De vuelta a los fundamentos en los mercados emergentes

Tras 15 años de euforia, ha ganado fuerza un nuevo tópico: que los mercados emergentes pasan por grandes dificultades. Muchos analistas habían proyectado un crecimiento rápido e indefinido en países como Brasil, Rusia, Turquía e India, apresurándose a calificarlos como los nuevos motores la economía mundial. Hoy en casi todos ellos ha bajado el ritmo de crecimiento y los inversionistas retiran sus capitales, en parte impulsados por las expectativas de que la Reserva Federal de EE.UU. aumente sus tasas de interés en septiembre. Sus monedas han perdido valor, al tiempo que los escándalos de corrupción y otros problemas políticos abruman la narrativa económica en lugares como Brasil y Turquía.

Mirado en retrospectiva, está claro que no había argumentarios coherentes que explicaran el crecimiento de la mayoría de los mercados emergentes. Si se va un poco más allá de la superficie se podrá ver que las altas tasas de interés estaban impulsadas no por una transformación productiva sino por la demanda interna, impulsada a su vez por auges temporales de los precios de los productos básicos y niveles insostenibles de endeudamiento público o, más frecuentemente, del privado.

Sí, en los mercados emergentes abundan las grandes empresas mundiales y es inconfundible la expansión de las clases medias. Pero solo una ínfima proporción de la mano de obra de estas economías trabaja en empresas productivas, mientras que el resto es absorbido por empresas informales e improductivas.

Compárese esto con la experiencia de los pocos países que sí lograron emerger, “graduándose” al estatus de país avanzado, y se podrá ver el ingrediente que falta. Corea del Sur y Taiwán crecieron gracias a una veloz industrialización: a medida que sus habitantes se convertían en obreros de fábrica, sus economías se transformaron (y, con cierto retardo, también sus sistemas políticos), llegando a convertirse en democracias ricas.

En contraste, la mayoría de los mercados emergentes actuales se están desindustrializando prematuramente. Los servicios no se pueden vender en la misma medida que los bienes manufacturados, y en su mayoría no exhiben el mismo dinamismo tecnológico. Como resultado, hasta ahora han demostrado ser un mal sustituto de la industrialización orientada a las exportaciones.

Sin embargo, los mercados emergentes no se merecen el trato sombrío y agorero que están recibiendo. La verdadera lección que podemos sacar del colapso del alboroto sobre los mercados emergentes es la necesidad de seguir con mayor atención los fundamentos del crecimiento y reconocer la diversidad de circunstancias por las que pasan una serie de economías que se han englobado innecesariamente bajo una misma etiqueta.

Los tres fundamentos clave para el crecimiento de las economías en desarrollo son la adquisición de habilidades y educación de la fuerza de trabajo, la mejora de las instituciones y la gobernanza, y la transformación estructural que permita la transición desde actividades de baja productividad a aquellas más productivas (lo que es característico de la industrialización). Por lo general, para lograr un crecimiento rápido al estilo del este asiático han sido necesarias intensas transformaciones estructurales a lo largo de varias décadas, y los avances constantes en los ámbitos educacional e institucional han sido los cimientos más decisivos para la convergencia con las economías avanzadas.

A diferencia de las economías del este asiático, los mercados emergentes de hoy en día no pueden depender de los excedentes de sus productos manufacturados como motor para el crecimiento y la transformación estructural, por lo que se ven obligados a confiar en los fundamentos de más largo plazo de la educación y las instituciones, que sí generan crecimiento (y, de hecho, son indispensables para que ocurra). Sin embargo, en el mejor de los casos permiten un ritmo anual de un 2 a 3%, en lugar del 7 a 8% característicos del este asiático.

Si comparamos China con India, la primera creció erigiendo fábricas y llenándolas con campesinos con poca educación, lo que gatilló una subida instantánea de la productividad. La ventaja comparativa de India radica en sus servicios, que requieren un nivel relativamente alto de habilidades (como aquellos relacionados con las tecnologías de la información) pero no pueden absorber más que una pequeñísima proporción de una fuerza laboral que en gran parte no ha recibido formación. Serán necesarias muchas décadas para que el nivel de habilidades promedio de India llegue al punto en que pueda hacer crecer de manera significativa la productividad de su economía.

De modo que el potencial de crecimiento de mediano plazo de India ha estado muy por debajo del de China en las décadas pasadas. Si se diera un buen impulso al gasto en infraestructura y a las reformas políticas se podría marcar una diferencia, pero no cerrar esa brecha.

Por otra parte, puede resultar ventajoso ser la tortuga en vez de la liebre en la carrera por el crecimiento. Puede que los países que dependen de una mejor gobernanza y una acumulación constante de habilidades en toda su economía no crezcan tan velozmente, pero sean más estables, sufran menos los embates de las crisis y tengan más probabilidades de converger con las economías avanzadas.

Son innegables los logros económicos de China, pero no por eso deja de ser un país autoritario donde el Partido Comunista tiene el monopolio político. Así que los retos que plantea la transformación política e institucional son inconmensurablemente mayores que en India, y la incertidumbre a la que se enfrentan los inversionistas de largo plazo en China es proporcionalmente superior.

O podemos comparar Brasil con otros mercados emergentes. Se puede afirmar que últimamente ha sido el país que más embates ha sufrido. El escándalo de corrupción en torno a la petrolera estatal Petrobras ha producido una crisis económica que ha derrumbado su moneda y estancado el crecimiento.

Sin embargo, la crisis política brasileña demuestra la madurez democrática del país, y se puede decir que es un signo de fortaleza más que de debilidad. El hecho de que los fiscales hayan podido investigar las irregularidades y llegar hasta los más altos niveles de la sociedad y el gobierno sin sufrir interferencias políticas (o sin convertirse en una caza de brujas) es un ejemplo para muchos de los países avanzados.

No podría ser más notorio el contraste con Turquía, donde se ha hecho la vista gorda a problemas de corrupción mucho mayores, en los que están implicados el Presidente Recep Tayyip Erdogan y su familia. La investigación contra Erdogan por parte de la fiscalía turca en 2013 tuvo claras motivaciones políticas (estaba impulsada por sus enemigos del movimiento encabezado por Fethullah Gülen, un clérigo islámico autoexiliado), lo que dio al gobierno el pretexto que necesitaba para anularla. La economía turca no se ha visto tan afectada como la brasileña, pero su nivel de descomposición causará mayores daños en el largo plazo.

El financiamiento externo barato, la abundancia de los flujos de capitales y el auge de los precios de los productos básicos contribuyeron a ocultar muchas de estas deficiencias y dieron impulso a 15 años de crecimiento en los mercados emergentes. A medida que los vientos en contra de la economía mundial soplen con más fuerza, será más fácil distinguir entre los países que realmente han fortalecido sus fundamentos económicos y políticos de aquellos que se han valido de narrativas falaces y la ilusión de permanencia de los cambiantes humores de los inversionistas.

Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government. He is the author of One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth and, most recently, The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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