De repente, Rato

La repatriación de Rodrigo Rato aduciendo -sin duda, sinceramente- razones personales, abortando su mandato al frente del Fondo Monetario Internacional, es una decisión que concierne a su ámbito privado pero que provoca importantes consecuencias de orden político. La más inmediata, pero no la más importante, es que produce un oleaje interno en su partido y quiebra la consigna de Rajoy que deseaba ausencia de polémica, trabajo interno y preparación de las legislativas. El presidente del PP ha descartado, incluso, la celebración del Congreso ordinario de su organización en otoño que no piensa sustituir ni siquiera por una Convención.

Si ya la retirada -más bien la huida- de Jaume Matas ha sido un contratiempo importante para el máximo dirigente del PP, el regreso anticipado de Rato a España, justo en la antesala de las elecciones generales, le plantea un escenario distinto al que él suponía y deseaba. El ex presidente económico del Gobierno no entrará en la política activa, pero es obvio que se constituirá en una referencia para la formación popular y en un activo en el patrimonio político que el PP pueda ofrecer a los electores antes y durante la campaña electoral, períodos estratégicos en los que Rato no regateará su colaboración a Mariano Rajoy.

Si alguien piensa que el asturiano incurrirá en alguna oficiosidad o interferencia, conoce poco al personaje; y si alguien supone que se abstendrá de toda actividad pública, cae en el mismo error. Rodrigo Rato sabrá estar, como ha sabido hacerlo durante estos últimos años pese a acunar en su interior alguna decepción política -fue en ABC, el 5 de enero de 2003 donde se postuló para sustituir a José María Aznar- y dolerse de según qué olvidos y de alguna traición personal. Mariano Rajoy conoce bien a Rodrigo Rato y éste a aquél y ambos sabrán manejar la variable de su presencia en España.

Lo que necesita la alternativa a este socialismo rampante de Rodríguez Zapatero es una acumulación de fuerzas positivas que, desde el Partido Popular, conecte con las mayorías sociales españolas. Rodrigo Rato, simplemente con su discurso y su presencia, se va a comportar como un factor denunciador -aun en un estadio puramente psicológico- que se añadirá al hartazgo que el presidente del Gobierno provoca en propios y extraños. Félix Ovejero Lucas -por ejemplo- acaba de escribir en el «El País» que «el presidente ha hecho trampas. Una y mil veces negaba hacer lo que hoy sabemos que estaba haciendo. Incluso estiraba las palabras hasta vaciarlas de todo su sentido, a veces de un modo particularmente ofensivo para la inteligencia y para la institución (...) ». Y Felipe González, en el mismo medio, ha afirmado el pasado jueves, de modo nada críptico, que «rara vez las cosas ocurren por primera vez, aunque sea así en la experiencia personal de casi todos los seres humanos. Por eso hay tantos gobiernos «adanistas», que creen que todo lo que hacen, o lo que les pasa, es la primera vez que ocurre. Esto los lleva a pensar que están creando siempre ex novo, que están reinventando la res pública, hasta que se les viene encima el peso de la historia, con sus constantes sociales y su propio ritmo, con sus idas y venidas inevitables».
Por eso el regreso de Rato es más importante para el Partido Socialista que para el Partido Popular, porque para éste representa la recuperada cercanía de un liderazgo que trasciende a su propia organización y electorado -alcanza a los empresarios y amplios sectores del nacionalismo-, pero para el PSOE supone una disminución objetiva de sus posibilidades tanto de discurso como políticas. De ahí que la vicepresidenta del Gobierno haya dispensado al todavía director gerente del Fondo Monetario Internacional un recibimiento con un sutil fuego graneado insertado en una estrategia que trata de llevar a la opinión pública el criterio de que Rodrigo Rato no ha estado a la altura de sus responsabilidades. Que semejante argumentación proceda de un Ejecutivo cuyo presidente es incapaz de comportarse con la previsibilidad de un mandatario sólido en las circunstancias más adversas para la sociedad -sean éstas el atentado de ETA en diciembre del año pasado, sea en las horas siguientes al atentado en el Líbano en el que fueron asesinados seis soldados españoles- resulta todo un insulto a la inteligencia colectiva.

Rodrigo Rato no es sólo cofundador del Partido Popular, sino también uno de los políticos de más largo e intenso recorrido en la democracia española. Su experiencia internacional le ha dotado de una capacidad de interlocución extraordinaria y de una fiabilidad generalizada en sus habilidades profesionales y políticas. Pragmático y flexible, es un dirigente de pocas pero nítidas convicciones ideológicas -«no entré en UCD porque aquel partido tenía un principio que no compartía: que la izquierda tenía razón. Yo creía que podíamos tenerla. Y ahora, mucho más», declaraba Rato a ABC en la ya mencionada entrevista de enero de 2003-, a los que une una suerte de carisma personal singularísimo.

Un personaje de este perfil apoyando la opción que representa Mariano Rajoy, si el PP permanece unido y con las ideas claras, siendo consciente de la necesidad de abrirse a fuerzas políticas que en otro tiempo fueron aliadas -en la línea de lo que hoy propugna en este periódico Esperanza Aguirre en el contexto de una entrevista muy reveladora- tiene que provocar tanta satisfacción en su partido como preocupación en el socialista. La voluntad manifestada por Rato de no involucrarse en la vida política y volcarse en la privada -aceptando en su momento alguna de las ofertas profesionales que se le han planteado- tiene, en consecuencia, un impacto político de primer orden que él mismo debe absorber con realismo y desprendimiento.

La apuesta del PP -y así debe ser asumido por quienes deseen un alternativa al actual Gobierno-es Mariano Rajoy y cualquier variación oportunista de este presupuesto sería un estúpido error en el que nadie espere caiga Rodrigo Rato. Pero en la misma medida es que esta cuestión debe quedar clara, puede que el político asturiano deba rendirse a las exigencias de su propia trayectoria política y, en un momento determinado, cohonestar su vida privada con el protagonismo político activo junto al presidente del PP. Porque el sistema democrático español se encuentra en un estado de emergencia y precariedad que va a requerir concursos múltiples y sacrificios, si el caso fuere, para rescatarlo de la crisis que padece y que la política de Rodríguez Zapatero ahonda de semana en semana.

De repente, Rato decide volver y el panorama político se altera. La convulsión de su regreso ahoga sus motivaciones personales que, aunque perfectamente creíbles y sinceras -al menos, para mí lo son- no sofocan la esperanza de que la política española vuelva a disponer de un hombre de sus características. Cuando se produce esta reacción colectiva y transversal -todos los periódicos de Madrid abrieron sus ediciones con esta noticia el jueves pasado a la que dedicaron comentarios editoriales- es que en la sociedad española hay una corriente de opinión muy potente que reclama el fin de los «adanismos» a los que se refería Felipe González; que quiere solvencia en las decisiones públicas y formación intelectual y responsabilidad en los que las adoptan. Y Rodrigo Rato -aunque a él, que quiere tranquilidad y privacidad, y a otros muchos por distintos motivos, les pese- suscita en estos tiempos de crisis demasiadas vibraciones positivas a las que, sospecho, no podrá sustraerse.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.