos la sensación de que quieren obligarnos a rechazar el proyecto europeo, de que intentan silenciarnos alejándolo cada vez más de nosotros. A pesar de nuestro incansable apoyo y confianza en el mismo, cada vez nos acercamos más a un callejón sin salida. Reivindicar la recuperación democrática y social de Europa intentando mejorar lo que ya existe es la única perspectiva razonable que vislumbramos para el futuro. Apearnos del tren sería volver a los engendros que hicieron del siglo XX el más cruel y destructivo de la historia de la Humanidad.

Daniel Reboredo, historiador.