¿De quién es el Patrimonio Nacional?

De quién es el Patrimonio Nacional

El artículo "Zarpazo a la Corona desde el Tribunal de Cuentas", publicado en este periódico el pasado 18 de abril, suscita algunos interrogantes sobre el significado actual del Patrimonio Nacional (PN) y la conveniencia de mantener o revisar el régimen jurídico de los bienes que lo integran. El artículo reseña las posiciones contrapuestas de una consejera del Tribunal de Cuentas y de la Abogacía del Estado, que parecen resumirse en la propuesta de integrar la mayor parte de los bienes del PN en el general del Estado o bien mantener el statu quo. Sin ánimo de terciar en el debate, pues desconozco el contenido de los informes en que se basa el artículo, algunas consideraciones sobre el origen y la regulación actual de la institución pueden ser útiles para centrar la cuestión.

Hace ya bastantes años Luis Carandell publicó en su Celtiberia show la foto de un cartel en el que se leía: "Patrimonio Nacional. Propiedad privada. Prohibido el paso". Recuerdo haberlo visto en el Monte de El Pardo y en algún otro sitio del PN y, desde luego, uno se quedaba perplejo ante lo que parecía una manifiesta contradicción: si es patrimonio nacional, ¿cómo puede ser propiedad privada y por qué está prohibido el paso?

Esa información tan sucinta no era, desde luego, políticamente correcta, pero tampoco lo era jurídicamente, porque los bienes del PN no son propiedad privada del Estado, sino que tienen un régimen de especial protección sustancialmente idéntico al de los bienes de dominio público. Su titular es el Estado, como organización política de la nación, pero están fuera del tráfico jurídico, por lo que no se pueden enajenar ni ser objeto de cualquier forma de privatización. En cambio, los bienes del patrimonio del Estado sí son propiedad de éste y, por ello, se pueden vender, gravar, etc. conforme a la legislación aplicable.

A primera vista, proponer la integración de los bienes del PN en el general del Estado no parece un avance, sino más bien un retroceso en cuanto a la protección de estos bienes, salvo que se declarase expresamente que no son bienes patrimoniales, sino de dominio público. El PN y el del Estado son instituciones distintas según la Constitución (art. 132.2), por lo que, salvo reforma constitucional, hay que mantener la sustantividad de aquél, que no se puede diluir sin más en éste, aunque ambos sean de titularidad estatal.

Según su ley reguladora de 1982 "tienen la calificación jurídica de bienes del Patrimonio Nacional los de titularidad del Estado afectados al uso y servicio del rey y de los miembros de la Real Familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen". Esa vinculación es una reminiscencia histórica, que hoy resulta anacrónica y que sólo se entiende en el contexto de la evolución del Real Patrimonio desde el Antiguo Régimen hasta nuestros días. Lo mismo puede decirse de los derechos y cargas de patronato sobre fundaciones religiosas, que también se integran en el PN.

En el Antiguo Régimen las rentas reales se aplicaban indistintamente a las atenciones de la Real Casa y de las Secretarías de Estado y del Despacho, en una situación de gran confusión, que la Constitución de Cádiz intentó resolver implantando un sistema de "dotación" del rey y su familia. El preámbulo lo explicó en un párrafo muy conocido: "La falta de conveniente separación entre los fondos que la Nación destinaba para la decorosa manutención del rey, su familia y casa, y los que señalaba para el servicio público de cada año, o para los gastos extraordinarios que ocurrían imprevistamente, ha sido una de las principales causas de la espantosa confusión que ha habido siempre en la inversión de los caudales públicos. De aquí también la funesta opinión de haberse creído por no pocos, y aun intentando sostener como axioma, que las rentas del Estado eran una propiedad del monarca y su familia".

El remedio fue la fijación, al principio de cada reinado, de una dotación anual para el rey y su familia (lo que se conoce como "lista civil"). Además de esta dotación anual, la Constitución de 1812 atribuyó al rey "todos los Palacios Reales que han disfrutado sus predecesores", así como los terrenos que las Cortes "tengan por conveniente reservar para el recreo de su persona" (art. 214).

Al restablecer el Antiguo Régimen (y, por tanto, el Real Patrimonio) en 1814, Fernando VII decidió separar "enteramente el gobierno e interés de mi Real Casa de los demás del Estado", encargando al mayordomo mayor el conocimiento "de todos los asuntos de palacios, bosques y jardines reales, patrimonio real y alcázares, nombramiento de empleados en todos estos ramos y sus dependencias". Esos bienes se consideraban de titularidad del rey, quien los gestionaba a través de su Casa.

A la muerte de Fernando VII (1833) había gran confusión, por no estar diferenciados con claridad tres conjuntos de bienes: a) los adscritos a la Corona para su uso y disfrute; b) el caudal privado del rey (es decir, los que posee como un particular); c) los bienes del Estado. En 1838 se creó una comisión para identificar los bienes del Real Patrimonio, pero la materia no se regularía hasta 1865, cuando la ejecución de la legislación desamortizadora hizo imprescindible deslindar los bienes del Estado y los de la Corona, para determinar cuáles se podían vender y cuáles no.

