Debemos vigilar al capitán Sánchez

La idea de que no se debe disparar al capitán en una situación de crisis tan delicada como la actual pandemia del Covid-19 parece tan de sentido común que la vengo oyendo tanto de reputados comentaristas nacionales como de queridos amigos en las redes sociales.

La metáfora del presidente del Gobierno concentrado en dirigir la nave del Estado para escapar del coronavirus es tan fuerte como para que se sienta una natural antipatía ante aquellos que, a modo de incómodos tábanos, lo entretienen con pequeñas críticas, ajenos al interés común de salir cuanto antes de la crisis. Si hay que criticarlo, hagámoslo cuando el temporal amaine y se levante el estado de alarma.

Sin embargo, ¿de verdad que hay que callar ahora ante cualquier desvarío de nuestros gobernantes?

Veamos algunos ejemplos concretos. ¿Cuándo se debería de comparar la prudente suspensión del Mobile World Congress el 12 de febrero por sus organizadores privados con la irresponsable actitud del Gobierno, primero criticando esa misma cancelación y luego alentando las manifestaciones del 8-M, a pesar de la opinión contraria del Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades? ¿Hay que silenciar el mal ejemplo que supone que el vicepresidente segundo se haya saltado dos veces su cuarentena?

Por fortuna, la prensa libre española está realizando -y desvelando- muchas preguntas similares porque, no en balde, la Constitución señala expresamente que la declaración de cualquier estado de crisis no modificará "el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes".

Por cierto, que el Gobierno, entendiendo de forma un tanto original las ideas de la transparencia y el derecho de información, no se lo pone fácil al no permitir en sus ruedas de prensa las preguntas directas, sino que previamente las selecciona el secretario de Estado de Comunicación.

Karl Loewenstein, uno de los mejores constitucionalistas del siglo XX, decía que las situaciones de crisis colocan al Estado democrático constitucional "frente al más difícil de los problemas" porque, al darle un poder extraordinario a los gobernantes para defender la sociedad democrática, estos "pueden pervertirlo para sus fines".

Por fortuna, no estamos en la delicada situación política de la posguerra en la que Loewenstein escribía, con las dictaduras comunistas amenazando a las democracias europeas, pero no por eso debemos de dejar de controlar al Gobierno, que -lo ostente quien lo ostente- parece siempre predispuesto a saltarse sus límites constitucionales, como podemos ver hoy mismo, 25 de marzo, en las iniciativas que le hace al Pleno de Congreso de los Diputados, la convalidación de cinco decretos-leyes y la autorización para prorrogar el estado de alarma.

Los dos primeros decretos leyes, previos al estado de alarma tratan respectivamente del despido objetivo por faltas de asistencia al trabajo y de la caída de precios agrarios, este último justificado en su extraordinaria y urgente necesidad por la conveniencia de responder rápidamente a las movilizaciones agrarias de febrero. Por lo tanto, no se le puede objetar nada desde el punto de vista constitucional, con independencia de que las modificaciones de las leyes que realiza puedan ser más o menos útiles para resolver el problema.

Otra opinión me merece el Real Decreto-ley 4/2020, de 18 de febrero, por el que se deroga el despido objetivo por faltas de asistencia al trabajo, establecido en el artículo 52.d) del texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2015. A mi juicio, no se aprecian las razones de extraordinaria y urgente necesidad que exige la Constitución para saltarse la división de poderes y permitir que el Gobierno legisle.

Éste usa siete páginas del BOE para explicarse y lo único que me queda claro de su explicación es que distorsiona la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 18 de enero de 2018 en la que dice basarse (según él, declara que la regulación de ese despido es incompatible con el Derecho de la Unión; según yo, remite al juez español para que compruebe si lo es o no) y silencia que el PSOE jamás recurrió ante el Constitucional este despido que hoy le parece tan inaceptable.

En cualquier caso, este decreto-ley establece un récord de verborrea normativa difícil de batir: su exposición de motivos es casi catorce veces más larga que su parte normativa (apenas medio folio).

Los otros tres decretos-leyes que se presentan a convalidación del Congreso están originados por la epidemia del coronavirus, de tal manera que en principio cumplirían con el presupuesto constitucional de la extraordinaria y urgente necesidad. Ahora bien, cuando bajamos al detalle de su articulado esa urgencia es discutible en alguno que otro, en el que el Gobierno parece haber sucumbido a la tentación de Loewenstein de pervertir el derecho de crisis para sus propios fines, muy especialmente en la modificación de la Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia para permitir la incorporación de Pablo Iglesias a su órgano rector.

Para mí que con solo leer la logomaquia que usa el Gobierno para justificarla se aprecia que no hay urgencia y sí voluntad de poder: la modificación de la Ley del CNI no puede ser aprobada "mediante el procedimiento ordinario de tramitación parlamentaria, pues ello implicaría que, hasta la aprobación de tales reformas legislativas, la estructura de órganos colegiados del Gobierno no estaría en condiciones de desarrollar sus funciones con arreglo a las necesidades organizativas apreciadas en el momento actual por la Presidencia del Gobierno, motivo que justifica la extraordinaria y urgente necesidad de la situación y la conexión con ella de las medidas adoptadas".

He aquí una nueva doctrina constitucional: cada vez que una ley no se adecue a lo que quiera el presidente, el Gobierno aprobará un decreto-ley. No es el principio absolutista rex facit legem, pero no le queda muy lejos.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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