De tribunales y referendos

Las noticias procedentes de Madrid sugieren que, ahora sí, el Tribunal Constitucional está finalizando la sentencia sobre el Estatut. Por una vez, parece que la presión desde Catalunya ha surtido efecto. Los factores que están ahora apremiando son los que han sorprendido, de forma un tanto insólita, a la mayoría política española: la creciente percepción, desde el poder central, de que la desafección denunciada por el president Montilla la pasada primavera está tomando forma. Primero fue el mazazo del editorial conjunto de la prensa catalana y, posteriormente, las convocatorias de los referendos a favor de la independencia.

Las lecturas que se están haciendo de esos elementos tienen recorridos dispares. Pero, en general, se quedan en la corta distancia, en el politiqueo más inmediato, y se destacan sus aspectos más anecdóticos y marginales. Desde la crítica por no haber invitado a otros medios escritos, en el caso del editorial conjunto, a la minusvaloración de los resultados de los referendos, por una participación que se situó claramente por debajo de las expectativas de los que los promovieron. Pero hay que andarse con tiento, y no confundir aspectos relevantes del corto plazo con las transformaciones de fondo que los expresan.

Las reacciones del poder central, definido en un amplio sentido, expresan esta confusión entre el debate cortoplacista y los cambios sociales subyacentes. Y esa confusión se traduce en una marcada incapacidad para comprender lo que ha sucedido en Catalunya esta última década, dificultando extraordinariamente el alcanzar acuerdos positivos para todos. Esta ofuscación no se me antoja voluntaria: los humanos tenemos, de forma natural, una marcada tendencia al autoengaño, a la negación de las transformaciones que socavan lo que ha sido un determinado orden natural. Además, por razones evolutivas, este sesgo, ese falseamiento de la verdad, esa negación del cambio es mucho más marcada en aquellos que detentan el poder.
Los clásicos ya habían detectado la falta de contacto con la realidad que aparecía en sus dirigentes, y también en el conjunto de la sociedad, que acababa conduciendo al fracaso personal y político. Como no tenían otra explicación mejor, la relacionaron con el castigo divino al peor pecado que el hombre podía cometer, el de la de arrogancia (la hubris), es decir, el deseo humano de trascendencia divina, que los dioses del Olimpo no toleraban. Este es, por ejemplo, el caso del oligarca de Samos, Polícrates, que, cuenta Herodoto, acabó crucificado por el persa Orotes, por no haber seguido los consejos de prudencia y templanza en su política exterior que le sugería su amigo egipcio, el faraón Amasis.
Como siempre, el mundo antiguo acaba arrojando luz sobre la actualidad: la hubris griega puede traducirse hoy como la pérdida de sentido de la realidad que acaba afectando a dirigentes, y a grupos sociales, que detentan el poder por largos periodos de tiempo. Y que son incapaces, en el sentido literal del término, de comprender qué es lo que ha cambiado.
De todo esto, de esa falta de contacto de las élites españolas con la realidad catalana, mucho ha habido en estos últimos tiempos. Los años de la mayoría absoluta del Partido Popular de Aznar, el doloroso alumbramiento de un Estatut rebajado, el largo y penoso debate sobre la financiación, una propuesta sobre el aeropuerto que se vislumbra raquítica y, finalmente, una sentencia del Tribunal Constitucional que no acaba de llegar y se intuye problemática dibujan una década de agravios continuados, de los que ahora se sorprenden. Agravios que han penetrado en el tejido social catalán lentamente, que, quizá, no tienen una expresión política definida, pero que están ahí.
Y no se confundan aquellos que quieren traducir esa creciente desafección en votos. Hoy por hoy, no hay una expresión política única que pueda agrupar ese descontento, demasiado magmático para ordenarse tras unas siglas. Pero deducir de esa falta de concreción electoral su ausencia, es un craso error, otro más.

Catalunya ha entrado, lentamente pero con firmeza, en una deriva soberanista que se me antoja muy difícil de evitar. Lo que no implica que no puedan encontrarse acuerdos de convivencia con el resto de España. Pero estos estarán cada vez más alejados de lo que se intuyó que podía ser el modelo que emergió de la Constitución de 1978. Sea cual sea la sentencia, el mal está ya hecho. Y rehacer la confianza rota va a ser difícil. No se ha querido, o no se ha podido, entender lo que una parte relevante de Catalunya defendía. Se ha minusvalorado el proceso argumentando, siempre en el corto plazo, que el Estatut no preocupaba más que a unos pocos y que el referendo que lo aprobó fue minoritario, al igual que ahora también se arguye la baja participación en las consultas independentistas. Pero no nos confundamos. No se confundan: para bien o para mal, el país ha iniciado un proceso hacia posiciones que exigirán una profunda redefinición de nuestras relaciones con el resto de España.

Josep Oliver Alonso, catedrático de Economía Aplicada.