De Teherán a la Casa Blanca

Los resultados de las elecciones presidenciales en Irán y la violencia que se apoderó de las calles de la capital, tras las reiteradas denuncias sobre un supuesto fraude, tuvieron una inmediata repercusión en Washington y se interpretaron como el primer revés que sufre la estrategia del presidente Obama, apenas 10 días después de su discurso de El Cairo, en el que instó al mundo islámico a «un nuevo comienzo» en sus relaciones con EEUU. La tormenta de Teherán provocó el traslado inmediato del diplomático Dennis Ross, encargado de parlamentar con los iranís, desde el departamento de Estado a la Casa Blanca.

El entusiasmo y las reclamaciones de los estudiantes y las mujeres de los barrios acomodados de Teherán, formando el cortejo de un candidato supuestamente reformista, aunque también un hombre del régimen, extrañamente convertido en agitador, fueron relatados por muchos cronistas norteamericanos como una primera respuesta de las masas islámicas a la oratoria seductora de Obama. En el fragor de la campaña, algunos influyentes expertos olvidaron que el presidente Mahmud Ahmadineyad es un populista, un antisemita turbulento y un estratega habilidoso, como ya demostró en el 2005, y que derrotó a sus oponentes en los tres debates televisados.

El escenario parecía cuidadosamente preparado. Tras el triunfo del bloque prooccidental en las elecciones del Líbano, una derrota de Ahmadineyad o, al menos, su humillación al tener que disputar una segunda vuelta hubiera confirmado que el hechizo de Obama produce prodigios en el mundo musulmán. ¿Acaso el clima enfebrecido y los vientos de cambio de Teherán no habían sido sutilmente alimentados por el emotivo discurso de El Cairo? Quizá se trataba de demostrar que el poder inteligente presidencial –alentar a los pueblos islámicos mientras se negocia con sus déspotas– mueve montañas y gana batallas sin necesidad de utilizar un helicóptero.

Los ayatolás, que controlan con mano férrea un sistema teocrático y represivo, autorizan a los candidatos y supervisan el proceso. Las elecciones fueron siempre la fiesta de los sometidos, una manera espuria de reforzar la legitimidad. Pero al toparse con dos candidatos salidos de la oligarquía dominante, muchos electores tomaron en serio lo que era simplemente un simulacro y demostraron, una vez más, que la democracia, aunque disminuida, se venga de los que la manipulan. Los tumultos tras el escrutinio y la rectificación del Guía Supremo, el ayatolá Alí Jamanei, que aceptó algunas de las quejas del perdedor, Mirhusein Musavi, sugieren que alguna grieta se ha abierto en la estructura que nunca fue monolítica del régimen, donde radicales y conservadores cohabitan bajo el manto de una interpretación rigurosa del islam y un nacionalismo intransigente.

Resulta arduo conocer tanto el sentido y la profundidad de la brecha como su impacto en la clerecía: un levantamiento de la clase media, asentada en Teherán y otras ciudades, detrás de la cual asoma la larga mano del expresidente Alí Akbar Hachemi Rafsanyani, el hombre más rico del país; o una tercera revolución en forma de «golpe teofascista contra la teocracia», según la expresión de Meyrav Wurmser, cuya vanguardia serían los milicianos de Ahmadineyad, seguidos por legiones de desheredados. Una revolución de color, como en Ucrania o Georgia, con evidentes estímulos exteriores, o una vuelta de tuerca del populismo xenófobo de Ahmadineyad para «cortar las manos de los corrompidos del régimen» y enmascarar el fracaso económico.

Tras abandonar la promoción de la democracia, tanto por pragmatismo como por apartarse de Bush y de su obsesiva cruzada contra el eje del mal, Obama permanece mudo mientras la represión se abate sobre la disidencia porque necesita negociar con un presidente de dudosa legitimidad tras unas elecciones que no fueron «ni verdaderas ni libres», según sentenció The New York Times. No cabe mayor pragmatismo. Las fuerzas que rechazan el cambio y que llevan 30 años demonizando a EEUU predican el retorno a la pureza revolucionaria y son más poderosas de lo que se pensaba, de manera que las ilusiones de tener en Teherán un interlocutor menos beligerante se han desmoronado.

El primer ministro israelí, Binyamin Netanyahu, planteó una retórica concesión –la solución de dos estados, uno de ellos subordinado–, torpedeada por sus draconianas condiciones. Washington lo consideró una primera zancada en un largo camino, cuando el propósito era ganar tiempo y comprar la connivencia de Obama a un precio exiguo sin romper el acuerdo con la extrema derecha israelí que sostiene a su Gobierno y acampa en las colonias. Netanyahu lo supedita todo a los avances para impedir que Ahmadineyad tenga la bomba, pero nadie sabe qué hará Obama para conseguirlo o para detener la colonización estigmatizada en el discurso cairota. El ajetreo entre Teherán y Jerusalén forzará nuevas vías para encauzar la dura y enrevesada realidad.

Desde Teherán, el mensaje a la Casa Blanca es obvio. Irán seguirá con su programa nuclear, respaldará a Hizbulá en el Líbano y a Hamás en Gaza, además de reclamar sus prerrogativas como poder regional, dardos clavados en el inmovilismo árabe. Solo un avance significativo en el conflicto palestino, que no puede ser otro que el fin de la colonización israelí, podría calmar los ánimos y cerrar algunos de los frentes enloquecidos e imprevisibles de la guerra inacabable.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.