¿Deberíamos temer a los turcos?

La reconversión de Santa Sofía de Constantinopla en mezquita por parte del presidente turco ha despertado en Europa una exasperación que considero desproporcionada. Los gestos de Erdogan están dirigidos, ante todo, a halagar a su electorado islamista. Como a cualquier líder en decadencia, enfrentado a la pandemia, la recesión económica, los kurdos y los demócratas, todo lo que le queda a Erdogan son los símbolos de una gloria pasada, la suya y la de su país. Me viene a la mente la comparación con Donald Trump y Putin: sus fracasos concretos los llevan a buscar la salvación en batallas abstractas. Volvamos a Santa Sofía, que fue basílica cristiana, luego mezquita otomana, después museo y ahora se ha convertido en un lugar abierto al público, donde será posible organizar cultos musulmanes. Estas idas y venidas recuerdan la historia paralela de la catedral de Córdoba. Por lo tanto, resulta excesivo denunciar una reconquista a la inversa, la reislamización de Turquía o la resurrección del Imperio Otomano; Recep Tayip Erdogan no tiene los medios para llevar a cabo sus ambiciones. Además, es importante comprender esta agitación turca en el contexto de la historia y la política turcas.

De modo que la reapertura de Santa Sofía al culto musulmán no es tanto una ofensiva contra el Occidente cristiano como contra la oposición interna a Erdogan, la de los laicos proeuropeos, los herederos del fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal. Fue él quien, en 1934, convirtió la basílica en museo, hizo de Turquía un Estado nacional y laico, abolió el califato otomano y renunció a cualquier hegemonía sobre el mundo musulmán. Para Erdogan el enemigo no es Occidente, sino el laicismo turco. Recordemos también que temer una ofensiva islamista contra Europa desde Turquía supondría reconocer que Turquía es islamista. En verdad, el islam en Turquía es muy diferente al islam árabe; es contemplativo y está dividido en un número infinito de comunidades. Entre los alevíes, por ejemplo, una secta de Anatolia, la división entre Estado y religión es absoluta y las mujeres tienen una condición equivalente a la de los hombres. Estamos lejos del wahabismo de Arabia Saudí y, para la mayoría de los musulmanes árabes, los turcos no son musulmanes genuinos, sino antiguos colonizadores. En cuanto a los kurdos, que sin duda constituyen un tercio de la población turca y un tercio de Estambul, se sienten ante todo kurdos y no se preocupan por las afirmaciones de Erdogan sobre convertirse en el nuevo sultán y el nuevo califa. De modo que, antes de perder la sangre fría, devolvamos Santa Sofía a su contexto político interno. Del mismo modo, las incursiones del Ejército turco en Siria y Libia no son más que fanfarronadas, un eco de la pasada gloria otomana, como en el caso de Putin, que se hace eco del difunto imperio soviético. En ambos casos, estos autócratas narcisistas pretenden desviar la atención de sus problemas internos. En vano, porque los turcos, como los rusos, están más preocupados por su estabilidad que por la vanagloria de los viejos tiempos.

En nuestro esfuerzo por comprender antes de denunciar, preguntémonos también por la responsabilidad de los europeos en la trayectoria islamista-nacionalista de Erdogan. Aunque fue elegido democráticamente por primera vez en 2003, en Europa lo recibimos bastante mal, porque afirmaba pertenecer al islam. Por más que alegó que en Alemania gobernaba un Partido Demócrata Cristiano y que su Partido (AKP) se basaba en el mismo modelo y era democrático y musulmán, esta comparación nunca fue aceptada; hasta tal punto nublan el juicio los prejuicios de Occidente contra el islam. Rechazado por la familia democrática, Erdogan también fue rechazado por la familia europea. Se puede entender la exasperación de los turcos, cuya candidatura a la Unión Europea, presentada en 1987, fue aceptada, en principio, en 1999, y con quien las negociaciones continúan sin ningún progreso. Del mismo modo, Erdogan no piensa retirarse de la OTAN, sin duda para obligar a los otros miembros a excluir a Turquía (SIC), socio poco fiable, aunque es cierto que el miembro menos fiable de la OTAN es Donald Trump. Por último, es imposible evocar la compleja relación con Turquía sin abordar el genocidio armenio de 1917, que los Gobiernos turcos siempre se han negado a calificar como tal. Desde luego, hubo un genocidio, pero ¿es Turquía la heredera del Imperio Otomano? Sobre este asunto, las invectivas de las dos partes, el Gobierno turco y los armenios en el exilio, hacen las veces de discusiones sin final.

Concluyamos hablando de la sorprendente trayectoria de Recep Tayip Erdogan: liberal al principio, respetuoso de las minorías culturales y religiosas de su país, favorable a la economía de mercado, auténtico adversario de la corrupción pública, receloso de un Ejército aficionado al dinero y a los golpes de Estado, degeneró gradualmente en nacionalista islamista, intolerante y retrógrado. Como cualquier líder que se aferra al poder, es cada vez menos capaz de ejercerlo, lo que es terrible, pero no tanto para los europeos como para los turcos, que ven cómo desaparecen la democracia (periodistas, intelectuales y abogados en prisión), el respeto a las minorías (pobres kurdos), la prosperidad y su deseo de Europa. Una Europa que tiene su parte de responsabilidad en esta trayectoria de Turquía. Pero es más fácil demonizar a los turcos que comprenderlos.

Guy Sorman

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