De teólogos y etólogos

Por Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco y coautor, entre otros libros, de Historia de ETA (EL PAÍS, 10/04/06):

El reciente alto el fuego de ETA ha disparado las especulaciones y, con ello, ha provocado la multiplicación alarmante de un fenómeno que, no por esperado, resulta por ello menos ridículo y peligroso a la vez. Me refiero a la aparición de toda una fauna de analistas, expertos, enteradillos y demás ralea que, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, tratan de endosarnos con tanto lujo de detalles como ausencia de conocimientos las razones últimas y definitivas de la decisión de ETA, explicarnos los arcanos del proceso negociador, aconsejar a los negociadores sobre cómo deben actuar, e incluso, en un alarde de ciencia ficción, hasta se permiten el lujo de anticipar con todo detalle cómo acabará todo este asunto. Con gesto severo y un cierto hálito de misterio, como corresponde a la importancia del momento, se apresuran a explicar ante cualquier cámara, micrófono o folio en blanco que se les ponga a tiro, todo un cúmulo de teorías que tienen como elemento común el más absoluto desconocimiento de lo que se está fraguando en la realidad.

España ha sido, tradicionalmente, un país pródigo en teólogos. Gracias a ello podemos enorgullecernos de haber aportado una de las contribuciones más originales y decisivas para el desarrollo de la humanidad en la era moderna, como fue la Inquisición. Pues bien, ese país de teólogos comienza a derivar, como consecuencia de los tiempos modernos, en un país de etólogos. A nada que uno le dé una patada a una piedra le salen automáticamente una docena de etólogos capaces de desmenuzarnos hasta la saciedad las últimas novedades y secretos de ETA y su mundo.

Como ya he señalado, la fauna de los etólogos se vale de cualquier medio de expresión para explicar sus peregrinas teorías, pero donde reina realmente con todo su esplendor es en las tertulias radiofónicas y televisivas. La tertulia es, en sí, un gran invento, un excelente medio de socialización que nos permite a los amigos pasar un buen rato y expresar nuestras ideas, en plena libertad, por muy peregrinas que resulten las mismas. Pero en los últimos años, la idea de la tertulia se ha prostituido y degenerado entre nosotros hasta límites insoportables. Actualmente, las tertulias se han convertido en una especie de plaga bíblica en la que, a todas horas del día, unos señores se permiten el lujo de opinar, convencer e, incluso solucionar, urbi et orbi, problemas que van desde la fusión de los neutrones al conflicto palestino-israelí, pasando por la pintura impresionista del siglo XIX, o las últimas tendencias de la moda de lencería femenina, todo ello en un periquete, sin solución de continuidad, y sin que se les mueva un músculo de la cara. A este paso, la tertulia se va a convertir en la nueva gran aportación española a la civilización humana, alternativa a la ya agotada Inquisición, lo que nos permitirá garantizar nuestra originalidad en la Historia por otros dos o tres siglos más. En mi universidad se leyó hace unos años una tesis doctoral que analizaba el fenómeno de las tertulias y la conclusión a la que llegó su autor fue tan elemental como lapidaria: no aportan absolutamente nada ni a la historia del periodismo ni, por supuesto, a la comprensión de los fenómenos sociales de nuestro tiempo. Bien al contrario, muchas de ellas no sólo no aportan nada, sino que resultan claramente perjudiciales para la adecuada convivencia social y, sobre todo, para nuestra sufrida salud mental.

Pero volviendo a los etólogos, debo señalar que, a lo largo de mi ya dilatada vida académica e investigadora, he tenido la oportunidad de publicar diversos libros sobre el problema vasco en general y ETA en particular. Podría decirse, por lo tanto, que soy, a priori, un candidato perfecto para convertirme en un etólogo de libro. Pues bien, dejemos las cosas claras. Ante los últimos acontecimientos he procurado, en primer lugar, eludir la llamada de diversos medios de comunicación que se han dirigido a mí estos últimos días con el objeto de recabar mis impresiones sobre el alto el fuego. Y en aquellos contados casos en los que no he podido eludir tal responsabilidad, he tenido el buen cuidado de señalarles que no tengo ni la menor idea de las circunstancias que han dado lugar a su declaración, desconozco totalmente las interioridades del asunto, carezco de la más mínima información fidedigna sobre lo que se está fraguando y, por supuesto, me siento absolutamente incapaz de formular cara al futuro un diagnóstico mínimamente serio. Por ello, todo cuanto pueda manifestar en tal sentido tiene el carácter de mera aproximación o intuición, fundamentada en mis conocimientos sobre el tema pero carente de base o dato real alguno. Lo único que puedo asegurar, sin ningún género de dudas, es mi alegría, compartida con tantos y tantos ciudadanos porque, por fin, parece que puede vislumbrarse una luz, siquiera tenue, en este tenebroso y largo túnel.

Considero que la discreción, incluso el secretismo, con el que se han llevado las actuaciones que han culminado, por ahora, con la declaración del alto el fuego, constituyen uno de los mayores aciertos por parte de los protagonistas del proceso. Es de esperar que sigan en la misma línea en el futuro. Los etólogos están hoy tan de sobra como lo estaban hace unos cuantos siglos los teólogos. Y no digamos nada de aquellos casos -que también los hay- de teólogos reconvertidos en etólogos. Hay que huir de ellos como de la peste.