De Sócrates a Tsipras

LA casualidad ha querido que el drama que está viviendo Grecia coincida con el estreno de Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano, que, con un elenco de lujo, Mario Gas y José María Pou ponen en escena, primero, en el Teatro de Mérida, y luego, en el Romea de Barcelona. ¿O es que llamamos casualidad a lo que no entendemos? Una buena pregunta para Sócrates, una de las personalidades más atractivas y enigmáticas de la Historia, pues se pasó la vida en la calle, hablando con la gente, para terminar condenado a muerte por la democracia que había contribuido a defender y a elevar, insuflándola de unos principios morales superiores a los del mero debate parlamentario y el simple voto que hasta entonces tenía. Indro Montanelli, en su magistral Historia de los griegos, nos lo describe «pobre, vestido como un andrajoso, pero, por naturaleza, un aristócrata, no en el sentido de pertenecer a una determinada clase y participar en sus prejuicios, sino en el sentido intelectual, que es el que verdaderamente cuenta». Calvo, chato, rechoncho, lejos del apolíneo tipo griego, no se jactaba de saberlo todo, pero reivindicaba el derecho de indagarlo, por lo que su pregunta favorita era «¿qué es esto?», para tirar del hilo hasta averiguarlo. Hijo de un escultor y una comadrona, había hecho de la mayéutica, el dar a luz ideas, su profesión, siendo muchos los especialistas que lo consideran el primer filósofo propiamente dicho. Uno de ellos, Manuel Granell, dice que «Sócrates es el primero que se plantea el método para conseguir la verdad», convirtiendo «la filosofía en fe de la razón». Una fe que lleva a sus últimas consecuencias, a diferencia de los sofistas, que se creían que utilizaban la razón en juegos tan entretenidos como el de Aquiles, que nunca podría alcanzar a una tortuga, o el de la flecha que nunca podría llegar al blanco. Para Sócrates, en cambio, el logos era una facultad, no voy a decir divina, porque él no predicaba una nueva religión, pero sí superior a la mera naturaleza, algo que sólo el hombre tenía en este mundo, y por lo tanto precioso, que conviene conservar y, en lo posible, mejorar. Nada de extraño que los discípulos acudieran a él como las abejas al polen de las flores. Y que le granjeara numerosos enemigos, siendo al final la causa de su perdición.

De Sócrates a TsiprasAcusado de «impiedad con los dioses y pervertidor de la juventud», su juicio fue la causa célebre de la época (399 a. C.) y, como estamos viendo, sigue siendo actual. Ambas acusaciones tenían una base real: pese a que la mitología griega admitía todo tipo de dioses, el que se pusiesen en duda las deidades de la ciudad –como hacía Sócrates– era un cargo serio, aunque su defensa de la misma, espada en mano, frente a los espartanos lo aminoraba. En cuanto a lo de «pervertidor de la juventud», no hay que tomarlo en el sentido moderno, ya que Atenas era muy permisiva en este campo e incluso era costumbre que los mayores introdujeran a los jóvenes en el terreno sexual. La «perversión» era de otro tipo: Sócrates predicaba y practicaba una cultura cívica de alto estilo, basada en la razón, la responsabilidad, la justicia, y excluía la ignorancia, la superstición y las chapuzas. Algo que no podía gustar a la plebe, que existía en aquella Atenas como en todas las ciudades. Que incluso veía en él un enemigo, al mostrarle su inferioridad intelectual y moral. De ahí que, en el juicio, buena parte de la ciudadanía de Atenas estuviera contra él.

La cosa habría podido arreglarse si Sócrates hubiese cedido en sus principios. Se defendió, pero casi fue peor. Dijo haber respetado a los dioses atenienses. Pero no ocultó que los respetaba como a los demás dioses y dejó ver que no creía en ellos. En cuanto a pervertidor de la juventud, desafió a que alguien demostrase que no había exhortado a sus discípulos a la templanza, la piedad y la prudencia. Pero lo echó a perder al añadir que sus enseñanzas eran muy superiores a las que cualquier otro impartía, lo que le valió la inquina de todos los «maestros» que pululaban por Atenas y de sus discípulos.

De los 1.500 miembros que formaban el jurado «popular», 780 votaron por la pena capital y 720 en contra. Había todavía un resquicio para la esperanza: que se aviniese a pagar una fuerte multa. Sócrates en principio se negó, pero a requerimientos de sus amigos, que estaban dispuestos a pagarla, lo solicitó, resultando lo que había pronosticado: que el número de los que pedían su muerte había aumentado en ochenta. Quedaban sólo las medidas extremas: la huida, el exilio que tantos habían practicado antes que él. Se negó en redondo. Cuando sus discípulos insistieron, algunos entre lágrimas, dio las razones: «Me he pasado la vida enseñando que hay que obedecer las leyes, y no puedo dejar de hacerlo en el último minuto». «Pero ha sido condenado inmerecidamente», arguyó Critón, uno de ellos. «Si no lo hiciese, lo merecería», respondió, antes de beber con mano firme la cicuta. Se tendió en el lecho, se cubrió con una sábana en espera de la muerte, que desde los pies iba subiendo por su cuerpo, mientras consolaba a los presentes: «¿Por qué os desesperáis? ¿No sabíais que desde el día que nací la naturaleza me ha condenado a morir?». Aunque le quedó tiempo para recordarles: «Debemos un gallo a Asclepio. No olvidéis de pagárselo».

¿Ven ustedes la diferencia con Alexis Tsipras, que rechaza pagar sus deudas, que se saca de la chistera un referéndum, que no cumple las más elementales condiciones de los mismos y saca de él la conclusión de que la voluntad del pueblo griego es superior a la de todas las voluntades de los países del eurogrupo, imitando a la nueva alcaldesa de Barcelona, que se cree con derecho a no respetar las leyes que le parezcan injustas? ¿Es esa la nueva norma que va a regir en Europa, obedecer sólo las leyes que me favorezcan? ¿Puede darse una actitud más opuesta a la de Sócrates, dispuesto a obedecer las leyes aunque fueran injustas?

Tal vez algún lector tenga curiosidad por saber cómo acabó aquella tragedia griega de hace 2.414 años. Les paso la descripción de Montanelli: «Apenas el cadáver de Sócrates había caído en la fosa, Atenas se rebelaba contra quienes habían provocado la condena. Nadie volvió a dar un tizón a los principales acusadores para encender su fuego. Uno fue lapidado, y otro, desterrado. Un destino que sometemos a meditación a quienes usan los más bajos instintos del pueblo para cometer injusticia contra los mejores».

Por mi parte, tengo la impresión de haber asistido el pasado domingo a un nuevo juicio de Sócrates en aquella Atenas que amó tanto.

José María Carrascal, periodista.

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