¿Debemos tomarnos en serio a Donald Trump?

Para los europeos, desde hace varias generaciones, el único pato que había era Donald, el pato de Walt Disney un tanto estúpido y malhumorado, pero de gran corazón. Un Donald expulsa al otro. Evidentemente, en EE.UU., el Donald, The Donald, como dicen allí, es evidentemente Trump, un promotor inmobiliario con repetidas quiebras y coleccionista de mujeres que alcanzó fama nacional cuando presentaba un realityshow en el que contrataba y, sobre todo, despedía, con alegría. Su candidatura en las elecciones presidenciales del próximo mes de noviembre surgió como una enorme broma, inflada, a la altura del personaje. Resultaba incierta porque su primera declaración fue una diatriba contra los inmigrantes mexicanos, que eran todos sospechosos de ser «violadores» y «asesinos», salvo un puñado de ellos, «personas muy buenas», que trabajan para la empresa de Trump. La clase política y todos los analistas consideraron que la broma de mal gusto no pasaría de ahí. Pero, ante la sorpresa de los estadounidenses cultos, la desmesura de Trump ha suscitado un verdadero entusiasmo en torno a su persona. Cuanto más insiste en sus provocaciones, más aumenta su popularidad en un segmento del electorado. Trump es blanco, humilde, frustrado y xenófobo, y está en guerra contra Obama, contra los inmigrantes y contra los que no son blancos en general. Su programa es absurdo, ilegal y contrario a todos los valores fundamentales de EE.UU., ya que propone construir un muro infranqueable a lo largo de la frontera entre EE.UU. y México, y obligar al Gobierno mexicano a financiarlo; las importaciones chinas se prohibirían; los musulmanes ya no podrían entrar en territorio estadounidense; el Ejército estadounidense se apoderaría de los pozos de petróleo de Oriente Próximo; unos diez millones de sin papeles serían expulsados; etcétera, etcétera. Por encima de todo, se pide al electorado que confíe en Trump, quien, como Mussolini, habla de sí mismo en tercera persona, porque Trump sabe negociar, en una posición de fuerza, como ha demostrado al construir casinos, y porque en la negociación siempre triunfa. Los dirigentes rusos y chinos verán con quién tendrán que vérselas: ya están temblando...

La pregunta que hay que plantear ahora –descabellada hace seis meses– es si Trump podrá convertirse en presidente de EE.UU. No me atrevo a dar una respuesta negativa porque, al igual que los demás, no he dejado de equivocarme. ¿Podrá convertirse en el candidato del Partido Republicano? Ya no es imposible. Sin embargo, dudo que se produzca una victoria de Trump, porque los sondeos miden su visibilidad y su popularidad, más que las intenciones de voto. Pero vayan ustedes a saber, porque a Trump le favorece una candidatura demócrata, menos desmesurada pero igual de exótica para EE.UU., la de Bernie Sanders, un senador por Vermont que se declara socialista. Según Trump, el extranjero, sobre todo si no es blanco, es la causa de todas las desgracias de EE.UU.; para Bernie Sanders, EE.UU. también se encuentra en su peor momento (según qué criterios, no lo sabemos) porque está dominado por los financieros de Wall Street, en particular Goldman Sachs, Satán en los encendidos discursos de Bernie Sanders. Es dudoso que el Tío Bernie (tiene 74 años) le arrebate a Hillary Clinton la «nominación» como candidato demócrata, pero vayan ustedes a saber.

Estas insurrecciones simétricas, casi fascistas a la derecha y casi marxistas a la izquierda, no resumen a EE.UU. Trump y Sanders explotan el malestar de los blancos más humildes que se sienten marginados en un país multirracial. Es inútil ocultar que estos «pequeños blancos» no han digerido que el actual presidente sea negro ni que los blancos se conviertan en EE.UU. en una minoría entre otras. Los fans de Bernie también están desconcertados por la globalización que hace competir a un obrero de Ohio con un obrero chino; la mayoría de ellos, al igual que en el bando de Trump, no han asimilado que las remuneraciones están relacionadas con los títulos universitarios, la principal razón de las diferencias salariales en EE.UU. entre el nivel más alto y el nivel más bajo. El electorado de Trump, como el de los fascistas y los comunistas en Europa en la década de 1930, constituye básicamente un lumpemproletariado. Subrayemos también que los medios de comunicación alimentan la revuelta contra la clase dirigente, un punto común entre Sanders y Trump, porque estos dos, con sus excesos, son un espectáculo y dan audiencia. En comparación, todos los demás candidatos, los competentes sobre todo, parecen aburridos y algo ya visto.

El que la política se haya convertido en un espectáculo no es algo exclusivamente estadounidense. El que las «minorías» blancas y cristianas (Trump se ha vuelto de repente religioso) se sientan amenazadas por la «invasión» de no europeos tampoco lo es. En Europa, los líderes de extrema derecha y de extrema izquierda, con un sentido del espectáculo menos marcado que en EE.UU., mantienen, en el fondo, un discurso similar al de Trump y Sanders: el Frente Nacional en Francia o Podemos en España, por ejemplo. Pero EE.UU. sigue teniendo una ventaja respecto a Europa: la resistencia de sus instituciones. Independientemente de quién sea el presidente, la Constitución limita desde hace más de dos siglos sus caprichos, igual que los contrapoderes de la Justicia y de los estados. Un presidente, aunque fuese fascista –una hipótesis imaginada por el novelista Philip Roth–, no lograría imponer el fascismo; un presidente, aunque fuese marxista, tampoco lograría que imperase el socialismo. Uno y otro serían destituidos. Eso no quita para que este inquietante Donald y el Tío Bernie pongan de manifiesto un malestar en Occidente, donde algunos no aceptan el final del imperialismo de los blancos.

Guy Sorman

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