Con una frecuencia lamentable se nos informa de importantes incendios de bosques y terrenos de matorrales. Este verano, la crónica negra estuvo cargada de acontecimientos y cuantiosas pérdidas económicas. Recientemente ha sido en la provincia de Granada donde se ha producido la catástrofe. Curiosamente se añadió a las noticias, sin dar al hecho especial relieve, que probablemente la desgracia fue «intencionada», es decir, que unos malvados prendieron las mechas con el fin de destruir vidas y patrimonios ajenos. Se ha hablado de cinco focos simultáneamente activados por manos criminales.
He aquí una muestra de la debilidad del Estado, que nos afecta a todos. Las leyes han establecido las penas, pero no se destaca suficientemente el peligro de tales delincuentes. Salvo los enfermos irresponsables (los pirómanos indiscutibles), año tras año aparecen quienes por motivos inconfesables (desde la venganza contra los propietarios de los terrenos a la búsqueda de beneficios económicos) encienden sus cerillas y atizan las llamas hasta producir incendios de enormes proporciones.
No debemos olvidar la vieja, pero vigente, calificación de Confucio. Advertía el sabio chino en el siglo VI antes de Cristo: «Hay cinco especies de delitos imperdonables: 1º, el que el hombre medita y practica bajo la capa de virtud. 2º, incorregibilidad reconocida y probada contra la sociedad. 3º, calumnia revestida con el manto de la verdad para engañar al pueblo. 4º, venganza, después de tener el odio oculto por mucho tiempo en las apariencias de la verdad; y 5º, formular el pro y el contra sobre un mismo asunto, cediendo al interés que se tenga en pronunciar una u otra cosa. Cualquiera de estos crímenes merece ejemplar castigo». ¿No se vislumbran en algunas de esas especies lo que hacen en este siglo XXI los incendiarios?
Recordemos las normas aplicables en España, muchas de las cuales quedan en pura teoría. El Código Penal distingue entre incendios que ponen en riesgo la vida de las personas y aquellos que sólo afectan a bienes materiales. En el primer caso, cuando hay peligro para las personas, la pena es de prisión, de 10 a 20 años. Y si sólo se registran daños económicos, la pena se rebaja a un año de prisión, fijándose un máximo de tres años.
El lector de estos preceptos penales puede creer que son lo bastante severos para que el incendiario se abstenga de actuar, pero ya se ha observado que tales penas no disuaden a esta clase de delincuentes. Acaso convendría tener presente lo que el Rey Alfonso X el Sabio establecía en las Cortes de Valladolid de 1256: «Que no pongan fuego para quemar los montes, é al que le fallaren faciendo fuego que lo echen dentro de él». Tan severa sanción medieval fue decretada también por Pedro I de Castilla en 1350.
Prosigamos con las distinciones del legislador actual -fruto de un propósito loable, pero ineficaz-. Cuando la superficie incendiada sea un monte o masa forestal se prevé una pena de prisión de uno a cinco años y multa de 12 a 18 meses. Se señalan circunstancias en las que el delito de incendio será más duramente castigado al revestir mayor gravedad. Esto es: que afecte a una superficie de considerable importancia, que se deriven grandes o graves efectos erosivos en los suelos, que altere significativamente las condiciones de vida animal o vegetal o que se extienda por un espacio natural protegido.
Si la zona incendiada no fuera forestal, aunque sí vegetal, y el medio natural quedare gravemente perjudicado, la pena prevista es de seis meses a dos años, y multa de seis a 24 meses, lo que supone una importante diferencia respecto de los incendios forestales.
Todas las conductas mencionadas requieren dolo o intención manifiesta de querer provocar tal incendio. No obstante, el Código Penal también castiga la imprudencia grave en la provocación de un incendio, aunque en un grado inferior al estipulado para los delitos dolosos.
Finalmente, como disposición general, se recoge que en todo caso los tribunales podrán acordar que la calificación del suelo en las zonas afectadas por un incendio forestal no pueda modificarse en un plazo de hasta 30 años. Igualmente podrán acordar que se limiten o supriman los usos que se vinieran llevando a cabo en las zonas afectadas por el incendio, así como la intervención administrativa de la madera quemada procedente del incendio.
Pero España se encuentra en una situación crítica de desertización, y la sociedad ha de concienciarse de que la protección del medio ambiente no es sólo una cuestión de buena voluntad sino un deber fundamental de los ciudadanos y que el incumplimiento de tal obligación está sancionado rigurosamente por la Ley.
Por ello, y manteniendo la diferencia con aquellos delitos de incendios que comporten riesgo para las personas, el mero incendio forestal tal vez debería tener asignada una pena superior en el Código Penal.
Igualmente debería rectificarse la disposición acerca de la potestad de los tribunales de impedir la recalificación del terreno o la intervención administrativa de la madera quemada. Tal intervención, o imposibilidad de recalificación, debería ser un efecto automático y no dejarlo al arbitrio de los tribunales porque puede llevar a que no se aplique tal disposición en multitud de casos, cuando ésta es un medio importante de evitar la especulación de terreno y de recursos madereros que lamentablemente en muchas ocasiones lleva aparejado el incendio.
En suma, que el Estado pone de manifiesto su debilidad al no castigar más severamente a los incendiarios. El ciudadano medio, ajeno a las sutilezas de las leyes y a las interpretaciones de los tribunales, tiene la sensación de encontrarse desamparado. Y todo esto a pesar de la aparente fortaleza del Estado moderno.
Manuel Jiménez de Parga, ex presidente del Tribunal Constitucional y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.