La Ley de 19 de mayo de 1865, del Patrimonio de la Corona (denominación que sustituyó a la de Real Patrimonio), señaló los bienes integrantes (el Palacio Real de Madrid, los Reales Sitios del Buen Retiro, la Casa de Campo, la Florida, el Pardo, Aranjuez, la Alhambra, etc.) y declaró en estado de venta los demás, atribuyendo al Estado el 75% de los ingresos que se obtuvieran y a la Corona el 25% restante. Este reparto, alabado como una muestra de generosidad por los partidarios de la reina, fue duramente criticado desde las filas republicanas.

Emilio Castelar publicó un artículo de título irónico ("El rasgo") en el que arremetía contra el todavía proyecto de ley porque "en los países constitucionales el rey debe contar por única renta la lista civil" y no tener una masa ingente de bienes como la que le atribuía la futura ley ("Los bienes que se reserva el Patrimonio son inmensos: el veinticinco por ciento desproporcionado"). El Gobierno exigió al rector la destitución de Castelar de su cátedra y, ante su negativa, sustituyó al rector.

La reacción de los estudiantes y la represión policial dieron lugar a la tristemente célebre noche de San Daniel (10 de abril de 1865), de la que fue testigo Benito Pérez Galdós, a la sazón estudiante de Derecho, quien lo contó así en sus memorias: "En aquélla época fecunda de graves sucesos políticos, precursores de la Revolución, presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel (…) y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana".

La Ley de 1865 tuvo el mérito de diferenciar tres conjuntos de bienes que hasta entonces estaban entremezclados: a) el Patrimonio de la Corona, indivisible, integrado por bienes inalienables, imprescriptibles y no sujetos a gravamen alguno; b) el caudal privado del rey, que le pertenece en pleno dominio y que está sujeto a las contribuciones y cargas públicas y, en general, a las normas del derecho común; c) los demás bienes del antiguo Real Patrimonio no integrados en el de la Corona, cuyo destino es la enajenación.

En los años siguientes, la situación jurídica del Patrimonio de la Corona será un reflejo fiel de las vicisitudes políticas. En 1869, tras el exilio de Isabel II, se declaró extinguido, revirtiendo "en pleno dominio" al Estado los bienes que lo integraban. La medida no debió de ser efectiva, porque en 1873 se dispuso su "incautación" por el Ministerio de Hacienda, que continuaría administrándolos hasta que las Cortes decidieran sobre su destino.

La Restauración lo fue también del Patrimonio de la Corona, que se reguló por la Ley de 26 de junio de 1876, muy parecida a la de 1865. En 1931 se acordó de nuevo su incautación por el Estado, pasando sus bienes a integrar el "Patrimonio de la República". En 1940 se restableció con la denominación de "Patrimonio Nacional", propiedad del Estado, lo que explica la equívoca información contenida en los carteles antes mencionados.

En la actualidad, ya hemos visto que, conforme a su ley reguladora de 1982, el PN es de titularidad estatal inequívoca. Su gestión corresponde a un organismo, el Consejo de Administración del Patrimonio Nacional, encuadrado en la Administración General del Estado (en concreto, en el Ministerio de la Presidencia), no en la Casa Real. Pero tiene un régimen jurídico de especial protección que justifica su separación de la masa común de bienes patrimoniales del Estado. Ese tratamiento diferenciado viene impuesto por la Constitución y no parece seriamente cuestionable. Lo que sí se debería reconsiderar es la vinculación del PN "al uso y servicio del rey y de los miembros de la Real Familia”, que resulta hoy anacrónica.

Muchos bienes que integraban el Patrimonio de la Corona en 1865 ya no forman parte del PN (por ejemplo, la Alhambra, el Museo del Prado, el Retiro, la Casa de Campo, la Florida y otros), sin que ello signifique que hayan quedado desprotegidos. El debate del siglo XIX estuvo centrado en la titularidad de los bienes, si eran del rey o de la Nación. Esa cuestión está definitivamente zanjada.

En la actualidad, vale la pena reflexionar sobre la composición del PN (si se deben excluir o no algunos bienes) y sobre su destino, para ajustar la norma a la realidad, pues es evidente que la mayor parte de los bienes no están destinados al uso del rey y su familia. El PN no es del Rey ni tampoco propiedad privada del Estado, sino un patrimonio colectivo, que hay que preservar para las generaciones actuales y futuras, como testimonio de una tradición y una memoria colectiva. El debate tiene contenido, pero es de tono menor en comparación con el del siglo XIX y, en cualquier caso, no parece que el Tribunal de Cuentas sea el foro más adecuado para iniciarlo.

Ángel Menéndez Rexach es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Autónoma de Madrid y autor del libro 'La Jefatura del Estado en el Derecho Público Español'.

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