¿De quién son mis hijos?

El debate público que desencadenaron las declaraciones de la ministra Celaá sobre a quién corresponde o no la propiedad de los hijos, prolongado con la controversia del llamado «pin parental», hace pensar inmediatamente en el título de uno de los principales libros del filósofo Ronald Dworkin: Taking rights seriously (hay que tomarse los derechos en serio). Y es que no estamos sólo ante una discusión sobre políticas educativas. Están en juego derechos fundamentales, que actúan como límite a la discrecionalidad gubernamental y legislativa, pues el Estado tiene la obligación de respetar esos derechos y de facilitar su ejercicio (art. 9.2 de la Constitución). Es un criterio esencial que ha de guiar todas las políticas públicas y a todos los niveles: nacional, autonómico y local.

El primero es el derecho a la educación y la enseñanza, reconocido por todos los instrumentos internacionales y por la Constitución española, que además recoge el derecho de los padres a que sus hijos reciban una formación religiosa y moral de acuerdo con sus convicciones. El Convenio Europeo de Derechos Humanos va más allá, al exigir del Estado que, al ejercer las funciones que le corresponden en materia de enseñanza, respete el derecho de los padres a que sus hijos sean educados de una manera conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas. Estas últimas se refieren a creencias equiparables a las religiosas, es decir, pretende subrayar que los padres ateos y agnósticos también tienen derecho a decidir la orientación moral de la educación que reciben sus hijos.

¿De quién son mis hijos?Ese derecho de los padres ha ido siendo interpretado desde 1976 por el Tribunal de Estrasburgo, que, sin ser un oráculo infalible, es una de las voces más autorizadas en materia de derechos humanos en el mundo. Y además su jurisprudencia es vinculante para España como país miembro del Consejo de Europa. Cuatro ideas del Tribunal resultan especialmente oportunas para este debate.

La primera es que los derechos de los padres en esta materia son consecuencia de un deber natural hacia sus hijos. Es decir, no son graciosamente concedidos por un convenio internacional entre Estados, sino que proceden de una responsabilidad primordial que les corresponde por derecho propio. En segundo lugar, los deberes del Estado van mucho más allá de «tener en cuenta» los derechos de los padres; implican una obligación negativa de abstenerse de interferir en su ejercicio, y además la obligación positiva de garantizar que tales derechos no existan sólo sobre el papel sino también en la realidad. Algo muy en sintonía con el Estado social de derecho diseñado por nuestra Constitución. En tercer lugar, todo lo anterior se aplica al entero espectro de la enseñanza. De manera que el Estado está obligado a respetar los derechos de los padres en los colegios públicos aunque tengan la posibilidad de enviar a sus hijos a un colegio privado, subvencionado o no. Finalmente, el Tribunal Europeo ha insistido en que los derechos de los padres no se circunscriben a la enseñanza religiosa sino que se extienden a todo el sistema educativo, incluidos aquellos aspectos de que no tienen un contenido estrictamente académico.

Ignoro si, como algunos han dicho, esta polémica es en realidad una cortina de humo para mantener la atención la opinión pública distraída de otras cosas supuestamente de mayor trascendencia. En todo caso no debemos trivializar el tema pues hay un debate subyacente y crucial sobre la función que corresponde respectivamente a las familias y al Estado en la educación de la juventud.

Tiene razón Celaá cuando dice que los hijos no pertenecen a los padres. Lo cual no significa que pertenezcan al Estado. Los menores -como los adultos- no son propiedad de nadie: es consecuencia elemental de la dignidad humana. Pero los menores sí son responsabilidad de alguien hasta que alcanzan la mayoría de edad. Y es ahí donde entra la difícil cuestión de quién, y en qué áreas, es responsable de la educación de los hijos.

Cuestión difícil, porque el individuo es simultáneamente miembro de una familia y ciudadano. Esa doble dimensión está implícita en el art. 27 de la Constitución. No sólo la familia tiene derecho a educar al menor; también la sociedad civil, representada -en cierta medida, no de manera exclusiva- por el Estado. El problema es hasta dónde pueden llegar los poderes públicos sin invadir el espacio legítimo -y preexistente- de la responsabilidad que corresponde a las familias. Dónde ponemos la frontera, sobre todo en aquellas materias que tienen un claro perfil ético.

La importancia de todo esto se advierte cuando, más allá de las teorías psicológicas sobre los estadios del desarrollo moral del individuo (desde Piaget a Kohlberg, Gilligan, o Rest y Knowles), consideramos que los valores que nos son inculcados en los primeros años de nuestra vida casi siempre condicionan nuestra existencia futura, de una manera u otra. Forman parte de nuestros genes intelectuales, lo queramos o no, incluso si dedicamos nuestra vida a combatirlos.

A alguien, por tanto, ha de reconocérsele la responsabilidad de proporcionar esa primera educación. Sin perjuicio de otros actores sociales, hay dos opciones obvias en una sociedad contemporánea: la familia y el Estado. En principio, a este corresponde la dimensión de ciudadano de la persona y a aquella la dimensión de individuo privado. La enseñanza organizada por el Estado puede orientar en materia de ética pública, es decir, los valores socialmente aceptados que constituyen la columna vertebral de nuestra convivencia y de nuestro sistema jurídico. Pero le está vedado, en cambio, entrar en el ámbito de la ética que define las opciones de la persona en el ámbito privado. Sería un inaceptable secuestro moral de menores.

En abstracto, lo anterior resulta fácil de comprender y de aceptar. El problema es que nuestras sociedades perciben la línea divisoria entre lo público y lo privado de manera cada vez más confusa. En ese nebuloso ambiente, lo normal sería que las autoridades educativas buscasen la consulta y colaboración con las familias. Si eso no sucede, iniciativas como el «pin parental» o análogas no parecen una idea desafortunada. De hecho, ante contenidos o actividades docentes de perfiles morales controvertidos, algunos documentos internacionales contemplan las objeciones de conciencia de los padres como una válvula de seguridad razonable (por ejemplo, los Principios orientadores de Toledo, de Osce/Odihr). No han de verse necesariamente como un artificio de radicales o exaltados irreductibles, sino como un comprensible mecanismo de las familias para defender aquello que les es más querido -y más propio- frente a la tentación de exceso que siempre persigue al poder.

Javier Martínez-Torrón es catedrático de la Universidad Complutense.

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