Debemos detener la esclavitud de venezolanos en Brasil

 Refugiados venezolanos abordan un avión de la Fuerza Aérea brasileña rumbo a Manaus y São Paulo, el 4 de mayo de 2018. Credit Ueslei Marcelino/Reuters
Refugiados venezolanos abordan un avión de la Fuerza Aérea brasileña rumbo a Manaus y São Paulo, el 4 de mayo de 2018. Credit Ueslei Marcelino/Reuters

Para miles de refugiados venezolanos en Brasil, el camino para obtener ayuda pasa por recorrer un territorio aislado donde ganaderos, mineros y traficantes explotan a los migrantes desesperados casi como si fueran esclavos. Los funcionarios brasileños que ignoran la situación no pueden decir que están combatiendo la corrupción ni la impunidad.

Desde 2017, las crisis política y humanitaria de Venezuela, así como la hiperinflación, han provocado un éxodo de proporciones históricas. Más de cuatro millones de venezolanos han salido del país para escapar de la escasez de comida y medicamentos del gobierno opresor de Nicolás Maduro. Los venezolanos que escapan a Brasil —más de 50.000 hasta ahora— a menudo tienen una sola manera de entrar: la autopista BR-174, un camino desolado de 966 kilómetros que atraviesa algunos de los territorios más remotos de América del Sur, donde los explotadores están por encima del Estado de derecho.

Mientras el país vive un ciclo electoral crucial, el caos en los territorios fronterizos refleja la agitación que se vive en toda la nación. Después de años de problemas económicos, investigaciones de corrupción y crisis de seguridad, muchos brasileños anhelan estabilidad, la imposición de ley y orden; dar la bienvenida a los miles de venezolanos que llegan a su país no coincide con esa lista. Por lo menos diez venezolanos fueron rescatados de la esclavitud el año pasado. Sin embargo, los empresarios y terratenientes poderosos que abusan de los refugiados son otro ejemplo sorprendente de cómo el crimen resulta lucrativo en Brasil.

El país merece líderes que respondan con prontitud para proteger de la explotación a los más vulnerables y restauren la credibilidad de Brasil en la región, no que utilicen la crisis para avivar la xenofobia y el nacionalismo.

Eso requerirá cooperación interinstitucional en todos los niveles del gobierno en una época de polarización intensa. En febrero, el gobierno federal de Brasil declaró estado de emergencia en la frontera, lo que permitió que los venezolanos esquivaran el engorroso proceso de asilo y obtuvieran permisos de estancia de dos años, que les otorgan acceso a beneficios sociales y permisos de trabajo. Ahora, las sociedades militar y civil están esforzándose por controlar el flujo migratorio y ayudar a que los refugiados no sean indigentes ni padezcan hambre o enfermedades.

Las fuerzas armadas brasileñas han duplicado su presencia en la frontera norte, desde Pacaraima, una ciudad fronteriza de 12.000 habitantes y parte de la ruta de más de 800 venezolanos que cruzan a diario por autobús, automóvil, bicicleta e incluso a pie.

Hace poco, Álvaro José Cerven Morales, un ingeniero eléctrico de 35 años de Ciudad Bolívar, se puso bajo la sombra de un árbol cerca de la frontera con su esposa Eylín, una ingeniera industrial, mientras cargaba a su hijo de 1 año.

“Estoy seguro de que encontraremos trabajo”, dijo Morales, acariciando el brazo de su hijo. “Será difícil, pero tenemos que buscar una mejor vida para él”.

Para Morales y su familia, la siguiente parada es Boa Vista, a poco más de 20o kilómetros al sur, la capital del estado de Roraima, una ciudad de más de 300.000 habitantes que se ha convertido en puesto de control fronterizo para decenas de miles de refugiados que ahora conforman más del diez por ciento de la población. Durante meses, han estado acampando en plazas y edificios abandonados y azotados por la malaria, así como en las calles. Hombres, mujeres y niños esqueléticos se apiñan frente a los semáforos en rojo para vender bocadillos o limpiar parabrisas a cambio de algunas monedas.

