De Tirofijo a Timochenko

Muchos serán los que cuestionen la iniciativa del presidente Juan Manuel Santos Calderón a la hora de sentarse a intentar dialogar con las FARC. Pero quienes conocen la realidad colombiana saben que la orografía de ese país hace casi inviable la victoria final del Ejército sobre unos terroristas constituidos en guerrilla. Y mientras un presidente de la República puede seguir buscando durante años la gloria en el campo de batalla, serán muchos los compatriotas en aldeas apartadas e indefendibles por la autoridad los que vayan perdiendo la vida en un enfrentamiento en el que ellos sólo pueden ser víctimas.

Santos enfrenta un proceso todavía más difícil que los anteriores. Cuando Andrés Pastrana Arango ganó la presidencia en 1998, llegó con un incuestionable mandato de paz de la nación entera. Cuando le sucedió Álvaro Uribe Vélez en 2002, él tenía un indiscutible mandato popular de guerra. Ambos hicieron uso de la legitimidad manifestada en las urnas para llevar adelante procesos que fueron complementarios. Pastrana demostró al mundo que la llamada «guerrilla de las FARC» era un grupo terrorista carente de una verdadera voluntad de paz e integración en la vida civil. Y mientras adelantaba con ella un diálogo en la zona del Caguán, pactó con el presidente Bill Clinton el Plan Colombia, que generó una lluvia de millones de dólares para reactivar la economía del país. Y dejó al final de su mandato el Ejército colombiano mejor pertrechado y preparado de la historia. Con ese Ejército y la legitimidad derivada de las pruebas de imposibilidad de diálogo con los terroristas, Uribe pudo librar ocho años de guerra con numerosos éxitos en el campo de batalla y demasiados daños para la legítima superioridad moral del Gobierno de la república. Todavía resta larga rendición de cuentas a los hombres de Uribe por graves violaciones de los derechos humanos más básicos.

Frente a estos antecedentes, el presidente Santos no arranca este nuevo propósito con el respaldo unánime que tuvieron sus dos antecesores en sus iniciativas. Parece seguro que una gran mayoría del país está con él, pero mantiene un significativo número de discrepantes que, en su mayoría, estaban en el núcleo electoral que le dio el poder.

No menos relevante es el hecho de que cuando Pastrana puso en marcha el diálogo del Caguán, las FARC tenían un mando indiscutido en la persona de Manuel Marulanda Vélez, «Tirofijo». Y hoy es difícil saber si todos los frentes de las FARC, algunos de los cuales llevan adelante su negocio narcoterrorista con bastante independencia de los otros, se someten al mando de Timoleón Jiménez, «Timochenko» —algunos marxistas son tan caducos que siguen creyendo que la rusificación de sus apodos les da un barniz de progresía…

Otra dificultad para el presidente Santos proviene de que su estrategia de llegar a este punto de arranque del proceso se ha llevado por medio de una negociación en secreto durante quince meses. Resultado de ese proceso es que Colombia se ve acompañada ahora por tres países: Noruega —siempre presente en estas iniciativas porque su diplomacia ha sabido darse esa misión en la vida— Cuba y Venezuela. Cuando Andrés Pastrana puso en marcha su proceso de paz, treinta países acompañaron a Colombia. Sin duda Santos haría bien en lograr la integración de otros países en un proceso cuya legitimidad queda herida por el perfil ideológico de dos de los tres países acompañantes.

Encabezando la oposición a este proceso se ha ubicado el expresidente Uribe que nunca dio una oportunidad a la paz. Y está en su derecho para ello. Sorprende más que el presidente Santos haya ubicado entre sus comisionados de paz al general Jorge Enrique Mora, que durante toda la presidencia de Pastrana fue comandante del Ejército y desde ese puesto hizo lo posible por impedir el progreso de la iniciativa de paz. Al menos Santos ha nombrado cabeza del equipo negociador al exvicepresidente Humberto de la Calle, constitucionalista de prestigio y hombre de principios, que fue vicepresidente de la república con Ernesto Samper y renunció al cargo cuando comprobó que había llegado a él con el dinero que el narcotráfico había dado a Samper para ser elegido.

El proceso está en marcha y ya hemos visto surgir las primeras dudas con la muerte del jefe del llamado «Frente Noveno de las FARC», Rubén Antonio García Gómez «Danilo», considerado el lugarteniente de «Timochenko». Santos cree que la baja de Danilo da legitimidad a su intento de negociar porque demuestra que no se cederá ni un ápice. Y eso en teoría sería perfecto si no fuese porque si mañana mismo las FARC colocan un coche bomba en el centro de Bogotá —o en Santa Marta, o en Buenaventura, o en Cúcuta…— será imposible continuar un proceso que es necesario para dar la victoria al Estado frente a los terroristas. Y Colombia no puede permitirse un fracaso.

Ramón Pérez-Maura

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