Debacle laborista: ¿fin de una era?

Por Montserrat Guibernau, catedrática de Política, Queen Mary College, Universidad de Londres (LA VANGUARDIA, 09/05/06):

El laborismo británico parece deslizarse por una pendiente altamente resbaladiza y sin posibilidad de detenerse. El partido se encuentra dividido y algunos piden el relevo de su líder. Tan sólo doce meses después de las elecciones generales que otorgaron a Tony Blair una mayoría suficiente para gobernar en su tercera legislatura, los laboristas han conseguido el 26 por ciento de los votos en las elecciones locales (4 mayo) y han sido ampliamente derrotados por los conservadores, que han obtenido el 39 por ciento. Los liberaldemócratas se han situado sólo un punto por debajo de los laboristas (25 por ciento) y parecen estancados en una posición marginal.

La revelación del cóctel de incompetencia y abuso de poder cometido por el Gobierno laborista lo ha sometido a intensa presión durante los últimos diez días. La negligencia al liberar a más de mil criminales extranjeros que deberían haber sido deportados, la protesta sindical en contra de la privatización de sectores del Servicio Nacional de Salud (NHS), el anuncio de una reducción de plantilla en varios hospitales y ambulatorios, y el escándalo de faldas protagonizado por el vicepresidente del Gobierno han contribuido indudablemente a provocar un voto de castigo al laborismo. Pero ¿se trata de un castigo temporal, de una advertencia del electorado, o representa el fin de una era?

La sombra de Iraq planea sobre el primer ministro británico y ha marcado de forma rotunda un descenso notable en su popularidad, transformando ineludiblemente la imagen del líder carismático, progresista y democrático en la de un líder arrogante en el que muchos han perdido la confianza. Un líder que en estas elecciones ha visto sustancialmente mermada su base electoral.

Es innegable que David Cameron, el flamante adalid conservador, ha conseguido conectar con las aspiraciones de la clase trabajadora y de la baja clase media arrebatando a los laboristas la preciada mayoría que estos disfrutaban en Londres. Cameron -liberal y cosmopolita- se ha consolidado como líder y ofrece al Partido Conservador la posibilidad real de regresar a Downing Street en el 2009. Quienes infravaloraron su energía, la habilidad de su discurso y su capacidad de convencer se ven ahora forzados a repensar su diagnóstico. Cameron posee una estrategia electoral bien definida, cuenta con un grupo eficiente de asesores, parece genuino en sus palabras (aunque en política, nunca se sabe) y rebosa vitalidad. El líder tory tiene en sus manos la posibilidad de atraer a un electorado desencantado con el laborismo y harto de esta cadena de desastres y escándalos; un electorado para el cual Tony Blair ha perdido el duende que les fascinó en 1997.

Blair ha intentado mitigar el impacto mediático de la debacle electoral al efectuar una radical remodelación de su Gobierno el día después de las elecciones. Su mensaje es claro, el primer ministro desea continuar en su cargo y busca la supervivencia al rodearse de un equipo de ministros fiel. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, es improbable que una remodelación ministerial cambie la percepción del electorado y es inverosímil que cambie la suerte del Gobierno.

El más grande de los demonios de la izquierda, la división interna, parece haberse instalado en el Labour. Blair lucha por reafirmar su autoridad y necesita desesperadamente imponer disciplina entre sus correligionarios, pero ya no puede dominar el partido, las distintas corrientes representadas por grupos izquierdistas como Compas, o algunos seguidores de Gordon Brown, piden la cabeza del líder. Error político monumental, lavar la ropa sucia en público, debilitando aún más al partido y al Gobierno, ofreciendo munición gratuita a los tories, fomentando una guerra interna que les mantuvo alejados del poder durante dieciocho años y que, de seguir así, ofrecerá en bandeja la plaza de primer ministro a David Cameron. Oscura ironía, que el sacrificio de Blair en lugar de coronar a Gordon Brown abriera las puertas de Downing Street al líder conservador.

Gordon Brown cuenta con amplio respaldo en Escocia -su tierra natal- y en el norte de Inglaterra, pero genera una cierta desconfianza en el resto del país. No en vano es Brown quien ha lanzado el proyecto de repensar la britishness, un nuevo patriotismo que incluye incrementar la visibilidad de la bandera británica. Pero Brown agrada al sector más izquierdista del laborismo y a los sindicatos, por lo cual, al menos en potencia, supone una amenaza al programa blairista. Y precisamente por este motivo cabe recordar que los votos perdidos por los laboristas, en su mayoría han ido directamente a las manos de David Cameron -conservador- y no a las de Menzies Campbell -liberaldemócrata-. De ahí que no esté nada clara la oportunidad de un relevo apresurado de Tony Blair en favor de un líder más izquierdista, un factor que podría desencadenar una fuga de votos de la clase media y de algunos sectores de la clase trabajadora hacia los conservadores.

Por otro lado, podría argumentarse que mientras Blair resiste el envite de los suyos y el castigo del electorado, está de alguna forma protegiendo a Brown, evitando su prematura erosión a cargo de un dinámico y astuto David Cameron. Llegado el momento, Brown podrá culpar a Blair por las reformas impopulares en sanidad y educación, y presentar su programa como una alternativa auténticamente laborista, pero las reformas blairistas probablemente no serán abolidas.

A mi modo de ver, es previsible que Blair intente aguantar al menos un par de años como primer ministro con el objetivo de desgastar a Cameron, mientras que Gordon Brown se ocupa de la economía del país. Si Brown será o no el próximo líder laborista, el tiempo lo dirá. Hasta el momento el tándem Blair-Brown funciona. Pero no es obvio que funcione si se cambian los papeles y Brown accede a Downing Street. La continuidad de Blair también depende de este factor.