Debemos estar a la altura

La noche del 25 de mayo de 2014 un pequeño terremoto sacudió el escenario político español, mostrando lo precario de algunos equilibrios y posiciones que parecían inconmovibles. Los dos principales partidos del régimen de 1978, PP y PSOE, apenas alcanzaron juntos el 49% del sufragio, un porcentaje inédito: UCD y PSOE sumaron el 64% en 1979, el momento de menor concentración del voto de nuestra historia política reciente. En las pasadas elecciones europeas de 2009 habían reunido, juntos, el 82% de las papeletas. Esta vez, perdían 30 puntos y 2,5 millones de votantes.

Más importante que el dato cuantitativo es el cualitativo: se quebraba el juego de vasos comunicantes que había garantizado la alternancia y el pluralismo relativo dentro de unos consensos centrales que quedaban a buen resguardo de la disputa política, y gracias a los cuales las élites económicas afrontaban sin traumas el proceso democrático. Por primera vez, lo que perdía uno no lo capitalizaba el otro: irrumpía una nueva fuerza que trastocaba el reparto de posiciones. Se rasgaba así la fatalidad según la cual las mayorías políticas pasaban siempre por el PP o el PSOE, y quienes quisieran influir se colocaban a sus flancos izquierdo o derecho.

Debemos estar a la alturaLa irrupción de Podemos, siendo modesta en términos electorales, fue sin duda el hecho central de esas elecciones . Demostró que la política no tiene por qué ser un juego de suma cero y, sobretodo, que las metáforas y los sentidos que agrupan las lealtades no pueden darse por sentados, especialmente en contextos de crisis orgánica como la que atravesamos. Todo indica que hay condiciones para la articulación transversal de una mayoría de cambio político que proviene de sectores grupos sociales y recuerdo de voto muy diferentes, que puede fraguar en una identidad popular nueva y que reclama la devolución de las instituciones y la soberanía a las mayorías empobrecidas al país real, con los sectores subalternos y medios en el centro de un nuevo proyecto de convivencia de futuro.

Para medir el grado de impacto en la política española que tuvo la noche del 25M (que condensó una serie de cambios ya iniciados hace años, pero que podrían haber recibido sentidos políticos de lo más diverso) basta mirar dos datos. Por un lado, la aceleración del tiempo político, que promete un año vertiginoso y decisivo. Por otro lado, el «envejecimiento súbito» que sufrieron los principales actores del régimen, que desde entonces han corrido a fabricar ropas nuevas. Para Rajoy, la democracia española apenas presentaba problemas el 24 de mayo, pero desde el 26 tuvo que solicitar un Plan de «Regeneración Democrática» que no por ser sólo cosmético es menos revelador. La propia Monarquía tuvo que acelerar su Plan Renove: ser «nuevo» se había vuelto crucial. El PSOE precipitaba su sucesión y, al tiempo que se muestra mucho más agresivo con Podemos que sus militantes y simpatizantes, despliega una campaña comunicativa que roza el plagio y revela los nuevos términos de la hegemonía política en España. Otras formaciones han tenido que aceptar métodos de los que desconfiaban tiempo atrás. La propia campaña del miedo contra Podemos es una manifestación de la crisis de imaginación de las élites viejas: perdida la capacidad de seducir, acuden a la última trinchera del miedo al cambio. Suele ser la señal de una caducidad de la capacidad hegemónica: de articular consensos y seguir poniéndole nombre a las cosas. Si fuesen separables, diría que, a menudo, primero se pierde la batalla cultural y después la institucional.

En este contexto, nuestro país va a vivir un año decisivo. En nuestra opinión, no es la pugna entre izquierda y derecha la frontera que hoy atraviesa la sociedad, sino aquella entre democracia y oligarquía. No sólo porque en torno a esta dicotomía metafórica se produzcan agregaciones con más potencial mayoritario y transformador; también porque define mejor la disyuntiva histórica en la que nos encontramos. Una ofensiva oligárquica está transformando el Estado, la economía y el propio marco jurídico en un sentido de redistribución regresiva de la renta y del poder. Al mismo tiempo, la instalación del miedo (a la pobreza, al desempleo, a la enfermedad, a perder la vivienda en un desahucio, a tener que ver emigrar a los hijos) como horizonte vital, socava el principio de ciudadanía y dibuja una diferencia drástica entre la gente y la estrecha minoría que, con independencia de lo que suceda en las urnas, ha conseguido que las instituciones y las leyes trabajen siempre en su provecho. Representantes políticos con diferentes carnets, fieles mayordomos de los ricos antes que carteros de los ciudadanos. Eso que algunos llamamos «casta» y de lo que el escándalo de las tarjetas black nos regalaba una fotografía perfecta: una minoría endogámica que, por encima de sus diferencias partidistas, comparte un interés de grupo, en el saqueo y la impunidad.

