A los años que van desde 1976, en que Adolfo Suárez ascendió a la presidencia del Gobierno, hasta 1982, en que el PSOE ganó las elecciones, se les designa comúnmente como la Transición, porque durante ese período la política española recorrió el camino desde la estructura dictatorial que había construido el franquismo a la democrática que construyeron los españoles en su conjunto, unos con su gestión política, los más con su voto. El pueblo español mostró una voluntad casi unánime de abrazar la democracia y desechar para siempre el autoritarismo. Yo diría sin embargo que, además de transitar hacia la democracia, el pueblo español transitó también del Tercer Mundo al Primero.
Recordemos qué significa esta ordenación numérica de los mundos. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el derrumbamiento estruendoso del comunismo durante la última década del siglo pasado, el mundo vivió un periodo de cerca de medio siglo que también tiene nombre propio, la Guerra Fría, que se caracterizó por el enfrentamiento permanente entre dos bloques de naciones, el capitalista democrático (creo más exacto llamarle social-democrático) y el comunista dictatorial. El primer bloque estaba encabezado por EEUU, el segundo por la URSS. Al mundo que llamaremos capitalista para abreviar (insisto, no me parece el término más apropiado) se le llamó también el Primer Mundo, quizá por ser el más antiguo y rico. Al bloque comunista, su contrincante, se le llamó Segundo Mundo. Y a los países que no pertenecían a ninguno de estos bloques se les englobó en el colectivo Tercer Mundo (o Países No Alineados). Algunos de estos países estaban muy ufanos de pertenecer a este grupo, por considerarse así más independientes, no sometidos a ninguna imposición ideológica o potencia extranjera. Otros no tanto porque la expresión Tercer Mundo adquirió un matiz peyorativo, connotado de pobreza, subdesarrollo y desgobierno, de abigarramiento, pintoresquismo y prácticas poco democráticas.
El Tercer Mundo era un gran cajón de sastre que reunía algunas naciones, muy pocas, genuinamente democráticas, como la India. La mayoría podían ser democráticas a ratos, pero lo más común es que se rigieran por sistemas autoritarios de uno u otro pelaje. El autoritarismo reviste muchas formas. El franquismo era una de ellas: fue una dictadura militar que se basaba en la represión y, si lo consideraba necesario, el asesinato. Mató a mucha gente en sus primeros años; pero no era un régimen genocida, como lo fueron el nazismo o el estalinismo. Franco y su régimen no querían considerarse Tercer Mundo (a él le gustaba llamarse Centinela de Occidente), pero se debatían en sus propias contradicciones. Los países miembros del Primer Mundo tenían que ser democráticos y el franquismo no lo era, no podía serlo. Durante un tiempo lanzó la cortina de humo de la «democracia orgánica», como otros autócratas lanzaron reclamos parecidos: Sukarno, el dictador progresista de Indonesia, hablaba de «democracia dirigida». Pero estas triquiñuelas no colaban: aunque se vista de seda la mona, mona se queda. La democracia dirigida de Sukarno sólo era aceptada en las reuniones del Tercer Mundo, como lo era la dictadura comunista de Tito, porque allí casi todos los asistentes eran dictadores de un pelaje u otro, como ya hemos visto. La dictadura de Franco hubiera también sido aceptada allí, pero Franco no quería que España fuera considerada Tercer Mundo; y sin embargo, por la misma naturaleza de su régimen, lo era. Su Gobierno intentó repetidamente ser aceptado como miembro de la Unión –entonces, Comunidad– Europea, pero nunca lo consiguió.
Si Franco se resistía a ser clasificado como gobernante del Tercer Mundo, menos aún quería ser parte de él el pueblo español, frustrado por verse excluido del núcleo democrático europeo y consciente de que era la naturaleza del régimen franquista lo que nos alejaba de la normalidad europea. Y ello contribuyó a la impopularidad del franquismo, como se vio durante la Transición. Casi más que la democracia, lo que entusiasmaba a los españoles era alinearse con el núcleo de Europa, aunque en realidad ambas cosas, democracia y europeísmo, eran dos caras de la misma moneda. Cuando en 1986 España accedió a la condición de miembro de pleno derecho en la Unión se culminaron los mayores deseos de millones de españoles.
