¿Debemos temer a China?

La cuestión ha aparecido y seguirá apareciendo en la primera plana de los diarios de todo el mundo: ¿hay que tener miedo a China? ¿Debemos temer, tras el crackde la Bolsa de Shanghái de hace unos días, un contagio al resto del mundo, una nueva crisis financiera internacional susceptible de provocar una recesión mundial? Hay que desconfiar de los vientos de pánico que tan pronto se han apoderado de numerosos círculos políticos y económicos. Hace poco, lo que les movía era el miedo a una China que se había hecho demasiado poderosa, demasiado rica, demasiado fuerte y demasiado rápido... Como si el miedo se hubiera convertido en un reflejo condicionado. Ha bastado con que la economía china se ralentice para que pasemos de una inquietud a otra, sin matices.

¿Qué ocurre realmente? Nos encontramos ante una verdadera ralentización del crecimiento chino, que nos tenía acostumbrados a un ritmo de dos cifras (alrededor del 10 % de media). Sin embargo, actualmente el Gobierno chino prevé alcanzar el 6,5% en el mejor de los casos. Esta ralentización puede tener repercusiones sobre la estabilidad social e incluso política del país. Pero es ineluctable. Efectivamente, China ha utilizado sucesivamente dos motores para su desarrollo: la exportación (hasta el punto de que era presentada como el taller industrial del mundo) y, aprovechando la crisis financiera internacional, un esfuerzo inversor sin precedentes, sobre todo en infraestructuras públicas.

A veces dando lugar a absurdos evidentes, un poco como en España, donde verdaderas ciudades de nueva construcción permanecen vacías desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, donde hay aeropuertos sin viajeros, autopistas sin autos, etcétera. En su empeño por hacer frente a la crisis, el Gobierno chino ha sostenido a empresas públicas o semipúblicas, intentando compensar su escasa productividad mediante la devaluación de su moneda, el yuan. Tanto así que el sistema bancario y financiero chino asumió cada vez más deudas incobrables, alimentando la desconfianza de los mercados y las caídas bursátiles de Pekín y, sobre todo, Shanghái.

China debe por tanto cambiar de modelo de desarrollo. Ha iniciado su transición hacia otro modelo que reposará más en el consumo interno; al mismo tiempo necesita construir una economía no depredadora que tenga en cuenta los imperativos de la Conferencia del Cambio Climático (COP21), aunque solo sea para reducir unos niveles de contaminación a menudo insoportables. De hecho, se encuentra enfrentada al mismo problema que el Japón de los años noventa, que tuvo que abandonar el modelo basado en las exportaciones masivas y todavía no ha conseguido recuperar un verdadero dinamismo.

Pero China es la segunda economía mundial y puede activar dos enormes recursos: un ahorro privado muy abundante y unas reservas públicas que no lo son menos. Por tanto, la situación no es acuciante.

En cambio, pesa sobre el resto del planeta. Según los expertos del FMI, la ralentización del crecimiento chino priva al resto del mundo de casi un punto de crecimiento, lo que es bastante considerable. El grado de interdependencia de las economías modernas es tal que, por ejemplo, los países que exportan mucho hacia China (la industria alemana, el lujo francés e italiano, Japón o Corea del Sur) tendrán que hacer frente a un lucro cesante. La reducción de las necesidades de China en términos de materias primas contribuye a devaluar la cotización de estas y, por tanto, perjudica a los países productores, como hemos visto tras la nueva caída del precio del petróleo (que beneficia a los europeos, grandes importadores, pero debilita a Rusia, Brasil y los Estados del Golfo, grandes productores), lo que podría dar pie a una nueva guerra de divisas o a un retorno al proteccionismo. “El proteccionismo es la guerra”, decía François Mitterrand.

La crisis financiera internacional de 2008 lo demostró: ante una situación de urgencia, las principales potencias económicas son capaces de ponerse de acuerdo y de salir adelante. Ahora bien, China ejerce este año la presidencia del G 20 y tendrá que aprovechar esta ocasión para inscribirse en una dinámica concertada, la única capaz de restaurar la confianza. China corre el riesgo de que esta transición haga resurgir unas tensiones a las que se podría ver tentada de responder con una escalada nacionalista, esta vez realmente peligrosa.

Jean-Marie Colombani fue director de Le Monde. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *