Debate inacabado sobre inversión pública

El debate en torno a la política de inversiones públicas en infraestructuras es recurrente en nuestro país. Cada año, cuando se presentan los Presupuestos Generales del Estado (PGE), asistimos a la consiguiente carrera por ver quién lidera el ranking territorial de crecimiento inversor y quién decae; y también sale a relucir el tema cuando surgen anomalías y deficiencias en el normal funcionamiento de las infraestructuras, como ahora en Cataluña.

Insistentemente, se reproduce el mismo análisis, centrado exclusivamente en las cifras económicas. Parece que lo único que importa es cuánta inversión presupuesta el Estado anualmente en cada comunidad autónoma, cuál es el ratio resultante de la inversión por habitante y quién resulta más agraviado y puede incidir con más virulencia en el victimismo.

Pero queda en el olvido lo que realmente importa: cuáles son las dotaciones y calidad de las infraestructuras de que dispone cada territorio y, sobre todo, qué beneficios y servicios aportan éstas a los ciudadanos. Si en una región se finaliza una gran obra de infraestructura, como pasó, por ejemplo, con la T-4 de Barajas, resulta que se convierte en una desgracia para el Gobierno autonómico de Madrid porque decae el presupuesto inversor del Estado al año siguiente en esa comunidad -y no se valora la eficacia de la nueva instalación-. Así planteada, la política de inversiones del Estado es una fuente de insatisfacción permanente.

En fin, nada que ver con un análisis serio o riguroso sobre la política territorial de infraestructuras que implica, necesariamente, definir el modelo de desarrollo de los distintos medios de transporte y su plan de ejecución, esto es, la planificación de las inversiones en el tiempo, los criterios de priorización de su ejecución y el modo de gestión.

En la definición del modelo se ha avanzado sustancialmente. El Plan Estratégico de Infraestructuras y Transportes (PEIT) es buena prueba de ello y ha sido muy bien valorado por la Comisión Europea. Por primera vez en la Historia, España dispone de un Plan de Infraestructuras a largo plazo, hasta el 2015, dotado económicamente, que contempla de un modo integral los diversos modos de transporte -terrestre, aéreo y portuario-, y que conecta de verdad los diversos territorios entre sí y con el resto del mundo. El ferrocarril constituye la gran apuesta inversora y, en sólo tres años, España contará con la mayor red de Alta Velocidad del mundo, por encima incluso de Japón y Francia.

Sí, tenemos un magnífico Plan de Infraestructuras, cuyo modelo fue consensuado con las comunidades autónomas y en el que se contó con la participación de todos los agentes implicados.

El problema surge a la hora de instrumentar su ejecución. Primero, porque se mantuvieron todos los proyectos en ejecución procedentes de la etapa anterior y eso condiciona, lógicamente, el ritmo de los nuevos. Segundo, porque el plazo de ejecución de una infraestructura es necesariamente largo, situándose de media en siete años. Y tercero, porque hay que escalonar en el tiempo las inversiones y esto requiere un orden de prioridad que precisa de unos criterios objetivos difíciles de entender para los que se quedan más rezagados.

Los puntos primero y segundo son fácilmente entendibles y no dan lugar a polémica. El tercero es más cuestionado. En esto, como todo en política, es fundamental la racionalidad, la pedagogía y una buena base informativa. Los ciudadanos pueden entender que tengan que esperar unos años para disponer de una infraestructura, si disponen de una información veraz y objetiva que justifique el tiempo de espera y no se sienten agraviados o perjudicados porque otros la tengan antes. Esto implica centrar el debate, tal y como señalaba al principio, en la dotación de infraestructuras de cada territorio, en la calidad de las mismas, en el número de beneficiarios, en las dificultades de ejecución; en fin, en todo lo que importa e influye en la política de infraestructuras y afecta a los ciudadanos.

Veamos un ejemplo. Se trata de ejecutar dos autovías, A y B, con igual número de kilómetros, en dos comunidades autónomas diferentes. Una, la A, pasa por una zona montañosa que requiere hacer un puente y un túnel. La otra, la B, pasa por una zona llana. La primera cuesta 10 veces más que la B y requiere un año más de plazo. Al presentar los PGE, la comunidad autónoma de la autovía B se sentirá discriminada porque recibe menos inversiones del Estado. Al año siguiente, también, porque la autovía ha finalizado un año antes y, aunque sus usuarios ya están disfrutando de ella, la A sigue en ejecución y recibe más dinero del Estado.

¿Significa esto que está mejor tratada una comunidad que otra? Si el ejemplo se complica e introducimos diferentes distancias, orografías, necesidades y estructuras de población, la percepción negativa no variará, aunque la racionalidad de las inversiones esté justificada.

Los responsables políticos deberíamos ser más rigurosos y no hacer del victimismo infundado una batalla política que enfrente a unos territorios con otros. Quizás con más explicación, más pedagogía y mejor información, asistiríamos a un debate más reflexivo, para que los ciudadanos tengan las claves para valorar las distintas políticas. Hemos de avanzar en esta dirección.

Lo importante para los ciudadanos son los servicios que proporcionan las infraestructuras, el tiempo y la seguridad que ganamos en los desplazamientos, la sostenibilidad, el ahorro de costes, y a eso es a lo que responde el PEIT. Lógicamente, eso requiere dinero y eficacia en la gestión. El aumento en los PGE en materia de infraestructuras es una realidad desde que el PSOE llegó al Gobierno; la eficacia en la gestión también, aunque los problemas de cercanías en Barcelona deben resolverse cuanto antes, no repetirse, y no ocultar la buena gestión del Ministerio de Fomento.

Inmaculada Rodríguez-Piñero es secretaria general de Política Económica y Empleo del PSOE.

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