En colaboración con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), las fuerzas armadas brasileñas se han apresurado a abrir refugios y enviar en avión a los refugiados a otros estados, además de reubicar a las mujeres embarazadas y los niños que viven en las calles mientras ayudan a que otros refugiados tengan un lugar donde vivir y documentos para trabajar. Sin embargo, en cuanto abren los refugios, nuevas olas de migrantes inundan los espacios públicos, donde cientos de profesores, ingenieros, mecánicos, exsoldados y sus hijos han estado acampando durante semanas en condiciones insalubres, esperando a que los reubiquen.

Podrían quedarse esperando durante meses. Las políticas de inmigración y refugiados de Brasil les dan la bienvenida en teoría, pero en la práctica no siempre es así. El país recibió a más de 85.000 haitianos después del terremoto de 2010. En 2017, una nueva legislación enfatizó los derechos humanos, la reunificación familiar y el acceso a programas sociales.

Sin embargo, muchas de estas nuevas disposiciones se revocaron, a pesar de que el colapso económico de Venezuela se aceleraba. Los sistemas de migración y asilo actuales de Brasil están llenos de nudos burocráticos, situación que se complica porque no hay un buen mantenimiento de registros.

“Veo a hombres que se van de aquí a las seis de la mañana, trabajan doce horas y regresan sin nada”, dijo Donaldo Chávez, de 50 años, un profesor que había estado durmiendo en la plaza Simón Bolívar durante semanas.

Las condiciones miserables son ideales para la explotación laboral. En Boa Vista, la Policía Federal ha investigado numerosos reportes de mujeres forzadas a tener sexo a cambio de comida o refugio. Con promesas falsas de habitación, comida y salario, jefes de haciendas recorren los campamentos y se marchan con trabajadores a granjas y minas a lo largo de la autopista BR-174, así como a otros estados en la Amazonia brasileña.

“Es muy preocupante”, dijo Isabel Márquez, una representante del ACNUR. “Algunos regresan al término de una semana; otros, después de un mes. A algunos les pagan; a otros, no”.

Un hombre al que rescataron en febrero dijo que le descontaban los servicios de agua y luz de su sueldo. Cuando pidió irse, el empleador le dijo que todavía no terminaba con su trabajo. La policía lo descubrió cuando arrestaron a su jefe, acusado de homicidio.

El Pacto Nacional para la Erradicación del Trabajo Esclavo en Brasil promete más inspecciones e iniciativas de rescate, pero el flujo de migrantes está aumentando antes del 20 de mayo, el día de la precipitada elección de Maduro.

El gobierno brasileño y sus colaboradores internacionales deben tomar tres medidas inmediatas para solucionar la crisis.

Primero, aumentar los esfuerzos interinstitucionales en la frontera en Pacaraima con el despliegue de más brigadas de inmigración y trabajadores sociales para procesar permisos e informar a los venezolanos entrantes sobre sus derechos laborales en Brasil. Los migrantes deben estar advertidos de que tengan cuidado con los empleadores que ofrecen alimento o refugio.

En segunda instancia, deben movilizar unidades adicionales de patrullaje en las carreteras e incorporar a inspectores laborales para monitorear el tráfico y las condiciones de trabajo a lo largo de la autopista BR-174.

Por último, los gobiernos local, estatal y federal deben coordinarse para acelerar la “interiorización” de refugiados desde Roraima —donde no hay recursos suficientes— hacia otras regiones en Brasil. Esta medida será políticamente tóxica cuando otras comunidades limitadas económicamente se muestren renuentes a recibir a sus vecinos venezolanos. No obstante, ahora que Brasil de pronto se encuentra bajo los reflectores del mundo entero, la crisis migratoria más grande en la historia de América Latina es una oportunidad para que el país reafirme su liderazgo regional y su compromiso con mejorar su historial de derechos humanos.

Si Brasil espera renacer de las cenizas, debe perseguir judicialmente a todos los que han lucrado con el trabajo esclavo. El electorado azotado por una crisis existencial debe apoyar a los candidatos dispuestos a hacer que los criminales rindan cuentas en cualquier contexto, ya sean las salas de juntas, el congreso o las haciendas.

Chris Feliciano Arnold es el autor de The Third Bank of the River: Power and Survival in the Twenty-First-Century Amazon.

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