De Tahrir a Taksim

Esa cosa que llaman redes sociales no es más que una fuente de problemas para la sociedad actual… Hay un problema que se llama Twitter”, declaró el primer ministro turco, Tayyip Erdogan, el 2 de junio. Decía así claramente lo que la mayoría de dirigentes políticos piensan, incluidos los españoles. Tan tranquilos como estaban manipulando la opinión y reduciendo la democracia a elecciones controladas. Y ahora resulta que los ciudadanos se autocomunican, autoorganizan y automovilizan sin pedir permiso a partido alguno para defender sus derechos y su dignidad, palabra recurrente en las protestas. Así se levantaron cientos de miles de turcos en defensa del parque Gezi y de su derecho a disentir. Como en miles de ciudades en los últimos años. Y como las redes sociales ha sido declaradas enemigo público, contra sus usuarios va ahora la represión, ya que la brutalidad policial que dejó 2 muertos, 3.195 heridos y 1.300 detenidos no consiguió detener la protesta. Porque si las redes no se pueden realmente desconectar eficazmente, como se demostró en Egipto, sí se puede reprimir a sus usuarios, identificando sus cuentas y yendo a por ellos. No se interrumpe la difusión del mensaje pero se castiga al mensajero. Decenas de detenidos por pronunciarse en Twitter. De ahí la solidaridad internacional que se extiende en estos momentos para proteger a los pacíficos ciudadanos ocupantes de la plaza Taksim en Estambul y en 86 otras ciudades turcas. Ahí queda desvelada la naturaleza autoritaria del islamismo moderado que se pretendía como modelo, amparado en la mayoría parlamentaria que parece ser usada, allí y en otros países, como licencia para dictar.

Como en otros movimientos semejantes, en la protesta turca hay elementos específicos al país y rasgos genéricos que caracterizan las nuevas formas de cambio social y político en nuestro mundo. Lo específico es que no se trata de una movilización contra la crisis porque la economía crece y las condiciones de vida mejoran aunque con mayor desigualdad social. El nivel de educación ha aumentado considerablemente y la tradicional tutela del ejército sobre la democracia se ha relajado. Pero la sutil islamización del Estado, reflejo de la cultura mayoritaria en el país, sobre todo en las zonas rurales feudo de Erdogan, ha ido acentuándose hasta entrometerse en la vida privada de una juventud que no acepta que le digan cómo tiene que vivir. Aunque no se trata de un movimiento secular en contra del islamismo dominante, sino de una amplia protesta popular contra el ordeno y mando del Estado, sin canales de participación real en un sistema político dominado por el AKP de Erdogan y el opositor Partido Republicano, continuador de la más corrupta clase política. De hecho, el intento del líder republicano de apoyar al movimiento fue rechazado estruendosamente por los acampados.

En su origen la protesta surgió de un movimiento urbano y ecologista, cuyo portavoz (que no líder), Birkan Isin, está más cercano de la filosofía zen que del activismo político. Llevaban meses con una campaña para defender el parque Gezi, adyacente a la plaza Taksim, en el centro histórico de Estambul, amenazado de destrucción por un proyecto del Gobierno (sin consulta con el Ayuntamiento) para construir un centro comercial/parque temático orientalista para el turismo. Es el último parque que queda en esa zona y asociaciones ecologistas, apoyadas por muchos jóvenes, lo poblaron de actividades culturales y festivas que cambiaron su imagen de lugar medio peligroso. Así se revitalizó un espacio público, que siempre es la sal de la ciudad, en donde floreció la convivencia entre gentes distintas. Los ciudadanos retomaban su ciudad. Fue ese sentimiento de defender sus raíces, su identidad, lo que motivó la indignación de los congregados cuando el 31 de mayo las mesnadas antidisturbios los expulsaron del parque con extrema violencia, al punto de que el viceprimer ministro se disculpó después por la intervención de las fuerzas del desorden. Por cierto que conozco testimonios directos de que, como en muchos otros países, policías de paisano y gentes de malvivir destruyeron y quemaron en el centro de la ciudad para desvirtuar el carácter de la protesta. Aun así, los manifestantes ocuparon la plaza Taksim, volvieron a ella tras cada carga y allí continúan una semana después. Su gesto tuvo eco en decenas de ciudades turcas, con manifestaciones y ocupaciones en protesta por todo tipo de agravios. Todos convergentes en una demanda: la dimisión de Erdogan por tratar de imponer una dictadura a través de formas pseudodemocráticas. El Gobierno duda en imitar a Egipto y lanzar a la calle a sus partidarios porque un conflicto religioso podría definitivamente destruir la imagen de una Turquía europea. Tanto más cuanto que esa división religiosa no existe en las acampadas actuales, donde coexisten ecologistas, mujeres en defensa de su derecho a decidir, militantes marxistas, kurdos revolucionarios, islamistas progresistas y, sobre todo, ciudadanos de a pie que no se resignan a ceder la soberanía popular, que teóricamente les pertenece, a una clase política sin credibilidad.

Y aquí es donde el movimiento turco conecta con la actual experiencia mundial. País tras país, protesta a protesta, emerge un nuevo modelo de cambio social y político, nacido espontáneamente de una llamarada de indignación contra la injusticia y la brutalidad, sin organización formal, sin líderes aparentes, sin programa específico pero con valores claramente definidos: respeto a la dignidad de las personas y a los derechos de ciudadanía, libertad de expresión (en particular en internet), búsqueda de formas de representación democrática que superen el aparato de los partidos y participación abierta y activa en la gestión de los asuntos públicos. Es decir, es un movimiento de refundación de la democracia en el nuevo contexto cultural y tecnológico. Y apenas nacido ya recibe el movimiento turco el habitual cuestionamiento de periodistas y políticos: ¿cuál es su programa?, ¿quién los representa? Y la respuesta es la misma en todos sitios: saben lo que rechazan y buscan por sí mismos encontrar lo que les niegan.

Manuel Castells

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