De un fulgor asesino

«Eso os hará creer… y os embrutecerá». El pasaje de Pascal es misterioso: quizá el que más entre los tantos de ese amasijo de cegadores despojos al cual póstumos editores llamaron Pensamientos. Misterioso, porque Pascal es el espíritu más religioso del Barroco. Y porque el «eso» del cual habla consiste en «hacer como que se cree, tomando el agua bendita, haciendo decir misas». Hay en esa paradoja el peso que pone la falsa evidencia de las palabras usadas fuera de su tiempo: «Embrutecer», abêtir, tiene para el sabio cartesiano un uso insoslayable. «Ser bestia», ser animal, significa en cartesiano ser máquina, ser autómata. A un lector culto del siglo XVII, la fórmula en nada le sonará despectiva. Significa «eso os hará creer de modo automático». Y en ese nudo crucial del pensar barroco nace el mundo del cual somos hijos: la subjetividad es una red de representaciones programadas. Y «libre albedrío» llamamos a la sola ignorancia de las determinaciones que blindan el sereno funcionar de tal autómata. Tiene eso inmensas ventajas afectivas: lo más horrible en lo cual caemos acaba por ser cubierto por el oropel de la máquina escénica. Automatismo es ni siquiera percibir que algo pudiera haber sido de otra manera.

En el atardecer del 16 de julio de 1942, un escritor abre en París el paquete con los primeros ejemplares del libro al cual encomienda su gloria; del libro que habrá, al cabo, de cimentar su ignominia. La obra lleva el título percutiente de Les décombres, los escombros. El escritor está a punto de cumplir los 39 y sospecha haber escrito, para la guerra en curso, el paralelo exacto de la negrura con la cual Louis-Ferdinand Céline diera retrato a la del 14. Acertará. En cierto modo. En cierto funesto modo. Porque el libro de Lucien Rebatet nace en una sola tesis homicida: esa a cuya mecha Céline ha prendido fuego en las bárbaras Bagatelles del año 1937. El joven panfletista de la Action Française piensa, en estos Escombros, haber dado clave analítica a aquello que su maestro diera en exabrupto; la disección de todas las desdichas que han afligido a Francia desde el final del siglo XIX: el mito fundacional de la conspiración judía. Deduce de él la exigencia de aniquilar a los judíos de Francia. Y, con ellos, cualquier obra que de sus manos venga: «La difusión, bajo cualquier forma que sea, ya conciertos, ya teatros, cine, libros, radio, exposiciones, de una obra judía o semijudía debe ser prohibida sin reservas ni matices… Se dictarán autos de fe contra el máximo número posible de ejemplares de literaturas, pinturas, partituras judías y judaicas que hayan contribuido más a la decadencia de nuestro pueblo, en sociología, religión, crítica, política: LévyBruhl, Durkheim, Maritain, Benda, Bernstein, Soutine…». Por un momento, el crítico de arte de la Action Française parece dejarse tentar por un remordimiento o una piedad estética. Se sobrepone: «Tengo una predilección por Camille Pissarro, el único gran pintor que Israel, esa raza increíblemente antiplástica, ha producido. Pero estaría dispuesto a decretar la incineración de todos sus lienzos, si fuera necesario, para que quedásemos curados de esta pesadilla». La sentencia está dictada. No hay un solo acento trágico en ese libro. La «desjudaización» a la cual llaman Los escombros es poco más, en la cabeza y en la pluma de Rebatet, que una campaña de profilaxis. «La judería» —concluye fríamente— «ofrece el ejemplo único en la historia de la humanidad de una raza para la cual sólo el castigo colectivo es justo». No habrá un solo acento trágico en su balance de treinta años después: «Sí, en mi campo he sido parcialmente responsable de Auschwitz. Pero haré mi mea culpa cuando los demás lo hagan».

