De Sócrates y Erasmo

Cada hombre va construyendo su destino desde una triple mirada: hacia el pasado en la memoria integrando los logros, conquistas y desastres de quienes nos han precedido; hacia el presente en esa experiencia en la que están implicadas su libertas y decisión; hacia el futuro en la esperanza de realizar los sueños con los que ha ensoñado y la superación de las adversidades que ha sufrido. Del equilibrio e integración objetiva de estos tres horizontes dependen el equilibrio y plenitud de nuestras vidas, tentadas unas veces a esperarlo todo de quienes nos han precedido y otras a despreciar su legado.

Cada generación relee la historia seleccionando como modelos las personalidades que considera más significativas, bien por su ejemplaridad moral, su creatividad intelectual, su servicio a la sociedad o su santidad. Ante ellas ejercita dos actitudes, una que las glorifica absolutizándolas (Kierkegaard) y otra que las rechaza hasta anatematizarlas (Nietzsche).

Si hay dos nombres admirados por la cultura europea estos son Sócrates y Erasmo. A partir de los humanistas en el Renacimiento a aquel se le invocará con la fórmula: «Sancte Sócrates ora pro nobis». En sus orígenes este humanismo renacentista no solo no tenía ribetes antirreligiosos o anticristianos sino todo lo contrario. Sobre ese fondo de nuevo humanismo hay que situar una obra característica de la comprensión teológica del hombre y del lugar divinamente otorgado por Dios a su libertad como es por Pico de la Mirandola en su obra el «Sobre la dignidad del hombre» (1486).

En los últimos decenios hemos asistido a una devaluación de ambas figuras. Esta relectura cambia las dimensiones con las que habían sido comprendidos hasta ahora proponiéndonos un Sócrates sin dimensión religiosa y un Erasmo sin verdadera comunión eclesial con Roma. Esta relectura negativa de ambas personalidades tiene en ambos casos un presupuesto: la comprensión posmoderna de Europa en la que nuestras raíces cristianas junto con las heredades del mundo helénico-romano y las de la moderna subjetividad personalista, que son las matrices institucionales de la existencia europea, pasan a un segundo plano, para ser olvidadas o excluidas a la hora de pensar la cultura en la que hemos crecido. Me parece lúcido el juicio de N. Ferguson, en su libro «Civilización, Occidente y el resto» (2012). «Puede que la amenaza última de Occidente no venga del islamismo radical ni de ninguna otra fuente externa si no de nuestra falta de comprensión y de la fe en nuestro propio legado cultural».

No hay un Sócrates sin dimensión religiosa, tanto en su existencia como en el legado transmitido por Platón. Cito solo tres detalles. Él comprende su actuación como un encargo divino recibido del «daimon». Este no es el Dios personal del judeocristianismo: es el nombre dado a esa luz e imperativo sagrados, que le guían y le juzgan, impeliendo y limitando sus acciones. El segundo dato es su comprensión del propio oficio de filosofar. En varios de sus «Diálogos» antes de comenzar la reflexión indica a los participantes una condición necesaria para llevarla a cabo con fruto. Es necesario orar antes de intentar ponerse en contacto con Dios (los dioses, lo divino) y encontrar el camino que nos lleve al conocimiento del Bien, de la verdad y la belleza. Invito al lector a que vuelva a leer los comienzos de los «Diálogos» y anote las veces que Sócrates repite el encargo de rezar antes de dialogar, es decir de hablar con Dios ante de hablar sobre Dios, con nosotros mismos y con los otros.

Hay un tercer hecho esencial para entender el humanismo religioso de Sócrates. Cuando ya ha concluido el proceso y ha sido dictada la sentencia de muerte, quienes le han acompañado hasta el final le proponen la huida, evitando así el cumplimiento de la sentencia de muerte. Él responde invitando a que quienes se lo proponen se imaginen lo que le dirían las Leyes, saliendo a su encuentro cuando abandonara la ciudad, a él que se había pasado la vida hablando de ellas, su contenido y exigencias. Si en su vida fue guiado por el impulso divino a realizar su misión, ahora la huida sería una traición al encargo de Dios y una perversión de su dignidad de hombre. Ahora obedecer a las Leyes significa un bello morir mientras desobedecerlas sería un indigno vivir.

La realización de la misión divinamente encargada sitúa a la vida humana en un horizonte que da su sacralidad y grandeza a la realización fiel. «¡Es hermoso el riesgo de contar con la inmortalidad del alma tras haber culminado la fiel realización de la misión encargada» (Fedón 114 a,d). Quien le envió a la vida es el mismo que le aguarda en la muerte. Y antes de beber la cicuta recuerda a los presentes que cumplan los deberes religiosos que les pudieran quedar pendientes: ¿Es eso lo que quiere decirle a Critón con sus últimas palabras: «Le debemos un gallo a Asclepio, dios de las salud-salvación? (118,d)».

Erasmo es considerado el Sócrates moderno. Ciertas lecturas intentan despojarle de algunas de sus dimensiones constituyentes, reduciéndole a su aportación a la cultura humanista de entonces y sin relación con el Evangelio, la Fe, la Biblia, los Padres de la iglesia, su aportación a la piedad y a la reforma católicas. ¿Era en el fondo un escéptico, un epicúreo encubierto, un criptopagano? En España hubo momentos y seguimos teniendo grupos que reclaman esa devaluación del Erasmo, traductor, editor, comentador de los textos cristianos, para comprenderlo como un mero filólogo, superador de la teología e iglesia medievales. Quien lea su «Elogio de la locura», lea a la vez su «Manual del caballero cristiano».

Un libro reciente hace de él una figura vulgar, casi cínica e ingrata con sus contemporáneos, un reformador que se quedó a la mitad del camino propuesto por él mismo. ¿Es auténtica la anécdota atribuía a F. de los Ríos, quien al entrar en los Estados Unidos y ser requerido por su religión habría contestado: soy «cristiano erasmista»? Hacía ya algunos unos decenios en los que en España se había comenzado a hablar de los santos laicos. ¿Es este el ideal de la nueva cultura?

Erasmo vivió el drama de la ruptura protestante en primera persona. Su programa de reforma no tenía que desembocar necesariamente en las tesis de Lutero. Cuando llegó la hora de la verdad, Erasmo mostró su permanencia fiel a la Iglesia de Roma y fue el crítico más lúcido de las tesis de Lutero. Este se lo reconoció humildemente. Pocos debates hay en la historia del pensamiento tan lúcidos e incisivos como el que mantuvieron ambos sobre la libertad del hombre (De libero arbitrio-De servo arbitrio) y su capacidad o incapacidad para ser justos ante Dios, ante sí mismo y ante el prójimo.

La memoria agradecida de las grandes personalidades nos obliga a una interpretación fiel, situándolos en su contexto histórico, sin utilizarlos ni reducirlos a defensores de nuestras posturas ideológicas, filosóficas o religiosas. Sócrates no es ateo ni Erasmo es protestante. Ambos, siendo como fueron, son columnas sin las cuales no se sostienen las mejores creaciones de Europa. Pertenecen a nuestro pasado fundacional y por eso también a nuestro futuro.

Olegario González de Cardedal es teólogo.

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