¿Debe Pedro Sánchez ser reprobado por el Congreso?

Si uno tiene la peregrina idea de pasar una de estas tardes primaverales hojeando libros de teoría parlamentaria, encontrará fácilmente que todos ellos, sean clásicos como La lógica parlamentaria de William Hamilton o de reciente publicación, como el excelente El Parlamento moderno de Ignacio Astarloa, coinciden en la esencia del sistema de gobierno parlamentario.

Esta consiste en la relación de confianza (fiducia, si nos ponemos eruditos) entre el Parlamento y el Gobierno. Una confianza que comienza en el momento en que se elige al presidente del Gobierno, bien de forma implícita en el parlamentarismo negativo británico, bien expresa en el modelo de investidura continental. Pero que no se agota en ese momento, sino que debe mantenerse en el ejercicio cotidiano de la función gubernamental.

Esta teoría de la confianza continua es tan aplicable a la Constitución Española que el profesor y senador socialista Isidre Molas ha afirmado que la función parlamentaria permite que el Congreso apruebe mociones en las que "manifiesta su voluntad, determina los grandes objetivos de la política nacional, y orienta la actividad del Gobierno y de la Administración, indicando los instrumentos y medios más adecuados para conseguir los fines propuestos".

Precisamente, esa capacidad de orientar la actividad del Gobierno es la que utilizó el Congreso para aprobar el jueves, por 168 votos a favor, 118 votos en contra y 61 abstenciones la proposición no de ley "relativa a la posición del Gobierno español en relación con el conflicto del Sáhara Occidental". En ella, el Congreso se ratifica en su apoyo "a las resoluciones de la ONU y a la Misión de Naciones Unidas para el referéndum en el Sahara Occidental".

Es más que sabido que el presidente del Gobierno, en lugar de seguir ese acuerdo del Congreso, firmó el mismo día por la tarde una Declaración conjunta con el rey de Marruecos en la que, lejos de aceptar el referéndum de autodeterminación, respalda "la iniciativa de autonomía marroquí" para el Sáhara.

Pero como las mismas monografías de teoría parlamentaria nos enseñan, el derecho parlamentario es poco normativo, basado fundamentalmente en usos y costumbres, de tal manera que ni la Constitución, ni el Reglamento del Congreso, ni ningún otro texto legal establecen un mecanismo para obligar al presidente a cumplir la proposición no de ley, ni tampoco una sanción para este flagrante incumplimiento de una resolución del Pleno, del que no soy capaz de recordar ningún precedente en las trece legislaturas anteriores.

Es más, el propio Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de confirmar que estas resoluciones no tienen "efectos jurídicos vinculantes" (sentencia 40/2003).

Los libros de derecho parlamentario también estudian un instrumento que recoge nuestra Constitución y sobre el que merece la pena detenerse. La cuestión de confianza, que el presidente del Gobierno puede presentar "sobre su programa o sobre una declaración de política general" (artículo 112).

Los especialistas han concretado que debería de presentarse cuando se rectifique el programa con el que un presidente fue elegido o cuando haya divergencias dentro de un Gobierno de coalición. El catedrático y relevante socialista Julián Santamaría llegó a escribir que en esos casos, el presidente "no sólo pueda, sino que deba someter la cuestión de confianza".

En marzo de 2018, Pedro Sánchez, entonces líder de la oposición, declaró que si las Cortes no aprobaban el proyecto de ley presupuestaria, el presidente Mariano Rajoy "lo que tiene que hacer, como obligación constitucional, es someterse a una cuestión de confianza".

Pues bien, esta teoría de la obligación constitucional parece plenamente aplicable a este caso por partida doble. El presidente y su grupo socialista han cambiado de opinión sobre el Sáhara, giro en la política gubernamental que no comparten ni su socio de Gobierno ni sus aliados externos, hasta el punto de que la proposición no de ley comienza con una insólita declaración: "Una parte del Gobierno español ha modificado unilateralmente su posición en relación con el conflicto del Sáhara Occidental".

Claro que otra vez nos encontramos con la falta de mecanismos para hacer efectiva esa obligación constitucional. El artículo 112 regula la cuestión como una competencia del presidente que puede usar discrecionalmente.

Por tanto, a pesar de que el artículo 1.3 de la Constitución declare, con cierta pompa, que "la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria", cada día es más evidente que el presidente del Gobierno, una vez elegido por el Pleno del Congreso, adquiere una libertad de actuación que no se corresponde con la que disfrutaban sus antecesores, no ya en el parlamentarismo clásico, sino ni siquiera en el parlamentarismo racionalizado del siglo XX.

Y de ahí que me parezca más adecuado usar la etiqueta de parlamentarismo difuminado para el sistema político español.

Se me ocurre un penúltimo cartucho (en estos tiempos bélicos) para intentar ralentizar este deslizamiento hacia el presidencialismo de nuestro sistema político. Los partidos que consideren que el presidente ha incumplido la resolución del Congreso sobre el Sáhara podrían proponer una moción de reprobación contra él, al modo y semejanza de las que se han interpuesto frente a la actuación de determinados ministros.

Ya sé que no hay precedentes, pero no veo que el presidente, como "miembro del Gobierno", no pueda ser sujeto de estas reprobaciones, si previamente se le ha realizado una interpelación, perfectamente posible a tenor del artículo 111 de la Constitución y la práctica parlamentaria.

Como viene sucediendo desde que en diciembre de 2007 se aprobó la primera reprobación contra una ministra, si una iniciativa así triunfara contra el presidente del Gobierno, no por eso tendría que dimitir. Pero al menos tendríamos la ilusión de que existe un mínimo control parlamentario a su actividad política.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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