En la noche del 16 de julio de 1942, el gobierno de Vichy inicia la redada a la cual dará nombre el espacio elegido como lugar de encierro: el «Velódromo de Invierno» parisino. Al cabo de dos días, quedarán allí hacinados 13.250 judíos, luego transferidos al nudo ferroviario de Drancy, y desde allí a la «noche y la niebla» de los campos de exterminio. Al despertar del 17 de julio, pudo Lucien Rebatet saber que su destino estaba consumado; aun antes de que Les décombres llegara a las librerías. Libro e historia eran uno. Les décombres venderá en pocos meses más de 100.000 ejemplares. «Acontecimiento del siglo», lo llamará Brasillach, camarada de generación y de creencias. «Algo nunca visto desde el primer libro de Céline».

El pasado 21 de septiembre, el presidente de la República Francesa inauguraba en Drancy el gran Memorial del exterminio judío en Francia. Dos meses antes, la opinión pública de su país se había estremecido al escucharle invocar la cruel constancia de aquel 16 de julio de hace setenta años: «Fue un crimen cometido en Francia por Francia». Y, como si quisiera engarzar con Chirac por encima del soberbio Mitterrand que eludió siempre pronunciarse sobre aquello —al tiempo que preservaba su amistad con el gestor policial de la infamia—, François Hollande hizo explícita la verdad que todos saben y que nadie quiso contar: «La verdad es que la policía francesa se encargó de arrestar a miles de niños y de familias… La gendarmería los escoltó hasta los campos de internamiento… La verdad es que el crimen del Velódromo de Invierno fue también cometido contra Francia, contra su honor, contra sus valores, contra sus ideales». Fue uno de esos instantes de grandeza que redimen a una nación.

El espacio ante el cual fue pronunciado el discurso era imponente: Drancy. De allí partieron los trenes de ganado humano, al final de cuyo trayecto estaba el humo de las chimeneas. Ochenta mil judíos afincados en Francia transitaron de allí a la ceniza. Alguno murió en esa estación de tránsito: tal, el poeta Max Jacob. Gentes «de todas las edades, de todos los orígenes, de todas las nacionalidades, de todas las condiciones sociales», meditaba en voz alta Hollande. Sólo «tenían todos en común una única razón por la cual iban a ser golpeados: eran judíos. Y eso bastaba para enviarlos a la muerte».

La automática fantasía humana buscará inventar consuelos al mal, llamándolo patología de unos pocos: los peores. Es mentira, como todos los consuelos. La Francia que dio muerte a Francia contaba con los descerebrados de la peor chusma; también con algunos de sus nombres más brillantes. Brillantez y maldad no son incompatibles: tal es la carga más dura de ser hombre. Bien y mal se distribuyen sin consideración a saber ni a cultura. A lo largo de medio siglo, nadie quiso recordar los hechos como fueron; para lo cual se tejió una amable mitología de suplencia. Y la verdad durmió su silencioso sueño en los archivos. Las buenas intenciones hicieron su tarea. Mala. Esa tarea que consiste en confundirlo todo: decir que no es pensable una gran literatura al servicio del crimen; proclamar que el gran arte no alza nunca su esplendor sobre cadáveres; postular que no hay pensar que erija su orfebrería sobre el asesinato. Consuela. Y es mentira. Como todo consuelo. Drieu, Brasillac, Céline escribieron con tanta maestría como el que más de sus contemporáneos; sus libros fueron asesinos. No hay demasiados arquitectos en su Europa que igualen el talento de Speer; sus proyectos para Hitler alzan una oda pétrea a la muerte. Puede que Heidegger sea el filósofo más potente de su siglo; y el más complacido siervo de los asesinos. Talento y mal no se excluyen. Y eso borra cualquier consuelo. Y cualquier coartada. La escritura no salva. Ni el arte. Es una lección áspera e indispensable para quien quiera ejercer esos oficios.

Lo espantoso no es que los exterminadores fueran bestias. No lo eran. Eran hombres: a eso se llama espanto. Y el antisemitismo no fue inesperada patología. Fue Europa contra Europa. Sigue siéndolo. Por eso hay que negarlo. Como autómatas.

Gabriel Albiac, filósofo.

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