Esta evolución oligárquica y deconstituyente, que se lleva por delante algunos de los elementos más garantistas del anterior pacto social, se encuentra con dos limitaciones graves. Por una parte, no es capaz de alumbrar un proyecto de país inclusivo que permita imaginar un futuro de relativa prosperidad para las grandes mayorías. Al haber atado su suerte a las del ajuste y los caprichos del capital financiero, nuestras élites han perdido enorme margen de maniobra para seguir encarnando el «interés nacional». Las políticas de empobrecimiento se han demostrado, además de injustas, ineficaces porque sólo agravan la situación de estancamiento y contracción de la economía.

Por otra parte, estas élites están atravesando su momento de mayor desprestigio y desconfianza ciudadana. Aún gobiernan pero tienen crecientes dificultades para generar en torno a sí voluntad colectiva y consensos, siquiera sean pasivos. Más aún, para mantener un comportamiento solidario y orgánico dentro del bloque de poder, por encima de las pugnas corporativas y el «sálvese quien pueda» que la descomposición política parece alumbrar. Viven una crisis de legitimidad que no parece solucionarse con trucos de mercadotecnia.

Podemos nació como un gesto audaz: la apuesta por construir una política que transformara el descontento generalizado y disperso, las ideas de cambio que ya anidaban en el sentido común de época, en poder político para la mayoría social que está pagando una crisis que no ha generado y viendo cómo la democracia es secuestrada por la corrupción y los procedimientos mafiosos. Nacimos como un desafío, que recibió silencio, menosprecio y descalificaciones, pero que hoy, creemos, es un actor decisivo para el cambio político constituyente que ya existe como posibilidad en el horizonte.

Durante la campaña electoral tomamos decisiones arriesgadas, basadas en una premisa que podía parecer insolente: no somos el margen de ningún tablero ni nos conformamos con ninguna posición testimonial. Y esto no sólo por ambición política: hay condiciones para atravesar y reordenar ese tablero, pero el tiempo apremia, las oportunidades son de quien se atreve a leerlas y la transformación oligárquica de nuestro país depara cada día mucho dolor a nuestro pueblo.

Asumimos que no había que hacer política para los convencidos sino para la unidad de los ciudadanos, que no había que repetir mantras sino disputar los conceptos centrales del lenguaje de época, que no había que hacerle concesiones a la resignación ni al pensamiento inmóvil. Este enfoque y la creatividad, inteligencia y compromisos de miles de ciudadanos en todos los barrios y pueblos nos han llevado a pasar del lamento «cómo es posible que con la que está cayendo no suceda nada» a la discusión sobre «cómo ganar».

En los próximos días Podemos afronta su Asamblea Ciudadana Sí Se Puede, en la que tenemos el reto y la responsabilidad de convertir el inmenso caudal de ilusión política en una fuerza que aspire a ser la primera del país y a llevar las ideas del cambio al Gobierno. El proceso, que está siendo el más participativo y transparente de nuestra historia, debe conciliar democracia y eficacia. No debemos crear una organización a la medida sólo de los más activistas de una u otra sensibilidad, sino producir una máquina política capaz de recuperar la soberanía y, al mismo tiempo, reconstruir la sociedad civil y el pueblo para acompañar los cambios necesarios. La casta querría enfrentarse con un collage de minorías inexpertas o con un fenómeno pintoresco, simpático pero incapaz de librar las batallas. En cambio, va a tener en frente una gran creación democrática que ha demostrado ya probadamente su eficiencia en la pasada campaña y en un avance que ha hecho que la ilusión ya haya cambiado de bando.

Soy firmante, junto con Pablo, Juan Carlos, Carolina, Luis y otros compañeros igualmente imprescindibles y protagonistas, de los documentos Claro que Podemos, que agrupan una propuesta estratégica para este decisivo ciclo político y electoral. Hemos sido responsables de tareas centrales en Podemos hasta ahora y llegamos a la asamblea presentando lo que hemos hecho y con una propuesta para seguir. La decisión le corresponde a los más de 130.000 ciudadanos inscritos para el proceso, que del 20 al 26 de octubre han de elegir qué propuesta está más capacitada para que Podemos esté a la altura de los retos históricos que enfrentamos, sea un instrumento para la nueva mayoría y permita un cambio de rumbo en favor de la ciudadanía y no de la minoría privilegiada. Vamos a estar a la altura.

Íñigo Errejón es doctor en Ciencias Políticas y director de campaña de Podemos.

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