Pero a partir de entonces, lentamente, las cosas comenzaron a torcerse, como a menudo sucede en nuestra historia. Piénsese en la Gloriosa Revolución de 1868 y la Primera República de 1873. O en la Segunda República de 1931. Como escribió Antonio Machado, «empecé riendo y acabé llorando». Poco a poco nos hemos ido dando cuenta de que, en la euforia de la Transición, muchas cosas importantes quedaron inacabadas. Para empezar, la Constitución dejó muchas cuestiones no resueltas ocultas bajo la alfombra, la más importante de las cuales, la de los nacionalismos periféricos, ha sido como un áspid oculto que ha ido envenenando toda nuestra política, desde la economía y la convivencia interna hasta las relaciones exteriores. Pero quedaron muchas más cuestiones inacabadas, relativas a la justicia, al sistema electoral, al sistema fiscal, a las cajas de ahorros, a la reforma de la Constitución, etcétera. La conmemoración del Descubrimiento de América (o la llegada de los españoles a América, si se prefiere) en 1992 quedó empañada por problemas monetarios que exigieron varias devaluaciones de la peseta. La euforia volvió con la entrada de España en el euro a finales de siglo cumpliendo todos los requisitos; pero se daba un inexorable fenómeno biológico que matizaba el entusiasmo: las nuevas generaciones que entraban en la liza política ya no tenían memoria viva de la Transición y, por lo tanto, valoraban menos sus logros y su prestigio. Lo que para los padres fue una gran gesta cívica, para los hijos ya adultos era la típica historia de pasadas batallitas. Eran las condiciones presentes, las de principios del nuevo siglo, las que interesaban, y se trataba de resolverlas olvidando el pasado. Los éxitos y los errores de Aznar agriaron las relaciones entre los principales partidos. El atentado del 11-M de 2004 fue como una declaración de guerra y el estallido de la crisis de 2007, un terremoto retardado.
Todos los problemas que se ocultaban debajo de la alfombra afloraron: una generación ignorante del pasado salió al escenario como caballo en cacharrería y sin querer puso de manifiesto todos los defectos de una Transición inacabada. Los dislates y triquiñuelas de Zapatero dieron a Rajoy una mayoría absoluta que éste, para quien la economía, y no España, era «lo único importante» (parafraseando a Fraga), en lugar de acometer todos los problemas estructurales pendientes, los ignoró olímpicamente en su ansia de hacer amigos. Los políticos, según Rajoy, no están para resolver problemas, sino para congraciarse con unos y con otros. Su pasividad y el terremoto gradual de la crisis le arrebataron la mayoría absoluta en 2015. El Parlamento se fragmentó, de modo que en las cuatro elecciones generales siguientes las mayorías fueron todas relativas y exiguas. Hoy los 120 escaños del pasado noviembre, tres menos de los que en 2015 le parecieron a Rajoy insuficientes para formar Gobierno, a Sánchez le parecen más que suficientes para abolir la Monarquía, dialogar sin condiciones con los separatistas y subvertir el sistema judicial, garantizando así la impunidad para sí mismo y para todo su Ejecutivo, en especial para su comunista vicepresidente, que ya estaría imputado o investigado si no disfrutara de los privilegios de la casta política. Estos son pasos decisivos para convertir nuestra democracia liberal en una república tercermundista. Hasta tal extremo es esto así que nuestros socios de la UE nos han tenido que dar un toque de atención.
Hace 40 años los españoles suspiraban por acceder a la condición de país plenamente europeo. Y yo me pregunto: ¿estamos hoy los españoles dispuestos a desandar lo andado desde 1976 y transitar marcha atrás para convertirnos de nuevo en un paria en Europa y en un país del Tercer Mundo?
Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor, entre, otros libros, de Cataluña en España. Historia y mito (con J. L. García Ruiz, Clara E. Núñez y Gloria Quiroga) y miembro del Colegio Libre de Eméritos.